Fiona, una joven fotógrafa austriaca, escribió a Lynn por Facebook para hacerle fotos cuando visitara Cuba. El tema de su trabajo era la mujer como objeto de violencia de Estado y de género.
Después que concluyeron las fotos, nos invitó a cenar a un restaurante con su asistente, un joven delgado, andrógino, de unos veinte años. Lo conocíamos, pero no demasiado. Hacía un tiempo le habíamos mostrado escenas de Corazón Azul.
Esta es una crónica de lo que ocurrió esa noche. (Los nombres han sido manipulados el mínimo indispensable.)
El restaurante se especializaba en pastas. Detrás de nosotros estaba sentada una monja, junto a una mujer mayor.
Después de pedir la comida, comenzamos a hablar de fotografía. Todos conversábamos en inglés, pues Fiona no hablaba español. El asistente comenzó a relatarnos maravillas sobre la obra de Charly Lebas, un fotógrafo cubano, a quien consideraba su mentor.
El teléfono de Fiona timbró y nuestra conversación cambió momentáneamente a español. El asistente siguió.
—A él yo lo considero mi senséi. Es autodidacta completo. Y la pincha de él está de pinga. Lo que está haciendo no lo hace nadie aquí. Y ese es parte del problema. Nosotros les llevamos las fotos a Maciane porque era una tipa con una trayectoria… Le dimos tremenda muela. Pero la puerca vieja esa nos ignoró.
Nuestras caras mostraron repulsión y él lo notó.
—Lo que pasa es que la pincha de Charly… Él trabaja con sangre y heridas, y esa talla aquí no camina con los curadores y una pila de gente que son unos cheos…
—¿Cómo que con sangre y heridas? —pregunté.
—Él les corta la piel y después le saca fotos a las heridas.
—¿La piel de quién?
—De sus jevas.
Debimos haber dejado la boca abierta. Él sonrió, ruborizándose.
—No, no, a ver, él les pone hielo antes. Yo lo ayudo, para que no les duela, y después es que las corta.
Fiona advirtió que nuestras caras habían cambiado pero la barrera del idioma le impidió participar. Recibió un mensaje de WhatsApp y comenzó a contestarlo. Lynn interrumpió:
—Lo que tú estás diciendo es muy serio.
El asistente empezó a reír nervioso.
—Si Charly los viera se estaría riendo de ustedes.
—¿Es en serio?
—Claro. Le encanta que hablen de él.
—¿Pero qué edad tienen esas muchachas?
—Tienen… Son jóvenes.
—Pero él es mayor de edad.
El asistente se encogió de hombros:
–¿Y…?
—Es responsable…
—No, tú no entiendes. Él no las fuerza a nada, ellas son las que se lo piden. Una le pidió que le escribiera su nombre con una cuchilla en la espalda.
La monja detrás de nosotros escuchaba la conversación. Levantó la mano para pedir la cuenta.
—¿¡Pero están locas?!
—Sí, él las busca medio quemadas.
—¿Y eso en que lo convierte a él? Si yo veo a alguien en esa situación trato de sacarla de ahí… Ser parte de eso, sabiendo, lo convierte en un monstruo.
—No, ustedes no entienden… No es como ustedes se lo imaginan. Eso es una talla linda.
—Es daño físico a otra persona. Si a mí alguien me dice que lo corte, yo no lo hago. No hay necesidad de hacerlo por ninguna razón. Para eso está el maquillaje…
—No, eso no es lo mismo y tú lo sabes… La misma pincha de ustedes…
Lynn interrumpió:
—¿Entonces eso quiere decir que si voy a interpretar a una asesina tengo que matar a alguien para actuar bien?
—Ustedes le están dando a esto un nivel que no… A Charly le gusta fotografiar el dolor. Y te digo que ninguna de ellas tiene problema con eso.
El camarero trajo la cuenta a la mesa de atrás. Lynn trató de bajar el tono de voz.
—¿O sea que ellas terminan contentas? Bueno, no sé… Cuando pasen los años y maduren eso le va a salir y lo van a denunciar…
El asistente continuaba proyectando con el mismo volumen.
—¡Na! Bueno, hay un par que ahora no lo pueden ver, pero normal, es por otras cosas, nada fula… Una quería que le metiera una botella en el culo y yo la ayudé, la preparé ahí para que pasara… Y lo hicimos así, suavecito, porque si no es de pinga… Ahí mi senséi le hizo las fotos. Cuando saqué la botella, le dejé el culo como la boca de un payaso.
La monja detrás de nosotros se levantó molesta con su acompañante y abandonaron el restaurante. Yo las señalé y le dije al asistente:
—Te han estado oyendo.
Él rompió a reír en una explosión de nervios. Fiona guardó su teléfono y finalmente intervino:
—What are you talking about?
El asistente comenzó a reprimir la risa. Respiré antes de resumir en inglés los rasgos generales de la conversación. Omití la botella por vergüenza.
Fiona quedó en silencio. Lanzó una mirada a su asistente. Él sonrió, ruborizado. Fiona parecía tener una anagnórisis. Iba a empezar a hablar cuando llegó el camarero con nuestros platos.
El asistente comenzó a justificarse en tono que fluctuaba entre vergüenza y jocosidad. Entre otras cosas, dijo que todos en Cuba éramos pervertidos, mientras nos lanzaba una mirada cómplice.
De repente, mi cerebro dejó de combustionar. Tomé distancia. Me alejé de mi cuerpo hasta el techo de la habitación y nos vi desde allí con total frialdad. Ficción y realidad.
Quizás nuestros personajes de Corazón Azul habían motivado el impulso de una comunión confidencial en el asistente. Recordé que casi veinte años atrás una pelirroja escocesa me mostró fotos de su espalda destrozada por azotes después de ver mi película Cucarachas Rojas en el Festival Internacional de Cine de Edimburgo.
Ahora en Cuba, la noche para celebrar había derivado en una conversación tan impredecible como incómoda. ¿Qué pensaría esta fotógrafa austriaca? ¿Qué pasaría después?
Terminamos de comer y nos despedimos. Una semana después, Lynn encontró una foto de Fiona y su asistente en Facebook. No estaba claro si era el mismo proyecto, o si habían comenzado uno nuevo.
© Imagen de portada: Lynn Cruz.
La culpa blanca
Saupier ha mostrado el horror sin enjuiciarlo. Ha quitado la grasa para dejar el problema a los espectadores.