El amante chino de Marguerite y mi amante D

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El amante de Marguerite Duras fue un chino. Un hombre delgado, amarillo, sin apenas musculatura. Millonario. Tenía un chófer. Él era el dueño de la limusina negra, un auto Morris-Léon Bollée. Adentro, en ese espacio, se podía vivir, dormir, incluso morir.

Cuenta la niña, de aquel viaje por el río Mekong, en el transbordador. Cuando vio al chino desde lejos. Entonces previó el hecho antes que sucediera. Como una premonición en un sueño. Iba a ser una pasión oculta, de esas que conllevan a esconderse de todos, pero relativamente, pues de noche se les podía ver a ambos, en restaurantes caros, degustando platos finos y bebiendo vinos de la mejor calidad.

Resulta brutal, la transformación es inminente. Quizás, al mirarle a los ojos al chino. Su mirada fue directa, como una flecha que se clavó en las pupilas de él, e hizo que le sangraran. Ella, la francesita, menuda, de quince años y medio, que usa un vestido de seda, casi transparente, dejando entrever su piel, pegada a sus huesos frágiles. En su cintura lleva un cinto ancho, negro. Un sombrero de hombre corona su cabeza, le tapa parte del pelo, partido en dos trenzas.

la francesita,
menuda,
de quince años
y medio

La niña nunca entendió por qué su rostro envejeció de pronto, luego de conocer el amor, el deseo. El estigma quedó grabado, como una marca roja, que lapida su piel, conservando el dolor.

Yo también tuve un vestido de seda, creo que con margaritas, aunque no estoy muy segura, acaso se le parecían. Lo cierto es que era suelto, un poco más estrecho en el pecho y en la cintura. De fondo azul, con flores amarillas. Si me miraban desde lejos, parecía la joven de una pintura.

Delgada, como La niña, apenas diez y ocho años, y pensaba que el mundo podía ayudarme a no estar sola. ¡Qué engaño tan flagrante!

Una siempre está sola, entre los amigos, entre los parientes. La ineludible permanencia de la soledad. Nadie nos ve adentro. Y no podemos evitarlo. Como algo marcado con fuego, desde antes de nacer.

Ese día fue decisivo. Un pañuelo cayó al suelo y alguien lo pisoteó con fuerza. Así me sentí cuando tropecé con su mirada azul. Provenía de dos ojos demasiado grandes, pensantes y hablantes. Tal era su lenguaje, aunque no demasiado claro, más bien metafórico.

D pintaba lienzos, observaba la noche, como un perro callejero, que deambula por las esquinas, que duerme en los parques, en los portales. Vestía un poco desaliñado, haciendo honor a los artistas callejeros, con esa informalidad que los caracteriza. Quería beber de cada cosa, mancharse de hierba la boca. No consentía ser normal, agotarse en el vivir cotidiano.

Aquella noche, no fue una noche cualquiera; se transformó, se trastocó en su rostro. Un cuerpo se dirigió a otro cuerpo, sin conocer aún, lo que podía llegar a ser la necesidad. Todo lo que se anula por alguien, por un desconocido.

no fue una noche cualquiera;
se transformó,
se trastocó en su rostro

Tomamos té y nos miramos. En el local la gente reía y platicaba animada. A las ocho de la noche hay mucho que hablar de lo que ocurrió durante el día.

Nos presentó un chico, el que estaba sentado frente a mí, que había conocido esa misma tarde. Tú te sentaste en nuestra mesa mientras conversábamos de cosas banales, o de cosas tremendas. Nadie te invitó a sentarte. Venías de afuera, del mundo. Todo lo demás se borró. No pudo ser de otra manera.

Más tarde, fuimos todos a la casa de Juan, otro artista. La residencia era antigua, con muebles y objetos de unos años más felices, menos corrosivos, de los que vivimos en los ochenta.

El arte no es un camino trillado. El arte es perfecto. Sabe a durazno, como su piel, cuando se acercó a mis labios, y pude percibir su fresca naturaleza, envolverme dentro de la criatura de la noche: él.

El anfitrión preparó té. Tomamos el brebaje iluminado de la Campana. Suavemente, la probamos sin conocernos, a pesar del miedo. Nos esperaba su líquido dorado en las bocas, y las bocas lo probaron en un sueño. Lo memorizo con exactitud. Fue un sueño premonitorio, como le llaman los psicoanalistas.

