Algo esencial agoniza

Desde hace ya algunos años, cada vez con más frecuencia, se escucha en diversos contextos una voz de alarma. Fue primero un susurro, una protesta mascullada casi con miedo ante la colérica reprensión de quienes vislumbran en cualquier crítica un acto subversivo. Pero ha llegado a ser clamor unánime incluso en los foros intelectuales más ortodoxos, y es hoy opinión generalizada que hasta los gobernantes expresan de cuando en cuando en sus discursos. Esa voz ―sea clamor o murmullo, venga de forasteros o paisanos, de iglesias o partidos, de izquierda o de derecha― intenta hacernos meditar sobre cierto aspecto anómalo de la sociedad cubana actual, un aspecto que, por otra parte, se pretende ignorar o atenuar con el argumento de que, aunque “el problema” existe, no es tan grave ni está tan enraizado en nuestro pueblo, un pueblo muy culto y noble, dicen, un pueblo que es ejemplo de dignidad y honor para el resto del mundo.

El problema es la crisis de valores, la desintegración moral e intelectual cada vez más palmaria de los ciudadanos, esa anomia que se empotra como una pátina hostil en el comportamiento, royendo la urbanidad, oxidando los principios y las costumbres, enquistándose y barriendo con su avance cuanto enaltece y humaniza al simio que somos. Es un problema que asusta y que, acaso por eso, se suele ocultar hasta que es ya insoluble; un problema cuyos síntomas se verifican en cualquier sitio y que, acaso por eso, dejamos de reconocer: en el deterioro sostenido de los espacios públicos, en la corrupción generalizada de toda autoridad ―maestros, padres, policías, inspectores, ministros…―, en la sistemática degradación de lenguaje ―que es también una devastación estructural del pensamiento―, en la insolencia con que lo privado se hace público y lo ajeno propio de un modo ilegítimo, en la ramplonería jactanciosa y celebrada, en fin, en esa actitud rapaz e impune hacia el entorno y hacia los congéneres que, al ser tolerada, invita a nuevos y mayores lances contra el derecho de los otros, contra la sensibilidad y la belleza. Tales son los síntomas de la anomia, un conjunto heterogéneo de fenómenos difíciles de rectificar que, al tornarse crónicos, catalizan la barbarie y sumergen aún más al país en el oscuro subdesarrollo del que alguna vez soñamos liberarnos. El problema es la anomia y su cómplice usual, la desidia, pues junto a todos esos síntomas, suelen extenderse también el miedo, el silencio y la resignación de quienes advierten con tristeza lo que ocurre, pero no encuentran una manera efectiva de impedirlo.

La anomia y la desidia crecen ante nuestros ojos.

Tal vez alguien diga que exagero, tal vez alguien crea que estoy en un error, que “el problema” no existe, que es un mero espejismo de mi cabecita afiebrada, que escribiendo rápido y furioso desbarro torpemente, con buenas o malas intenciones. Sin embargo, una mirada atenta a nuestro alrededor basta para reconocer que hoy en Cuba algo esencial agoniza: no solo lo edificado se derrumba, no solo ha zozobrado en estas décadas de penuria la infraestructura económica, no se desfalcan únicamente los frutos materiales del trabajo, sino también los anhelos, la educación, la esperanza, el respeto, ese patrimonio intangible que nos trajo de los árboles y las cavernas hacia la ciudad y la luz de la cultura. Acaso no podría ser de otro modo cuando los que velan por su virtud y ejercitan su intelecto sufren a diario la ofensa del ignaro que a su lado, con astucia y desvergüenza, progresa; cuando el salario no alcanza para satisfacer las necesidades básicas; cuando quienes tienen el deber de cuestionar, escrutar y exigir transparencia, prefieren declinar su responsabilidad y repartir lisonjas a cuanto rufián con potestad pueda tocarlos, para ahorrarse así la animadversión de aquellos que medran en la sombra y aplastan a quien osa encararlos. ¿No podría ser de otro modo? Sí, podría y debería ser de otro modo, porque ni en la pobreza más absoluta debemos renunciar a ser mejores. Pero así ocurre desde hace ya algún tiempo, no exagero.

La anomia y la desidia crecen ante nuestros ojos. Un día usted deja de escandalizarse aunque sabe que el tendero adultera productos y precios, que el funcionario de la aduana saquea a los viajeros, que las plagas proliferan en los campos y los frutos de la tierra se pudren sin que se los acopie y distribuya, que el maestro aprueba a sus pupilos menos aptos si le pagan con dinero o sexo, que las estadísticas se esconden o publican según convenga a quienes rigen, que el derecho se compra aunque la ley lo dificulte ―o justamente por eso―, que los jóvenes emigran en número creciente afrontando cualquier riesgo y la población envejece, que los niños se prostituyen espoleados por sus padres, que un puñado de intocables y sus familias disfrutan de privilegios obscenos mientras sus abogados los amparan y los periodistas encubren con burdas trivialidades la verdad… Usted deja de escandalizarse y se refugia en la ficción sensiblera de las telenovelas, o en el efecto hipnótico del alcohol, o en la píldora ansiolítica, sometido al rigor del día a día. Y a veces, cuando la cuota habitual de tensiones aumenta sobre sus hombros fatigados, se dice que está bien sustraerle al prójimo una fracción de aquello que ―supone usted― también él ha robado, porque a fin de cuentas ―piensa― eso es lo común en esta selva: morder al pequeño, aprender de la fiera, y todo está permitido si se trata de sobrevivir.

