Little Rose

¿Y esto qué es?

—Lo de Rosita Fornés.

—¿Va a cantar? ¿Viene pa’cá?

—No. Las cenizas.

—¿¡Se murió!?

—Sí.

—Tenía que haber traído una flor. No sé, una amapola.

—No se preocupe, allí hay.

—¿Las regalan?

—Las venden.

—¿Cuánto valen, un peso?

—Cinco.

—Esta gente se la come… ¿Y qué tipo de flores son?

—Rosas. Príncipes negros.

—¿Qué edad tenía?

—Nonagenaria. Noventa y siete. Casi un siglo.

—Yo voy a entrar, porque la voy a ver. Voy a hacer la cola. La gente fina dice “fila”. Pero yo soy de Centro Habana, mi amor. Vivo allí en Industria y Ánimas. Cerquita. Y digo cola. Aquí en este país se hace cola para todo, ¿tú sabes? Y se hacen memes para todo. Por todo. Este país es un meme. Lo nunca visto. Que si el limón. Que si el guarapo. Que si Etecsa. Que si el coronel. Que si la rapera. Que si el colonavirus. Mira, colas hasta pa’ ver un muerto. ¿No te digo? Yo voy a hacer la cola y voy a entrar. Ella se lo merece. Pero que me disculpe, porque no voy a poder ponerle su príncipe negro. A ella le hubiera encantado que yo le dedicara su príncipe. Pero un príncipe es lo que yo necesito. Lo que merezco. Por toda una vida luchando. Milicianamente. Ella fue miliciana. De eso ya nadie se acuerda. ¿Tú eres el último en la cola?

—No, ya di el último, creo que es la señora de la pucha de azucenas.

—Oká. Gracias, mijito, me voy a quedar. Tengo que hacer mil cosas, pero me voy a quedar. Una no para. Pero bueno. Lo que importa es cumplir. Me lo enseñó mi madre que me llevaba en guinda a todos los velorios allá en Santiago de Cuba. Yo vine pa’cá después y he pasado el trabajo que tú no te imaginas. Titánico. Pero me quedé con eso. Eso es lo que vale. Cumplir ¿No es verdad?

A la entrada del Teatro Martí una mujer, visiblemente afectada, cariacontecida, pelada bajito (en Holguín a eso se le dice “al machito”, no sé aquí), ya entrada en años, con vestido floreado largo hasta media pierna y cadena de oro, perra cadena de oro con una imagen de Santa Bárbara bendita, con las manos entrelazadas a la altura de su regazo me dijo, con una voz casi inaudible, como si le diera pena estar allí y hablar: “Gracias por haber venido”.

Me lo dijo a mí y se lo decía a todos. Uno por uno. Robóticamente. Pero gracias a las medidas de seguridad, a los dos metros de distancia obligatorios para los de la cola, la señora podía respirar entre parlamento y parlamento. De lo contrario, a la altura de la media noche nos hubiéramos enterado de otro velorio, sin tanta pompa, sin tanta alharaca, más humilde, tal vez en Calzada y K. La causa: asfixia por exceso de regurgitación.

Calzada y K. La funeraria del proletariado cubano. Donde una vez, por error, recién llegado a esta ciudad, con medio peso, una mano delante y otra detrás, mientras caminaba por esos lares, con hambre, debo decir, llegué a su lúgubre merendero. Una energía más pesada que había allí… Pero imagínate, yo no sabía que aquello era aquello. Sí veía a la gente entrar con pañuelos húmedos y rostros de muerte, y me decía: “¿dónde estoy?”. Pero tenía hambre. Y tener hambre, lo que se dice tener hambre, solo lo sabe quien la ha padecido. 

Vi en la tablilla potaje de frijoles negros a cinco pesos cubanos, arroz a cinco igual, boniato hervido a tres, y aporreado de tenca a diez. Era una ganga. Me pedí todo aquello. Batía un aire invernal. Claro, eso está cerca del mar, o del mal, da lo mismo. Pero qué va. No pude. Apenas lo probé. No sabía por qué, pero se me quitó el hambre y me fui, con malestar en el estómago.

Un día después volví a pasar; esa semana cursaba un posgrado en el Instituto de Filosofía, que queda una cuadra más allá. Lo leí en el lumínico: Calzada y K, con todas las letras. Me ericé. Quedé de una pieza. Entendí de inmediato mi sopor. “Nunca más”, me dije. Hasta el sol de hoy.

No sabía que aquel edificio amarillo, en aquella esquina, cerca de la embajada del “enemigo”, era una funeraria. De haberlo sabido, de más está decirlo, no me acerco. Me lo quitaron de itá. Ni funerarias ni cementerios.

