De la leche, alergias y otros asuntos

—El niño se ahogaba. Intentaba tragar y se ahogaba, todas las veces. Tragaba, aquello bajaba cuatro centímetros por la cicatriz alterada de la garganta y volvía a salir, regurgitado, manchando las cosas de blanco. 

Eso pasaba cada día, en rueda. La madre creía que se moría, o que pasaría la vida entera sin poder alimentarse. No había otra comida y Fabio tenía tres meses. 

Ahora, Giselle Ordóñez Milián (36 años, técnico medio en informática, exoperadora de grupos electrógenos, barténder, madre soltera) te lo cuenta, casi con ligereza, sentada con los pies descalzos en el tapete de la entrada. Fabio hace ruido en la salita, como la bola eléctrica nerviosa que es. Afuera, llueve de una forma muy aburrida y el pasillo es una trenza infinita de ropa sucia. 



Giselle Ordoñez Milián, madre soltera de 36 años, se ríe mientras dice que accede a su alimentación “en el mercado informal, como todo el mundo”, mientras piensa que darle de comer a su hijo.



—Comenzó por la pierna izquierda —dice Giselle, señalándose la mezcla tentacular y sutil de marcas azuladas—. Picaba, picaba, un rash permanente que me duró meses. 

No le extrañó mucho. Tampoco a su médico de cabecera, bastante ocupado ya con su embarazo de riesgo. 

Fabio nació por cesárea de emergencia. Alguna bata blanca sin misión visible en Angola, parece, ignoró lo sucedido con la barriga de Giselle y decidió que había que alimentarlo con leche entera, en polvo, y no leche maternizada por sustitución. Quizás no hubiera, o no llegó a tiempo el barco de Venezuela. “Cosas del bloqueo, criatura”.



Giselle tiene en su cocina una lista de los productos que debe adquirir forzosamente cada mes. La hizo desde que comenzó a vivir sola y desde entonces la mantiene religiosamente.



La leche materna no caminaba por su estómago. A los tres meses lo diagnosticaron como intolerante a la lactosa y le mandaron —atentos al golpe de genio— leche evaporada que, si bien contiene como promedio 10,3% de lactosa, supuestamente era más fácil de digerir—. Al año, las pruebas generales de alergias arrojaron dermatitis atópica, alergia general con brotes de amigdalitis viral y asma. A esa hora, nada de lácteos, salvo el yogur y el queso, cuyos probióticos refuerzan la flora intestinal.

Esto, para una madre soltera que pretende alimentar a su hijo “decentemente”, resulta todo un reto…  

Fabio tiene un rango de alimentación muy estricto. No puede comer nada con aditivos químicos, debe consumir frutas frescas, yogures sin saborizantes; comida lo más natural posible. En un país cuyo mercado alimentario no es precisamente rico, ¿cómo logra comprar Giselle la comida?



La comida desenfocada: el acto de alimentación como acto político que incide directamente en las decisiones de un país.



—En el mercado informal, como todo el mundo —dice con una medio risa ahogada, sin pensar mucho en la naturalización en Cuba del mercado informal o negro como forma éticamente válida para acceder a productos—. A veces en las tiendas MLC.

En el mercado informal, todo a sobreprecio. No adquiere en lugares subsidiados nunca, no hay tiempo para colas kilométricas de 12 o 24 horas, para muchas veces ni siquiera alcanzar el producto. Compra directamente con proveedores o revendedores, con personas que sí tienen el tiempo o se dedican como negocio a adquirir los productos que luego venden al doble o triple de su precio. 

De madre soltera lleva los dos años de la pandemia, pero vive sola e independiente desde los 18, encargándose de abastecer y gestionar una casa. Cocina ella, y dice que le gusta.



Giselle es bartender y mixóloga acreditada, aunque señala que esta profesión, al ser una población laboral flotante dentro de un mercado privado con muy pocos derechos laborales garantizados, es de una gran inseguridad. 



—Cuando comienzo a vivir sola choco con la dura realidad de que hay que hacer desayunos, hay que merendar, hay que comer. ¿Y cómo se cocina la carne y cómo se cocina el arroz? Si, por ejemplo, íbamos a hacer picadillo, llamábamos a la madre de mi entonces pareja: “Mami, compramos picadillo. ¿Cómo se hace?”.

La generación de Giselle, en su conjunto, creció con la prohibición estricta de involucrarse en las cocinas; ruptura generacional forzada de sus progenitoras en un tiempo donde pensaban que había un futuro y que las niñas iban a ahorrarse todo el trabajo que ellas habían pasado. Ella es, pues, de una generación que no sabía cocinar, ni limpiar, ni planchar. Lo cual, dado que el país aún no tenía —ni tiene— un futuro, resultaba una situación “desagradable”. Si quería independizarse, le tocaba joderse.

