Fetiches y parafilias. Del voyeurismo político y otros demonios

La sociedad cubana está plagada de seres extravagantes. Abundan criaturas antropomórficas, con una clara tendencia orwelliana o como perfectos candidatos a alguna fábula de Esopo: el gusano, la ciberclaria y el caballito. Participan también seres mitológicos, al estilo de Jano y sus dos rostros, o las femeninas y venenosas arpías. Se habla también de una amplia gama de especímenes raros, como “el hombre libre” o el “hombre nuevo”, que siguen despertando disputas sobre su real materialización.

Todas estas figuras son de fácil identificación en el colectivo social. En mayor o menor medida, conviven en el espacio de movilidad del ciudadano: a la salida del trabajo, en el transporte público o en el deambular por el barrio. Todo cubano se tropieza, al menos una vez al día, con alguno de ellos. Poseen características específicas que facilitan su estudio y catalogación, forjando así el inventario básico de cualquier zoólogo social.

Pero estos seres no viajan solos. He podido constatar la aparición de nuevos especímenes hasta ahora desconocidos por la biología, las ciencias sociales y la psicología política. Comparto con los lectores de Hypermedia Magazine mis resultados investigativos, con tres ejemplos claves para distinguir el grupo que conforman: ese que he dado en llamar fetiches y parafilias políticas.


¿Qué son los fetiches y parafilias políticas?

Definición general: es el comportamiento humano de carácter enfermizo a la hora de interactuar con hechos, conductas o contenido político; la preferencia y repetición de hábitos y acciones que resultan lesivas para el desarrollo (político, social y psicológico) del individuo, y para las personas sobre las cuales se lleva a cabo este proceder. Conlleva consecuencias a mediano y largo plazo para los sujetos que de manera directa o indirecta sufren su efecto, así como para quienes realizan las acciones.

Resalto la existencia de un vacío en los análisis realizados por la psicología política a la hora de establecer relaciones o paralelismos entre el Eros y el arte de conducir a las masas. Sin pecar de generalizador o exagerado, casi todos los trabajos dedicados por esta rama de las ciencias sociales, desde su primer nombramiento efectuado por Gustave Le Bon hace 110 años, han concentrado su esfuerzo e intereses en remedar el aspecto psicológico-social del político y del votante, de las diferentes personalidades que adquieren unos y otros en relación con el poder.

La guía que pudo brindar el psicoanálisis fue preponderar los traumas y aflicciones que, desde la niñez, conducen a los líderes a desarrollar su personalidad pública. Ejemplo de esto: las pulsiones freudianas, que son utilizadas para analizar el comportamiento del individuo y las masas, dejando de lado el carácter sexual del hombre como especie y las consecuencias del comportamiento sexual en detrimento o favor del bienestar de la Polis.

Autores contemporáneos como Judith Butler han visto la relación sexo-política desde la postura de géneros, con excelentes resultados a la hora de trazar nuevas estrategias de comportamiento, asunción del poder y desarrollo político de las minorías; así como la relación cuerpo-política en el feminismo. Pero en estos análisis dejan abierta la misma brecha que se vislumbra en la psicología política: el comportamiento sexual en interacción con la política.


I. El voyeurista político

En el análisis del individuo abocado a la recepción, manifestación, pronunciamiento o interpretación de un hecho político, sea este un momento particular en sí o un interactuar cotidiano con la política como categoría general, vislumbro un personaje que consigno en llamar voyeurista político. Este sujeto prefiere la contemplación del suceso a la participación en el mismo; el disfrute estético que le proporciona el acto de mirar, contemplar, vacilar la política.

En materia sexual y psicológica, el voyeurista —mirahueco, como por tradición y cariño suele llamársele a este portento de la fauna popular cubana— experimenta placer sexual al observar una escena erótica, ya sea una pareja en pleno romance o un acto particular que su imaginación pueda dotar de carácter sensual. Al voyeurista le sirve todo, o casi todo. La autosatisfacción sexual es un efecto colateral; su placer real está en el acto de la observación, en el poder que ejerce al disfrutar y no ser contemplado por su presa, en la intromisión en la vida privada del prójimo, violando ese espacio sagrado que es la individualidad.