Para venir al Martí, pedí permiso. Que conste. Esto es una excepción. Además, quién dice que un teatro es una funeraria. Yo vine a ver una representación teatral. Un espectáculo de variedades. Quien diga lo contrario no vino. Se lo perdió.

Personaje protagónico: una ve-de-tte. La Rosa de Cuba. De Cuba y América. De Cuba y para el mundo. De todos y para el bien de todos.

—Esto es lo de Rosita, ¿no?

—Sí.

—Era para que hubiera bastante personal aquí.

Mucha gente no ha venido por el tema de la COVID-19. La gente no sale. La gente se cuida.

—Ay hijo, eso solo es por la televisión. ¿Tú todavía crees lo que dicen en la televisión? Ve por donde yo vivo para que tú veas… ¿Quién se acuerda del coronavirus ese? Ojos que te vieron ir… Ya la gente anda como si nada. De arriba para abajo. Pero yo no los critico. Qué se va a hacer, si pa’ conseguir dos muslitos de pollo hay que meterse en un tumulto. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que te metes con esperanzas de nada… ¡Ay ya! No hablemos de cosas tristes. ¿Esto lo van a televisar? Para ver si se alegra un poco la televisión cubana.

—No sé.

—Ay viejo, yo quiero que me pongan por la televisión.

—Vi cámaras, pero de la prensa extranjera.

—¿Cuándo la trajeron, hoy?

—El domingo.

—Rosita Fornés era Rosita Fornés, pa’ que sepas. Actriz, bailarina y cantante. De esa raza ya no quedan. Era la que mejor vestía en Cuba. Mira sus fotos para que tú veas. Son fotos de artista. Ni Josephine Baker le hacía nada. Sin par. Muy bonita y muy alegre. ¡Una sencillez! Dicen que Ismael de la Caridad colecciona sus vestidos. Ella se los regalaba. En cualquier otro país hubieran sido objetos de subastas. Miles y miles. Ahora lo que hace falta es que los done. Y que hagan un museo. ¿La Alonso no tiene uno en Línea y G? Rosita también se lo merece. Que sus hijos no sean vanidosos y conviertan su casa de frente al zoológico en un museo. Pero seguro no lo hacen. La gente quiere casas y más casas. ¿Quién se habrá quedado con sus joyas? ¿Quién con sus perlas y sus diamantes? 

—Y no eran pocas las perlas de su boca. Sufre, teatro cubano. La Rosalía Palet recibía perlas como tú y yo recibimos golpes. A diario. Mario, el Cantinflas, se la llevó pa’ México y allí la llenó de gemas. Le ofreció el oro y el moro. Fue su primer amor. Un romance extramarital por parte de Moreno. A mí no me creas. Eso dicen. 

—Pues no creas todo lo que dicen. En este país lo que más abunda es eso, el chisme. Lástima que no se come. Lástima que no se exporta. Muy bien que nos vendría en este tiempo de escaseces. Lo que sí es verdad, una verdad como un rayo, es que en México se convirtió en una verdadera sex symbol y estrella del séptimo arte. De la gran pantalla. A la altura, para ser justa, de María Félix y Jorge Negrete. No me olvides nunca. Qué película tan linda. Al lado de uno de primera, Luis Aguilar. Qué pasión. 

—Ahí también tuvo que pasar algo. Con Aguilar no había quien se resistiera.

—Niño, no. Oye, quien caiga en tu boca… Con quien sí se casó fue con otro mexicano, Manuel Medel, con el que tuvo una hija.

—Rosa María Medel Palet.

—Pero eso no duró mucho. Qué va. De regreso en La Habana, haciendo La casta Susana, conoce a quien sí fue el amor de su vida. Una envidia. Yo le tenía una envidia… No por ella. Aunque ella era preciosa, de infarto. Por él. Un hombre bello. Qué pareja. Una pareja ideal. La pareja más glamurosa que recuerde este país. Rosita y Bianchi.

—Armando Bianchi. Ese la dejó viuda. La viuda alegre le quedaba tan bien a mi Rosita…