Los veinticinco años transcurridos desde la desintegración de la URSS en 1991 hasta la reciente visita a la isla del presidente norteamericano Barack Obama, han visto a la sociedad cubana debatirse en un precario equilibrio entre la miseria y el orgullo, entre el agobio y la codicia, entre la ira y el temor, entre el nacionalismo provinciano y el autodesprecio servil.

La honda crisis económica que sobrevino en Cuba tras la desaparición del bloque socialista, esa que dimos en llamar “período especial”, no trajo solo enormes carencias materiales, sino también un desequilibrio ideológico y un quiebre moral. La vertiginosa apertura del país al turismo internacional potenció un relajamiento aún mayor de los valores y las normas. La prostitución, el pillaje y la indulgencia ante ciertas formas de delito fueron los primeros signos, junto al florecimiento de una pequeña casta de funcionarios asociados al capital extranjero que sin pudor ostentaban su holgura mientras una parte significativa de la población ayunaba entre cortes eléctricos y tiendas desiertas. Hubo estallidos de violencia, vandalismo, índices preocupantes de deserción laboral, brotes epidémicos de enfermedades que entonces parecían ya extirpadas para siempre del país; hubo también inauditos casos de corrupción, y un dramático éxodo de gente desesperada que intentaba remontar en barcazas rústicas el correntoso Estrecho de la Florida, o adivinar a pie un camino a través de los campos minados que circundan la Base Naval de Guantánamo, o escapar matrimoniadas con algún extranjero hacia regiones más prósperas, mientras los medios masivos edulcoraban la situación y el gobierno convocaba al pueblo a las plazas para protagonizar semanales actos de una histérica “reafirmación revolucionaria”.

Los veinticinco años transcurridos desde la desintegración de la URSS en 1991 hasta la reciente visita a la isla del presidente norteamericano Barack Obama, han visto a la sociedad cubana debatirse en un precario equilibrio entre la miseria y el orgullo, entre el agobio y la codicia, entre la ira y el temor, entre el nacionalismo provinciano y el autodesprecio servil. Muchos ateos han rezado para que el techo no se desplome sobre sus cabezas, muchos beatos han cobijado en su altar la sordidez, y muchos burócratas, teniendo a su cargo la administración de algún sector del erario público, lo han dilapidado sin remordimientos para consolidar su propia holgura. Se han perdido escrúpulos, se ha llorado sangre, se ha mentido tanto que ya es difícil creer.

¿Qué nos depara el futuro, qué sociedad tendremos sin decencia?

En la espinosa encrucijada actual, cuando grandes cambios dejan verse ya en el horizonte de este pueblo gastado en su honradez ―cambios que a la vez se necesitan y recelan―, uno recuerda con pena aquellas palabras de José Martí:

«O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, ―o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos».

Uno repasa el camino que nos trajo hasta aquí y se pregunta: ¿qué nos depara el futuro, qué sociedad tendremos sin decencia? El fin de una etapa siempre provoca esa inquietud: el miedo al caos, esas visiones apocalípticas que nos inflaman de dolor y ansiedad.

Pero el caos es solo un espejismo, es la peor opción posible magnificada ante nuestros ojos por la angustia. Constatar el desolado aspecto del país, la devastación de ciudades y pueblos, la pobreza material y espiritual en que vive una buena parte de sus habitantes, reconocer la apatía, la anomia de esas personas que no sin sufrir han aprendido a valorar la astucia por encima del esmero ―porque a fin de cuentas el sacrificio y la consagración al trabajo de varias generaciones no les trajeron beneficio―, es un paso necesario para impedir que ese temido caos sobrevenga. No hay que alarmarse demasiado, es cierto, pero conviene percatarse de que “el problema” es real y actuar para resolverlo. No se trata, sin embargo, de culpar a maestros y padres por el mal talante de los jóvenes, ni de emprender una cruzada contra el reguetón o los audiovisuales que la gente intercambia libremente, aunque a veces nos parezcan groseros, ni de sembrar virtudes en la plebe mediante una política cultural hipócrita. El problema es más profundo y a la vez mucho más simple, requiere volver a meditar en algunas verdades que el sentido común nos dicta y que con frecuencia pasamos por alto: enseñar a ser diligentes en el estudio y el trabajo exige un entorno que incentive la creatividad y el libre desempeño de quien se esfuerza; enseñar a ser honestos implica no solo censurar la mentira y el fraude donde quiera que ocurran, sino además respetar y tomar en cuenta la opinión del otro; enseñar a ser cultos precisa estimar la cultura no como un instrumento para fines mezquinos, sino como ese caudal de experiencias que hacen nuestra vida más grata y nuestro actuar más eficiente.

Conviene también recordar que las costumbres y las normas no son ni universales ni eternas. Todo cambia en Cuba y en el resto del mundo, y todo permanece de algún modo. No hay afán más lamentable que el de oponerse con obstinación a esos cambios para terminar repitiendo la hilarante letanía de que “la juventud está perdida” y “la humanidad se ha vuelto loca”. Porque, aunque no es bueno ser una veleta en la tempestad, uno debe saber a qué se aferra contra viento y mareas y de qué se desprende.




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