El éxtasis del mirón es alcanzado en el momento en que disfruta la fragilidad de una persona despojada de toda máscara, y luego escapa del lugar del crimen sin ser visto. Su secreto queda guardado para sí. Un profesional de este calibre no comparte sus placeres con nadie, no permite que alguien conozca su filia, su íntima perversión. Un voyeurista que se respete trabaja solo.

Si se transporta el criterio sexual y psicológico aquí esbozado a la percepción del poder público, el voyeurista político es aquel que disfruta, casi con un carácter erótico —sería vital analizar cuál es el grado máximo de placer que obtiene el individuo; por falta del aparato tecnológico, dejo esta tarea en manos de expertos—, de la contemplación de los hechos o advenimientos referentes a este tema. No necesita tomar partido por una u otra facción, aunque en su más pura intimidad puede atreverse a tales decisiones.

Para todos, tiene su secreto bien guardado: no habla de política. Quienes lo han visto, lo catalogan como apolítico. Puede, solo como manifestación pública y para alejar cualquier duda sobre su persona, aborrecer todo lo relacionado con esta ciencia (o arte, como lo han definido tantos) y con su manifestación. Gritar a viva voz que no quiere saber nada de eso, que es un actor pasivo de la sociedad: escucha y cumple. Su secreto siempre queda protegido por su camaleónica facultad de transformación; a fin de cuentas, él sabe lo que es y lo que siente, y el mantenerse oculto es parte de su disfrute.


¿Cómo reconocerlo?

Basta con examinar la disposición de cualquier reunión social entre dos o más individuos. En toda agrupación de cubanos predominan dos temas, que a la larga tomarán el centro de la conversación: el sexo y la política. Una vez que el diálogo cae, inevitablemente, en este último contenido, el voyeurista político elige distanciarse del grupo; pero su distanciamiento nunca es total. Si se le mira con detenimiento se le descubre atento al debate, con el oído aguzado para captar cualquier palabra o frase referente al acontecer nacional e internacional, actualizaciones o vaticinios del porvenir en esta materia.

El voyeurista político se decanta por una posición ventajosa, desde la cual pueda disfrutar a gusto el panorama que se le plantea. Incluso es posible verlo mascullar una respuesta que no se atreverá a espetar, o con los ojos en blanco y los párpados temblorosos cuando alguien ejecuta un análisis objetivo y bien argumentado que refuerce una idea o aniquile intelectualmente a su contrario.


¿Y qué tiene de malo escuchar una conversación?

Puede objetarse eso. El disfrute de una conversación ajena sobre un tema cualquiera no entraría en la categoría de parafilia, sino más bien debería ser catalogado como una curiosidad inherente a lo humano, al interés por conocer el pensamiento ajeno y a la posibilidad de adquirir conocimientos. El hecho de no participar en la conversación indicaría que no tiene conocimientos suficientes para rebatir o posibilitar la discusión; que se encuentra inseguro de sus saberes y prefiere la actitud pasiva a una confrontación que lo conduzca al ridículo.

A veces resulta entretenido escuchar conversaciones ajenas, experimentar fantasías sobre la vida pasada y futura de los personajes que entablan una conversación. Es un ejercicio válido, útil para escritores aficionados y una fuente de entretenimiento fácil, eficaz. Tal posicionamiento no tendría mayor dificultad si fuera un hecho aislado en la vida personal.

No olvidemos que esta abominación solo se manifiesta cuando se habla de política, y el problema surge cuando (como mismo se argumenta en materias sexuales) eso que una vez fue un hecho único o esporádico, se convierte en una reproducción sistémica y la principal fuente para la satisfacción, lo cual lo coloca dentro de la definición de parafilia. El perpetrador se vuelve un obseso, un enfermo que necesita cura, para no acarrear males a sí mismo o a sus víctimas.


¿Y cuáles son los daños que provoca este comportamiento?

El carácter enfermizo de este animalejo trae consigo consecuencias negativas que imposibilitan su desarrollo pleno; entre las más visibles: la atrofia de sus facultades críticas. Esta secuela dificulta que el sujeto diferencie un pronunciamiento de otro, así como las ventajas y desventajas que conlleva un acto determinado, realizado por la cúpula del poder. Su tránsito directo es hacia la pasividad ante los derechos y deberes ciudadanos, y ante la exigencia de los mismos, además de un claro embotamiento del sentido cívico.