—Es verdad. Un crimen. Pero en vida, a su lado, ella parecía una primera dama. Solo había que verlos en Mi esposo favorito. Se convirtieron en Miss y Mister Televisión. Imagínate. Amor, pasión y ternura. Claro, de eso tú no te acuerdas. Tú no te puedes acordar. Tú eres muy joven. Tú no viviste ni el antes ni el durante. ¿Qué edad tú tienes? Qué pena, solo te ha tocado el después. Te compadezco. Cuando en este país la gesta revolucionaria no admitía una primera dama, como no admitía muchas cosas, ella, Rosita, existía. Y yo la consideraba como tal. Porque en un país hace falta una primera dama. La cosa se ha flexibilizado. Pero hace falta que sigan aflojando. Para ver si esto avanza. Porque yo siento que vamos para atrás. Yo haría un museo y un teatro con su nombre. La gente es candela. Fuego vivo. Ya están pidiendo que le pongan al Karl Marx, nuestro coloso de Miramar, Teatro Rosita. Yo no sé qué decir. Ese teatro ha sido de todo. Tanto hembra como macho. Tanto actor como filósofo. Blanquita, Chaplin, Marx, y ahora Rosita. A la gente se le olvida que ese teatro fue cuna de nuestro glorioso Partido Comunista. Los aires de su primer congreso todavía se respiran entre las cinco mil butacas. Pero es así, el tiempo pasa. Y lo que un día fue no será. 

—Mira a Rosita, el ejemplo vivo.

Seguramente, la señora pelada bajito (al machito) era de la familia Fornés. Hija, sobrina o nieta de la difunta. Amiga de toda la vida, tal vez. Tal vez la perra cadena de oro fue un pequeño obsequio de Rosita. Un detalle. Por los servicios y fidelidad demostrados. ¿Habrá sido la señora del servicio? Tenía que ser alguien muy allegada. Porque “gracias por haber venido” uno lo puede repetir diez o quince veces. Más que eso, solo por compromisos mayores. De sangre. O testamento.

Al escucharla, solo pude asentir. Bajé la cabeza en acto de desconcierto y deseé, para mis adentros, que la relevaran pronto.

Aquello parecía, por un momento —unos segundos— una recepción. Yo no he estado en ninguna, que ahora recuerde, pero me han dicho que es así mismo: alguien, quizás una señora, ya entrada en años, pelada bajito, al machito, con vestido floreado y perra cadena de oro, te da la bienvenida. Y uno entra, como Pedro por su casa.

Todo fue muy rápido. Seguí a las que me precedían —una madre con su hija— de manera autómata. Caminaban y yo las seguía. Eran mis guías. ¡Ay! Me sentí en una Experiencia Airbnb. Una Experiencia necrológica, claro está. Apunten muchachos. Pronto los quiero ver, cuando abra la muralla, dando recorridos, ofreciendo ese servicio a grupos de forasteros por el Cementerio de Colón.

Imagino varios recorridos. Varias rutas. O “derivas”, para estar alante, con mis amiguitos de las artes vivas. Los visitantes seleccionarán de forma digital, dentro del amplio catálogo de figuras yacentes en dicho camposanto, aquellas que mejor se adapten a los intereses de su viaje. Una Experiencia Airbnb es una actividad de carácter cultural que trasciende los patrones convencionales de un simple tour o recorrido turístico. Recorridos para escoger, a la carta, desde lo más íntimo a lo más grandilocuente.

Vayamos a las antípodas: Colón’s Cemetery: Show, Live, and More, “una experiencia inolvidable”. Usted podrá observar los lujosos mármoles (de Carrara) de los panteones donde reposan aquellos que más valen y brillan, porque de ellos tenemos que hablar en presente, en la cultura cubana toda. Desde el escritor de Paradiso, pasando por la tumba del dominó, la de la primera cubana divorciada, la del arquitecto, la de los bomberos heroicos, la de la fidelidad, la del amor de Margarita y Modesto, la de la milagrosa, hasta llegar al sepulcro de la Rosa de Cuba. La gran Rosa Fornés. Vedette de Cuba, México y América. Llegada, del norte revuelto y brutal, no hace mucho.

Todavía quedan par de coronas marchitas (en formas de corazón) y varias decenas de príncipes negros, regados por aquí y por allá, como símbolo y metáfora del llanto que todo un pueblo le dedicó. Un llanto marchito, como las coronas, pero llanto al fin.

Es una pena que Julián, tan habanero, no repose en la ciudad que lo vio nacer. Hubiera sido el nimbo de la Experiencia, por aquello del apostolado.

Ni funerarias ni cementerios. Me lo quitaron de itá. Por eso regalo la idea de la Experiencia. No crean que soy tan bueno.

Mis cicerones —la madre con la hija— entraron por una puerta lateral del Teatro Martí. Y yo atrás. Antes de entrar escuché su voz. La voz de la difunta. Inconfundible. Una voz aterciopelada. No pude evitar llamarme a serenidad. Porque uno también hala. Uno tiene lo de uno. A uno se le pegan los de allá, los de otras tierras. Uno escucha y ve.

