La crisis energética en Cuba revela una situación insostenible. En las últimas semanas, hemos sido testigos de cómo la escasez de combustible y las deficiencias en la infraestructura eléctrica han sumido a la isla en una crisis energética monumental, afectando decididamente la vida cotidiana.
Las recientes declaraciones oficiales durante una visita a Rusia no dejan lugar a dudas: Cuba se encuentra en una emergencia energética y alimentaria. Operando a menos del 60% de su capacidad eléctrica, el país enfrenta apagones de hasta 15 horas diarias.
Las provincias de Camagüey y Matanzas, por ejemplo, sufren interrupciones continuas que desordenan la rutina diaria y ponen en peligro la salud pública, ya que la conservación de alimentos y medicinas se ve gravemente comprometida. Incluso La Habana, normalmente resguardada de los peores apagones, ha comenzado a sucumbir a la crisis.
A pesar de la gravedad de la situación, la comunidad internacional deja a la isla, como de costumbre, en un segundo plano. El panorama internacional se apremia por otras tragedias, no menores. ¿Cómo resolver esta situación de inseguridad energética?
La dependencia de los hidrocarburos para la generación de energía hace que Cuba sea particularmente vulnerable. En otros países, o épocas, la respuesta sería sencilla: invertir en infraestructuras energéticas robustas y en el desarrollo de energías renovables, que ayuden a superar la crisis coyuntural y a mejorar el panorama en el futuro, mitigando cualquier sobreviniente crisis de suministro.
Esperaría uno que la población cubana contara con sus propios medios para paliar de manera creativa la situación, que como dicen en habituales frases de cajón, los cubanos pudieran demostrar no reside solo en su capacidad para resistir, sino en su habilidad para adaptarse y renovarse ante la adversidad. Sin embargo, poco se puede esperar de una situación ya histórica donde la población vive, como los cautivos de la Caverna de Platón, atada y obligada a ver las sombras de las siluetas que proyecta el régimen.
No quiere decir ello, que algunos no cuenten con la suerte de abandonar la caverna, saliendo del país o saliendo de la ilusión impuesta por los órganos de control total. Cuba, en este momento crítico, precisaría más que nunca de una visión compartida y un esfuerzo solidario que aseguren un futuro luminoso y estable para todos sus ciudadanos.
Requeriría, pues, de un llamado urgente a la acción coordinada, de una acción que funja como un recordatorio de que solo a través de la determinación y la solidaridad podemos construir un mañana mejor. Lastimosamente, estas condiciones no están dadas.
Las repercusiones económicas de la crisis energética en Cuba son profundas y complejas, afectando tanto al ámbito doméstico como al internacional. La falta de electricidad y combustible ha paralizado aquello que queda de las industrias clave, desde la producción de alimentos hasta el turismo, precipitando al abismo a una economía ya debilitada.
Los cortes de luz prolongados han interrumpido la producción y distribución, así como la preservación de alimentos perecederos. En un escenario de escasez, sumado a una rampante devaluación monetaria, el acceso a bienes de primera necesidad queda en manos de los mercados en MLC, cuyos precios son exorbitantes, o del mercado informal. Este círculo vicioso no solo agrava la pobreza y la desigualdad dentro de la isla, sino que también tiene implicaciones más allá de sus fronteras.
La acostumbrada dependencia en importaciones, que en gran medida proviene de países amigos y, en materia de alimentos, del “eterno enemigo”, se ven afectadas por la consabida falta de pagos a sus socios internacionales. Y, a pesar de todo, la comunidad internacional sigue extendiendo la mano a la isla, que primero debe pasar por los bolsillos del régimen, prolongando la paradójica situación de carestía para sus habitantes.
En principio, la solidaridad no puede ser una mera declaración retórica; debe traducirse en acciones concretas que incluyan asistencia técnica, inversiones en infraestructuras y un compromiso renovado con el desarrollo sostenible. Y, sin embargo, la crisis actual pareciera beneficiar a los actores externos, aliados y contrincantes, en el complejo juego de ajedrez geopolítico.
El impacto social y psicológico de la crisis energética en Cuba resulta tan o más devastador que sus consecuencias económicas. Los apagones constantes, que se extienden por horas y desorganizan la vida diaria, han generado un ambiente de incertidumbre y frustración entre los cubanos.