El descubrimiento de la enfermedad, por parte de personas cercanas, traería consigo la estigmatización de la persona en el orden público, su visibilidad, y la consiguiente vergüenza de no reconocerse portador de semejante condición. Para las víctimas, la violación de la privacidad deja secuelas psicológicas que pueden derivar en una revisión constante de sus comentarios y actitudes, en la sensación de encontrarse vigilados y de tener coartadas sus libertades.

Cabe destacar que estos análisis no diferencian sexos o razas: son constatables en los individuos, independientemente de su estrato social o características biológicas. Como dije, nadie escapa de la política y el sexo.

De igual forma, es necesario subrayar que la recurrencia a este comportamiento puede llevar al voyeurista político (hasta ahora, poco dañino) a no sentir placer en su acto. Toda repetición conduce al hastío. Pero la confianza en sí mismo y la constante transgresión de los límites, con el fin de disfrutar de una mayor satisfacción erótico-intelectual, pueden transportarlo desde esta filia a otras mucho más dañinas, como el exhibicionismo y el masoquismo, de las cuales hablaremos detenidamente.


II. El exhibicionista político

“Creo que los cubanos se caracterizan por producir ruido; es como una condición innata en ellos y también es parte de su condición de exhibicionista; no saben gozar o sufrir en silencio, sino molestando a los demás”. Reinaldo Arenas


Para comenzar a adentrarnos en esta figura, es pertinente hacer algunas acotaciones sobre la relación entre el exhibicionista y su antecesor, el voyeurista: al mirón de ideas le resulta desagradable la imagen del ostentoso, le corta el entusiasmo. Por sus características, uno y otro se anulan.

El mirahueco necesita que su presencia no sea notada; su contraparte busca ser el centro de toda atención. Pareciera que no pueden ocupar un mismo espacio; no obstante, se complementan: el rechazo que sienten el uno por el otro los obliga a re-elaborar sus estrategias de satisfacción personal, y mantiene en vilo la creatividad en la consecución del placer.

Como mencionaba, en la constante repetición de su acto, el fisgón puede dejar de alcanzar el goce y, buscando nuevas artimañas, convertirse en exhibicionista. A partir de ese momento no hay vuelta atrás: la regresión implicaría más pérdidas que ganancias.

Directo al asunto.


¿Qué es el exhibicionismo político?

Según el diccionario médico on-line de la Clínica Universidad de Navarra, en materia sexual, la definición del exhibicionismo es la siguiente:

“Trastorno de la inclinación sexual o parafilia que consiste en la tendencia persistente o recurrente a la exposición de los propios genitales a extraños (normalmente del sexo opuesto) o a la gente en lugares públicos, sin incitarlos o intentar un contacto más íntimo. Suele haber una excitación sexual durante el acto de la exposición y el acto suele terminar en una masturbación”.

Aquí la experiencia personal es imprescindible. Si has caminado alguna vez por la calle G, a la altura del monumento a José Miguel Gómez, o si te ha sorprendido la tarde noche en el parque de H y 21, hay grandes posibilidades de que te hayas topado con algunos de estos matadores de esquina. La sorpresa y la creatividad para exhibirse son características fundamentales de esta figura. Incluso pueden llegar a considerar que su filia no es una enfermedad, sino una presentación artística, tomando posturas inverosímiles para su puesta en escena.

Extrapolado el término al campo de lo gubernamental: un exhibicionista es aquella persona que insiste en mostrar su posicionamiento a cada momento. Quiere lucir su “cuerpo” político, esto es: sus conocimientos. Le sirve cualquier cosa, siempre que pueda meter la cuchareta ideológica. Su capacidad de propaganda no posee límites, ni supone una preparación profunda en el tema que discute: es, en primera instancia, propaganda a su ego, a la imagen que tiene de sí, a su figura suprema. Se embelesa en esta exaltación. Lo importante es que hablen de él, que lo noten; da igual si la atención que recibe es positiva o negativa.