A joderse entonces. La violencia de un Estado perpetuada en sus cuerpos subordinados, repetida, cíclica. Como la misma forma en que dicha generación hubo de irse apropiando de las informaciones; preguntar por ahí exactamente qué debe comer alguien y por qué —dicho sea que en el paso a esa pregunta comienza todo proceso de emancipación; por eso la Patria no admite preguntas—. Plantearse un desayuno equilibrado que dure hasta la distancia horrorosa de un almuerzo tropical es, también, una decisión política.



Fabio, el hijo de Giselle, es un niño que nació bajo riesgo y ha de seguir un plan de alimentición estricto, con todas las dificultades que esto conlleva. 



La cocina cubana —esta que tenemos y no su verdadera tradición, ya sumergida en el rebumbio del recuerdo de una República imaginaria— no consta de un aporte nutricional equilibrado. Por tanto, y de manera análoga a como el cuerpo real de la nación se ha ido enriqueciendo con las salidas (reales) y venidas (metafóricas, emocionales) de sus habitantes, la cocina “real” cubana se ha venido enriqueciendo con cada forma particular de consultar bibliografía, recetas, de explorar una tradición oral ignorada sobre cómo —digamos— hervir un pollo “interesantemente”. 

Fabio se ha escondido debajo de la cama. Él aún no sabe del descalabro nacional imperante que reina en medio de un reordenamiento económico cuyo único resultado tangible es la dolarización de la economía y la agudización abismal de diferencias en el poder adquisitivo. Este proceso de andar cazando lo que ya no hay no alcanza una descripción exacta. Giselle solo llega a enunciar, con frustración visible, una retahíla perfecta: “[e]s apingante, es molesto, es agotador y extenuante”. 



Fabio es alérgico y asmático: por tanto, su alimentación conlleva gastos mayores en un contexto nacional de suma precariedad, lo cual dificulta sobremanera el rol de Giselle como madre soltera. 



¿Cuánto tiempo gasta una mujer del Tercer Mundo, de Cuba, como promedio, en comprar comida? Según ella, los tiempos de las madres no son mesurables. Pero es en extremo metódica y mide cuánto se va a demorar en adquirir el producto. Tiene un listado en la meseta de su cocina, invariable, que representa la compra mensual de lo que no le puede faltar, lo que tiene que durarle todo el mes, calculando un excedente para atender visitas. Si no sale el segundo viernes del mes a hacer la compra de los cárnicos, ya no lo hará hasta el siguiente, porque el próximo viernes lo que le toca es comprar el aseo. Trata siempre de planificarse, lo más que puede, porque ha de contar, además, el tiempo que le lleva vacunar semanalmente a su hijo.

La comida no se compra sola ni tampoco cae del cielo. Como gran parte de su generación, Giselle saltó del sector estatal al privado. Su poder adquisitivo, no planificable porque los barténder son una población laboral flotante, fluctúa abruptamente, en buena medida debido a que en el sector privado no existen garantías laborales predeterminadas. 



Giselle es de la generación que cuando se independizó no sabía cocinar, ni limpiar, ni planchar, ni nada. Lo cual, dado que el país aún no tenía- ni tiene- un futuro, resultaba una situación desagradable.



A lo largo de la entrevista han ido sucediendo momentos rutinarios: Fabio ha comido y Giselle se ha sentado a una barra endeble de madera a tragarse algo. No pasa mucho tiempo antes de que el niño salga a fregar los platos.

—No sé cómo se comportan otras familias, pero yo, por ejemplo, me encargo de que mi hijo aprenda que, si yo estoy en la cocina, él tiene que tener alguna función también dentro. A la par mía, tiene que estar ahí, para lo que vea, para que se desempeñe. Tiene que saber desempeñarse solo y tiene que ayudar a mamá, porque a las hembritas también se les ayuda, porque él también convive en la casa. 



“En la sociedad cubana”, dice Giselle mientras finalizamos la entrevista, “existe un defecto de fondo: llegas a un negocio y posiblemente el chef sea un hombre, pero cuando ese chef llega a su casa tiene a una mujer dentro su casa que es la que cocina, dígase mama, tía, prima, hermana, sobrina. Es la mujer quien cocina. Eso es a nivel social y creo que en todas las familias es la mujer quien cocina. Siempre”. 



Fabio se está riendo solo. Ya ha comido, fregado. Ajeno a los trabajos que Giselle pasa para alimentarlo, seguirá sin enfermarse mucho mientras logre cumplir su dieta. Sin embargo, no parece que vaya a escampar pronto en este panorama.

Giselle, por su parte, es uno de esos tantos cuerpos femeninos haciendo la República, emparejando la República, cambiando la República. 




© Imágenes de interior y portada: Marcos Paz Sablón.




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