No duramos mucho en aquella sala, decidimos partir de allí. Fuimos a un rincón al aire libre, detrás del restaurante 1800. Nos sentamos en uno de los márgenes del río, en ese punto en que se enlaza con el mar. Donde no se sabe de qué color son las aguas de uno ni de otro.

Veíamos las aguas renegridas, la noche se cerraba sobre nuestros cuerpos. Aún no nos desnudábamos. El miedo interponía su espada. No nos atrevíamos; solo podíamos hablar, hablar y pensar. Contarnos pasajes veraces. Mirándonos siempre.

De repente, un joven se desnuda. Luego, desnuda a la muchacha, prenda por prenda, sin apuro. Juntos, descalzos, van de la mano hacia la orilla, conversan con el río, le agradecen el encuentro. Son los cuerpos desnudos de Adán y Eva, cuando fueron expulsados del Paraíso.

de repente, un joven se desnuda.
luego, desnuda a la muchacha,
prenda por prenda, sin apuro

Todavía están La niña y El Chino en su cita vespertina. Todas las tardes pasa a recogerla en la escuela. Él siente vergüenza, nunca se asoma en la ventana de la limusina. La ve llegar de lejos. Ella lo besa y sonríe. Luego van al apartamento.

Nunca abren las ventanas. Las persianas se mantienen entornadas, una luz tenue adentro. Se alejan del calor pestilente, pero escuchan a ratos el bullicio callejero de los vendedores, los gritos de los transeúntes, los cuchicheos de las jovencitas cuando hablan de sus novios.

El hombre amarillo lava la piel blanca de la niña, la enjuaga y la seca frente al ventilador. Tiembla al mirar su cuerpecito mínimo, con gotas de agua que resbalan aún. Cuerpo presto a chorrear en su boca, cuando él hunda su boca abajo, en el matorral oscuro que hay entre sus muslos. Hay malicia en ese ardor, en ese no decir con palabras.

Vuelta y vuelta es un ejercicio, no se precipita en nada de lo que le hace. Al principio duele, después ya no. Besa, toca, abraza, hunde; no desgarra la piel; más bien la hincha entre sus labios.

La niña crece con El Chino adentro. Se vuelve una aurora, un trébol flotando en la habitación. El aire es fresco a pesar del calor.

Nada de lo que tienen, perdurará. Él no podrá tener a la niña durante largo tiempo, como él quisiera. Ella es consciente del derrumbe inminente. No llora hasta años después, cuando Saigón es solo una página, y su rostro sigue envejeciendo, como una fruta pudriéndose al sol.

Ahora somos nosotros, que caminamos desnudos hacia el río, y el río celebra nuestra desnudez. Las ropas sirven de tálamo, amortiguan el peso de dos jóvenes, D y A, así nos bautizamos, mientras el silencioso río nos observaba.

Giramos, giramos, sin parar, y ya no hubo un timón para guiarnos; las cabezas se volvieron lunas y agua. La tierra bebía de lo que dejábamos caer. Y los silencios apretaban brazos y piernas.

Sexos lamidos: falo expuesto a la boca glotona, vagina expuesta a la boca de grandes labios. Dar y penetrar, penetrar y dejar. La blancura inunda adentro y afuera.

Éramos D y A, lo escribimos cuando íbamos de regreso, en las calles, en los muros. La madrugada no intentó tragarnos, solo nos liberó.

Una mañana de octubre fuimos a una casa. Un amigo nos prestó su apartamento. Hacía frío, como un invierno anticipado. Nunca abrimos las ventanas, como no hicieron La niña y El Chino.

Fueron horas tranquilas, para cocinar, hablar y hacer el amor. Ya no teníamos miedo de mirarnos con detenimiento, asomados uno en el otro.

Él era un hombre alto. Yo era una mujer enorme, abierta, como esa flor blanca que pintó Georgia O´Keeffe.

Todo se percibe tan lejano, aún así, podemos evocarlo. Es preciso buscar esos días, volver a esa metamorfosis. Cuando El Chino desnuda a La niña, en el apartamento, en la habitación silenciosa.

Ellos nunca hablaron la primera vez.

Es urgente rescatarnos, sentados detrás del restaurante 1800, la noche del té de campana.

Mirar otra vez nuestros nombres, escritos con tiza en las calles, en las paredes, en los edificios.







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Playas que sólo yo veo

Irina Pino

Días de gloria. El mar por la mañana, por las tardes, al anochecer. Arena blanca, limpísima.