La intelectualidad es, por definición, una actitud de desapego a la realidad. No importa qué tanto uno mire por la ventana de la experiencia, siempre hay un momento de cerrarla —sirvan los ojos como metáfora de lo referido— y sentarse en lo oscuro a recrear lo que vimos en términos que se nos hagan inteligibles.
Entonces se nos abren una serie de cuestionamientos fundamentales: ¿Estamos limitados, coaccionados, determinados por el lenguaje? ¿La raíz de esa determinación o límite trasciende al medio lingüístico? ¿Cómo hablar libremente sin que nuestras palabras conviertan a esa realidad en una otra cosa distinta a lo percibido?
Hablar de Cuba —y su realidad— casi siempre implica posicionarse en las antípodas de las narrativas y las mitologías. Ambos términos implican lenguajes y cada palabra es una historicidad que no se desmarca de su contexto originario. Eso implica que cada vez que invocamos un término para plantear una realidad actual, las otras realidades desfilan y se expresan a través de ella, incluso cuando la concreta y factual no contenga la amplitud de lo dicho. Sucede, entonces, que el significado puede vaciarse de contenido o replantearse, y las cosas volverse otras que ya no se correspondan consigo mismas ni con las realidades.
La historia de América Latina es la de un equívoco lingüístico. Colón llega a un lugar que no conoce, y mucho menos comprende, y lo nombra a partir de su propia ansia de hallar El Oriente. Basta con ver su insistencia en reconocer a Cipango (Japón), Catay (China) y la India para llegar a la conclusión de que le iba mucho en ello —literalmente había prometido a Fernando e Isabel, sus católicas majestades, llegar a “Las Indias” a cambio de apoyo—, pero su aferramiento a ello devela una necesidad mucho más visceral, como la de poder existir en un universo ordenado.
Paradójicamente, lo que surge de ese intento de “ordenar” es una tierra fantástica poblada de criaturas mitológicas y prodigios. Algo similar había sucedido ya con Marco Polo, un veneciano que, influido por una concepción medieval del mundo, dio luz a un Oriente lleno de magia y criaturas sobrenaturales.
Cuba es también hija de esos intentos por ordenar la realidad. Aquí pudiéramos decir que la misma fundación de un mito nacional y con ello todo un proceso de conformación, están signados por los intentos de traducir nuestra realidad a lo inteligible de un lenguaje que se proyecta desde los espacios en los que está inmersa.
Más que hablar de una “colonización”, en Cuba se superponen dos planos de realidad que llegan a contraponerse: la cotidianidad o vida inmediata y el amplio espectro de la cultura occidental. No es que ambas cosas no estén conectadas e, incluso, llegan a ser un continuo, pero definitivamente expresan cosas distintas. Las lógicas y, en consecuencia, las ideologías que proponen tienen que diferir.
Visto desde la perspectiva de la historia, tenemos el caso de un enclave comercial que se presupone con la capacidad sustituir a su metrópolis y hasta de reproducir hacia lo interno las propias estructuras de dominación o, en las antípodas, la pretensión de cumplir un ideal de república que ni siquiera se ha logrado en los grandes centros civilizatorios.
Más recientemente, tenemos a una isla de economía parasitaria hablando de socialismo o haciendo apuestas geopolíticas como si fuera una superpotencia. Por supuesto, la realidad termina por imponerse. La política de superpotencia es cada vez más frágil, hasta el punto de volverse inexistente, y el socialismo se ha vuelto tan vacío que ha devenido una mala palabra.
La cuestión que surge entonces en la actualidad es cómo decir Cuba —su realidad— sin deformarla hasta hacerla irreconocible. Ya, de por sí, está el problema de una historia que ha sido deformada hasta el punto de ser caricaturesca. Los polos ideológicos, ya sea el anticastrismo en la amplitud de su espectro como el castrismo en la amplitud del suyo, han creado narrativas tan deformadoras de la realidad que esta no se percibe y es casi imposible reinterpretarla.
Hablar de “totalitarismo” en el sentido estricto del término nos enfrenta a la narrativa reciente del “Estado fallido” y caemos en la cuenta de que ambas son insuficientes aunque tienen asideros a lo factual. Y, a su vez, tenemos al “Estado socialista de Derecho” frente a la cuestión de “la Revolución Asediada”. Todas son totalizantes y adolecen de una autorreferencialidad que les impide conectar con el que está inmerso en el vivir.
¿Qué le puede decir el “bloqueo” a alguien que trata de recibir atención médica? ¿Qué importancia tiene para alguien en una cola para comprar comida la “democracia” o la “libertad de expresión”? Incluso, las interpretaciones más economicistas terminan por enajenar a sectores completos de la población. Son monstruosidades y animales mitológicos.
El decir “Cuba” termina por no decir nada sobre ella y, mucho menos, para ella. El reto de los intelectuales cubanos es encontrar un lenguaje capaz de darle voz a la realidad.
© Imagen de portada: Riccardo Pitzalis.
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