¿Cómo se comporta un exhibicionista político?

La mejor manera de comprenderlo es en su hábitat natural.

Exploremos el ambiente… ¿Ven a ese hombre en la esquina, con la gabardina de panfletos y consignas sobre su fisonomía? Está esperando el momento en que los ciudadanos estén ensimismados en su diálogo para saltar, para espetar su glosa de opiniones. Debajo del sobretodo, está cubierto de banderitas: de un mismo color todas ellas.

A diferencia del enfermo anterior, este fanfarrón, sí tiene una posición política definida, y su fanatismo siempre es extremo. Ya sea de derecha o izquierda: expone sus apuntes, unos tras otros, a los pobres ciudadanos que sufren el papel de víctimas. Sin dejar tiempo a la asimilación de la avalancha.

Pueden atacar en manadas; incluso puede parecer que discuten entre ellos. Pero no se confundan, queridos compañeros: no hay discusión si no existe se reflexiona sobre el tema del cual se habla; si no se presentan criterios para desarmar, cuestionar, o comprender a la contraparte. Ellos, los nudistas de ideas, participan en el enfrentamiento intelectual solo para lograr visibilidad; sus altercados forman parte del espectáculo, y son capaces de decir lo que sea para atraer las miradas.

Un pervertido de verdad, de los que levantas por el cuello y no chillan, no se amedrenta ante ninguna situación. La elevación gradual de su autoestima es proporcional a la sorpresa que puede causar. Si el interlocutor calma la situación, expone con sangre fría las contradicciones en su discurso, cuestiona sus babosadas, lo ignora o incluso se adhiere a su posición, puede dejarlo desarmado.

En tal caso, el exhibicionista político escapará de la escena de su crimen y se sumirá, en privado, en una vergüenza extrema. No crean que cambiará: una vez pasado el susto, recuperará su ego y saldrá a la caza de una nueva víctima que soporte sus imbecilidades.


¿Qué consecuencias trae el exhibicionismo político?

Los daños que causa este homúnculo son más graves que los ocasionados por el voyeurista. Primero, cabe resaltar que sus acciones recaen directamente sobre una persona o grupo de ellas, a quienes perturba y deteriora en su integridad moral, social y política; por tanto, su maniobrar es enteramente visible, y malsano para el otro. Además, al mostrarse abiertamente, puede recibir daños físicos si su víctima tiene un arranque de violencia.

En segundo lugar, su desempeño público permite que pueda ser denunciado a las autoridades y acarrear un proceso penal, quizás por atentar a las buenas costumbres y principios de la Revolución; pero solo en caso de que se incline hacia las alas no permitidas del posicionamiento político. Y en su reverso: si es de extrema izquierda, puede obtener cargos como presidente de los CDR, la FEU o algún órgano de prensa de baja importancia, pero que lo haga sentir como el más capaz de su rama.

En este último caso, el pueblo toma la justicia por sus manos y lo condena al ostracismo, a la estigmatización del comecandela. Poco a poco, el exhibicionista tendrá que disfrutar de su parafilia en ambientes controlados: mítines y reuniones donde los oyentes, que no comparten su enfermedad, ya están preparados para hacer oídos sordos a su discurso. A la larga, esta condena social hace que el sujeto deje de disfrutar su performance y se martirice por no alcanzar, sino simular, el placer.

El exhibicionismo político impide un desarrollo cabal del individuo —sintomático de todas las parafilias—; reduce el mundo a su visión distorsionada de la realidad, sin un análisis crítico de sus juicios. Este rastrojo humano no puede relacionarse con otras personas: su pesadez social reduce sus posibilidades de participación ciudadana. Al exhibir una conducta esquemática, todo lo que se encuentre fuera de sus apostillas carece de valor.

Lo más pernicioso es que ni siquiera se le puede presentar como defensor de una postura política específica, consecuente a su posicionamiento. El desconocimiento es su principal clave, y sus observaciones son meramente superficiales. La imposibilidad de entablar un diálogo con él dificulta el desarrollo de la empatía o el respeto. Si se le sigue el juego en su evento de propaganda, uno se adentra en el círculo vicioso de ver quién grita más alto, quién la tiene más grande.