La falta de electricidad no solo limita las actividades domésticas básicas, sino que también termina por afectar los equipos electrodomésticos que usa la población para sus actividades cotidianas. La oscuridad y el calor insoportable, los mosquitos y otras alimañas -figuras que un teólogo herético compararía con las obras del maligno- se han convertido en compañeros constantes de los hogares.
Los relatos de residentes que se ven obligados a reorganizar sus vidas en torno a los horarios de los cortes de luz ilustran una realidad de resistencia y adaptación forzada. Las familias deben ajustar sus rutinas, cocinando y conservando alimentos en condiciones precarias, mientras que otro tipo de actividades dependen de la luz solar o de la luz de la vela. Acaso en lugares más afortunados obtendrán ese preciado bien en forma de lámparas y linternas, que usan diversas fuentes de energías.
Con la gravedad de esta crisis, cabe preguntarse: ¿esta situación ha erosionado el tejido social, incrementando la tensión y el descontento, o todo lo contrario? Teniendo en cuenta las manifestaciones que han surgido desde el 11J, pareciera que el régimen está precipitando las acciones para su propio fin, puesto que, si hemos de evidenciar algo, es que estas críticas situaciones han generado no una cohesión social, pero si la configuración de un adversario cada día más aborrecible: el Estado.
En este contexto, la ya tradicional resiliencia mostrada por la población es notable, pero no puede ser una solución permanente. Asumiendo el papel de asesor del tirano, más convendría que tanto las autoridades nacionales como los actores internacionales reconozcan la urgencia de abordar no solo las infraestructuras, sino también las necesidades humanas básicas.
Con esto, a pesar de reconocer que es una situación inmerecida para la población, las oportunidades del surgimiento de connatos de resistencia se desvanecerían, o al menos se paliarían. Al tigre siempre hay que dejarle una salida.
La respuesta del gobierno cubano ante la crisis energética ha sido, hasta ahora, una combinación de declaraciones oficiales y medidas de emergencia que, aunque necesarias, resultan insuficientes frente a la magnitud del problema. Las visitas diplomáticas, como la reciente a Rusia, subrayan la búsqueda de apoyo internacional para paliar la situación, pero es evidente que se requieren esfuerzos más estructurados y a largo plazo.
Vale decir que, en cuanto a esa petición de auxilio, es probable que Rusia la desestime de plano o, en el mejor de los casos, ofrezca migajas. El Kremlin es consciente de la situación del régimen: la primera generación ya es nonagenaria, la siguiente es débil y las emblemáticas figuras de la Revolución son como anaqueles olvidados en los rincones oscuros de un museo.
En un escenario de paulatino aislamiento, quedan pocas opciones para responder ante la inminente crisis. Los escenarios óptimos serían aquellos en los que haya una apertura de mercados que forzosamente implicaría un relajamiento del control autoritario. No es un escenario ajeno a la historia mundial. Sin embargo, este cambio no puede realizarse de manera aislada.
La comunidad internacional, especialmente aquellos países con lazos históricos y económicos con Cuba, debe participar activamente en esta transformación, capitulando ciertas pretensiones geopolíticas. En nombre de la defensa de la dignidad humana, de la estabilización regional y de la mitigación de los escenarios de conflicto, cada vez más inflamables en el mundo, encaminarse hacia este objetivo sería el camino correcto.
La comunidad internacional no puede permanecer indiferente ante las dificultades que enfrenta el pueblo cubano. Más allá de la retórica, es imperativo que se establezcan mecanismos de apoyo concreto que incluyan asistencia técnica, inversiones en infraestructuras y el fomento de energías renovables.
El precio es claro: se debe dejar de lado la aquiescente actitud ante el régimen, que en otros contextos se considera injustificable. Esta cooperación, con estos condicionamientos, debe ser vista como un compromiso con los valores de justicia y humanidad, y no simplemente como una estrategia política.
La estabilidad y el bienestar de Cuba tienen repercusiones que trascienden sus fronteras. Al largo plazo, podríamos ver un positivo impacto en estabilidad regional y los esfuerzos globales por un desarrollo sostenible: Cuba es un país de potencialidades enterradas. Solo a través de la colaboración y la determinación podremos asegurar que la población cubana no solo sobreviva a esta crisis, sino que emerja más fuertes y resilientes.
No está de más hacer la correspondiente advertencia, si queremos ver cambios encaminados al respeto por los Derechos Humanos y por la dignidad, es necesario pensar en un escenario de transición, que alivie las condiciones políticas y económicas para la población cubana.
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