Es inadmisible que estas personas ganen escaños en el poder social: sus actitudes ególatras los acercan al comportamiento dictatorial y, una vez alcanzado el poder, son como el macao. En cualquier situación, son nocivos; su falta de competencia para ejercer cualquier labor es su distintivo principal.

Vistas estas características, ya podemos identificar a otra bestia del entramado social, una criatura digna de estudio y catalogación. El exhibicionista y el voyeurista son integrantes fundamentales de un tríptico letal: la última pieza de este eje del mal es el masoquista. Vamos a él.


III. El masoquista político

“En el amor, como en la política, solo uno debe tener el poder.
Uno debe ser el martillo; el otro el yunque.
Yo acepto encantado ser el yunque”.
Roman Polanski. La Venus de las pieles.


La joya de la corona siempre se deja para el final.

De todas las parafilias políticas, la más popular es el masoquismo. Esto no significa que haya sido estudiada a profundidad, sino que es más común su identificación. El estudio de la misma ha quedado relegado a menciones en periódicos y revistas, algunas críticas a los votantes de determinados partidos o a ciertas actitudes de mandatarios, pero eso lo veremos más adelante.


Un poco de historia

El término masoquista viene de la figura del escritor, periodista, profesor e historiador austríaco Leopold von Sacher-Masoch. Es utilizado por primera vez en el libro Psicopatía sexual, de Richard von Krafft-Ebing, allá por el año 1886. Las características del depravado primigenio provienen de las experiencias de Sacher-Masoch, narradas a través del personaje principal de su obra más conocida: La Venus de las pieles.

Severin —alter ego del autor en esta obra— se siente atraído por la viuda Wanda von Dunaview hasta el punto de entregarse a ella en cuerpo y alma, firmando un contrato en el cual se declara su esclavo. La carta de compromiso estipulaba que la viuda podía ejercer sobre su propiedad cualquier tipo de violencia, incluso decidir sobre el término de su vida. Una historia de amor preciosa.

Lo que yace escondido tras la máscara del Amor es el doble carácter del masoquista, quien declara: “el dolor posee para mí un encanto raro, y que nada enciende más mi pasión que la tiranía, la crueldad y, sobre todo, la infidelidad de una mujer hermosa”. Aparenta ser víctima mientras actúa como victimario. Con la finalidad de alcanzar el dolor, como máxima del ultrasensualismo, moldea al castigador a su voluntad. Dictamina en cada momento lo que debe hacerse, siempre desde las sombras. Si no encuentra a su presa bien conformada, se encarga de conducirla por el camino del pecado. Es un corruptor en toda regla.

Para el autor de La Venus de las pieles, hay una retroalimentación en el acto de violencia. Su personaje se funda a partir de la respuesta que obtiene del otro, de Wanda en este caso. Sin este movimiento de ida y vuelta es imposible patentar el placer, mucho menos alcanzar la cura en el aumento gradual del mismo.

Desde el punto de vista de este libro, la actitud de Severin no posee las características de una parafilia. Es la puesta en escena de un fetiche; una fantasía que, una vez consumada en sus extremos más crueles, permite que el alter ego alcance la cura y, por tanto, pueda funcionar en sociedad. La experiencia vivida lo conduce por la senda de la vida austera, minimal way of life. De los excesos de pasiones solo quedan la experiencia y el recuerdo.

En la actualidad, el masoquismo ha tomado otras connotaciones. El cementerio de la RAE recoge dos acepciones: “1. m. Perversión sexual de quien goza con verse humillado o maltratado por otra persona. 2. m. Complacencia en sentirse humillado o maltratado”.

A su vez, el diccionario médico online de la Clínica Universidad de Navarra lo define como: “Trastorno psicosexual en el que un individuo obtiene satisfacción sexual cuando es humillado por otro”.

En ambos casos, deja de ser una conducta experimentada una vez y se convierte en la repetición constante de una actitud y un estilo de vida: se convierte en parafilia.


¿Qué es un masoquista político?

A diferencia de voyeurista y exhibicionista, el término masoquista sí ha sido utilizado en relación con la política. Ha sido mal llevado para referirse a los votantes de un partido en circunstancias específicas.

En el artículo “Sadomasoquismos políticos” de Jordi García-Soler para el periódico El Plural, las figuras del masoquismo y el sadomasoquismo son utilizadas con el propósito de definir las posiciones de los partidos políticos y la interrelación entre estos. A su vez, en el artículo “Masoquismo político” de Manuel Tirado para el medio digital Nueva Tribuna, se establece un símil entre los masoquistas y los votantes del Partido Popular en España.

Lo más cercano a una conceptualización es el artículo “Masoquismo político” de Enrique Santín, publicado por El Ideal Gallego. Allí leemos que “el masoquismo político consiste en no experimentar sufrimiento alguno ante cualquier daño o prejuicio que provenga de nuestros correligionarios, y en no aceptar ni reconocer los beneficios o ventajas que puedan ofrecernos los contrarios”. Acto seguido, se contrapone este concepto al victimismo (el que llora y se refugia en una posición de discriminación para obtener favores y ventajas).

Los tres artículos parten de la misma premisa: la existencia de una sociedad pluripartidista en la cual los miembros de un partido votan incesantemente por sus candidatos, incluso cuando sufran constantes decepciones. Una alianza entre caudillismo y negacionismo, una confianza extrema en que “el otro” es peor, incluso cuando los mayores desengaños vienen del mismo grupo político al cual pertenecen. En la enunciación de Enrique Santín, la negación del sufrimiento lo aparta de lo que debe ser un masoquista puro y duro; le sirve como estrategia para explicar su opinión sobre los votantes del Partido Popular, y nada más.

La premisa de múltiples partidos políticos me hace plantearme dos preguntas: ¿Existen masoquistas en sociedades con partidos únicos? ¿Hay masoquistas políticos en Cuba? Para los dos cuestionamientos, la misma respuesta: sí.


Vamos a lo que importa

En este drama insular llamado Cuba, hay al menos tres variantes de masoquistas.

Por un lado, tenemos al masoquista solitario o autoflagelador. Como su nombre lo indica, no necesita ayuda ajena para alcanzar el placer: le basta hacer zapping entre noticieros, Russia Today y Telesur. Vigila la prensa plana y los medios digitales. Su cilicio es la información, toda la que pueda acumular y rumiar. No necesita un carácter crítico para realizar depuraciones: necesita saber que el mundo está mal, que su país está mal, y que no puede hacer nada por cambiarlo.

Su estrategia favorita es encontrar opiniones pesimistas, manifestaciones frustradas, incumplimientos laborales, desvíos de recursos. Su rutina es definida por los espacios informativos; en el entretiempo entre uno y otro, vaga por las colas de los mercados, se expone al calor de las dos de la tarde. Es la viejita quejumbrosa o el adolecente frustrado porque no tiene planes de futuro. Es el hombre y la mujer maduros que se obligan a pensar que la situación cambiará con un extra de sacrificio.

En el otro extremo se encuentra el masoquista servil o “dame duro, que tú puedes”. Su actitud es afín a Severin, el personaje de Sacher-Masoch: necesita del “otro” para patentarse en su condición. Este estereotipo es el primero en dar el paso al frente, el primero en poner su cuello en la picota por cualquier motivo. No le interesa alcanzar méritos si no vienen con un castigo subyacente. Necesita sentirse el chivo expiatorio cada vez que algo sale mal.

Adora el látigo y el maltrato, y la violación de sus derechos. Su eslogan es: “la culpa es nuestra”. Se sacrifica para exigir el altar de Judas; cede su voz y su voto a cambio del reconocimiento del sacrificio. Su entrega es tan devota que no permite palabra en contra de sus dioses. Si alguien osa criticar o discordar con su posicionamiento, se entrega a una lucha encarnizada en defensa de su amo. Tampoco es crítico, no necesita serlo. Es el que con ímpetu agita banderitas, el que defiende a las autoridades cuando lo someten física y verbalmente, el que sonríe placentero cuando le llaman imbécil, cordero y aguantón por no rebelarse.

El punto superior del triángulo conformado por las tres variantes lo ocupa el masoquista peso completo. No está a mitad de camino entre uno y otro, es la suma de ambos. Es el masoquista supremo.

A este espécimen no le basta con sufrir en privado: quiere ser carne de cañón pública. Es un todoterreno. Puede ser miembro del Partido por oportunismo, y albergar en su interior un cambio de régimen. Le interesa mantenerse vivo en la tortura física y mental que supone asumir dos posturas encontradas. Es también el héroe del trabajo que llega a su casa y se martiriza por no dar el extra, por cargar el peso del país a sus espaldas. Su polivalencia lo mantiene en un éxtasis perpetuo. No hay situación en la cual no encuentre algún elemento para flagelarse o para ser flagelado. Su conducta es impecable; es el más destacado de todos los parafílicos, no necesita esconderse: cuando más, se enmascara en el papel de víctima.


¿Qué males trae el masoquismo político?

El primer pesar que conlleva ser un masoquista político es el acto de ceder sus derechos al torturador. Este acto se impone como negativo por las razones que lo mueven: el enfermo no opta por ceder sus derechos a un sujeto cualificado para hacer el mayor bien posible, sino que los entrega al que puede provocarle el mayor dolor.

Esta entrega de voluntades, faculta al receptor de la misma para convertirse en un sádico. La disposición del carácter y la vida —porque, lo quiera o no, la vida del otro está en sus manos— lo instruye con potestades que lo sobrepasan como figura política. La fe ciega en sus sentencias posibilita el desarrollo de una autoestima inflada; el “amo” goza de todos los privilegios para actuar.

Como consecuencia colateral, destaca la perturbación moral y de la calidad de vida de los conciudadanos. La creación por parte del masoquista de su sádico-tirano personal, influye directamente en la situación de todos los que comparten su espacio socio-político. Hace que ese individuo sádico se considere facultado para disponer de los derechos del resto, con o sin consentimiento. Deja de ser entonces un representante de la cosa pública para convertirse en un autócrata, que exige a todos igual cuota de sacrificio que la que está dispuesta a entregar el depravado.

Asimismo, la disponibilidad del masoquista a las situaciones extremas que potencien su sufrimiento-placer, permite normalizar las situaciones de crisis. Crea la falsa expectativa de que las cosas no están tan mal, porque no hay quejas, porque la prole sigue siendo feliz y continúa entregándose al descontrol y el maltrato. Embota el sentido cívico y acusa el aguante como método de vida, como conducta propia de todos los ciudadanos.

A diferencia del Severin de Sacher-Masoch, para este “compañero” no hay un restablecimiento de la salud. Su comportamiento exige siempre un aumento en el vilipendio que se le pueda ocasionar. Algo bien recibido por políticos y presidentes, que obtienen total entrega a cambio de nada.

Un masoquista querrá que su descendencia siga sus pasos, que actúe como él. La buenaventura de no esconderse para satisfacer sus deseos, además del reconocimiento continuo por parte de su superior, lo validan en su conducta. Se desarrolla una retroalimentación entre amo y esclavo, una legalización mutua de conductas e improperios, convirtiendo el espacio común en un circo macabro. Gobiernos sádicos engendran ciudadanos masoquistas; ciudadanos masoquistas crean gobiernos sádicos.

De los tres casos presentados, considero al masoquista político como el peor de todos. La naturalidad de su paso engendra una violencia sin igual. Su constante disfrute, y la facultad inherente para desatar otras parafilias, impiden un correcto funcionamiento del espacio político. Hasta ahora, ni el voyeurista ni el exhibicionista habían propiciado tantos daños a sus correligionarios.

Mantengo la esperanza de que puedan ser tratados como enfermos, de que arrojar luz sobre sus situaciones invite a las entidades competentes a tomar cartas en el asunto. Merecen ayuda, una seria ayuda.




La Habana necesita un hombre libre - Daniel Álvarez Mateo

La Habana necesita un hombre libre

Daniel Álvarez Mateo

Esta ciudad dice ansiar cambios, pero nunca los espera. Se asusta ante cualquier hecho violento que le remueva su zona de confort. Está preparada para actos rutinarios que definen el actuar diario de sus gentes: la voz alzada y la crítica banal y estéril. La libertad a medias es el panegírico que espera esta ciudad. Ni siquiera la esperanza.