Pero no. No era momento para tan grata aparición. Resulta que, sobre el ciclorama del teatro, allá en fondo, logro ver por entre los barrotes centenarios y los brazos —justa sea la analogía—, que parecían barrotes igual, de aquellos mulatos fortachones que “aseguraban” el sitio, un close up del rostro de Rosita que era para matar al fotógrafo del documental. Respiré aliviado.

¿Qué fue lo que escuché? ¿Qué fue lo que mis oídos captaron? ¿Qué me hizo clavarme debajo del dintel? Una sentencia clara como un testamento: “Las estrellas ya no existen”, decía Rosita en el documental, sobre el ciclorama.

—Rosa no se irá jamás.

—Pues ya se fue.

—No, ella se fue, pero la trajeron. Fue su último pedido. El del lecho terminal.

—Dicen que murió en Nueva York.

—En Nueva York nació. Murió en Miami.

—¿En Mayami? Ahí yo tengo al hijo mío. Hace diez años se fue y no ha podido venir. Él hizo una promesa antes de irse que espero que no cumpla. Yo tengo que volverlo a ver, antes de morirme. Seguro no se enteró. El pobre. Trabaja tanto. Pero gracias a eso me recarga todos los meses y me manda un dinerito, para la comidita, como él me dice. Yo no le pido más. Allá la cosa es dura.

—Como aquí. Como en todos los lados. Aunque yo sobre eso no puedo emitir criterios. Ya me hubiera gustado a mí conocer los países. Uno por lo menos. No tuve esa gracia del cielo. Lo único que he conocido es miserias sobre la tierra. Lo único que conozco es esto. Y malo sí está. Doy fe.

—Esta cola no camina. Mírala a ella, tanto que permutó en Se permuta para venir a parar a su primera morada teatral, el Teatro Martí. Eso fue cuando le permitieron hacer dos o tres películas. Es que la imagen de ella no era la que quería la Revolución de una artista… Hablando de eso, ¿tú recuerdas las tetas de Se permuta?

—Perfectamente. Si las censuraron. Aunque después las pusieron. Porque se formó una. Como el beso maricón de la película que hace unos días pusieron en Pensando en 3D. ¿No te enteraste?

—Claro que me enteré, si el edificio del ICRT por poco coge candela… Que no jueguen con fuego que se forma la Besada. Que se queman. Mi hijo me llamó de Mayami y me lo contó todo. Que quitaran el beso es una mariconá. Parece mentira. Oscuridad y misterio. Sesenta años de Revolución pa’ esto, pa’ que vengan y nos quiten un beso entre dos hombres, que no es nada. Loca estoy por que se acabe de aprobar lo del matrimonio… “La dignidad no se plebiscita”. 

—¿Y qué vamos a ver, el cuerpo o las cenizas?

—No se sabe. Aquí no se sabe nada. Lo esconden todo. Hasta última hora. Ya veremos. No te caigas para atrás si ves el cuerpo.

—Seguro son las cenizas. Porque con esta pandemia quién va a traer un cuerpo, en toda su magnitud, de allá hasta acá. Si a mí me han dicho que traer una bobería cuesta sudor y sangre, dime tú un cuerpo… Ven acá, ¿los hijos de la vedette viven aquí o viven afuera?

—No, yo no sé. Yo sé del mío y malamente. Pero seguro viven afuera. Todos se van. Ahora cuando salga llamo a Mayami para preguntarle a mi hijo si supo. Na, él no supo. Me hubiera hecho una videollamada enseguida, porque él sabe lo que yo adoro a Rosita. Él creció escuchando su Cecilia Valdés. Yo la ponía día y noche. Si murió en Mayami y no me llamó fue porque no se enteró. A una madre no se le hace ese desaire. A una madre no se le esconde esa bola. Él tenía que haberme dado esa primicia. No enterarme como me enteré. En la calle. Por boca de la gente. Teniendo yo un hijo en Mayami. Yo vine por él. Porque mi Rosita lo defendía. A él y a los que son como él. Mi hijo es, tú sabes, gay, como se dice ahora.

—Tan pajarera como era. Siempre traía a dos o tres en la carroza. La Fornés obsesionaba, por razones misteriosas, a los pájaros cubanos. Tu hijo es pájaro.

—Pájaro y bien.

—Oye, conmigo no la cojas. Cógelo con la rapera. Vele pa’rriba. 

Tendría como seis o siete años. Pero lo recuerdo como si fuera hoy. Mi abuela, Teresa, me llevaba de la mano por toda la calle Maceo, en Holguín. Aunque era sábado, no íbamos a escuchar a la banda provincial de conciertos en el parque Calixto García. Me llevaba todos los sábados. A mí me encantaba. 

Pero este sábado era especial. Lo supe enseguida, porque mi abuela se puso la falda que le trajo de regalo mi abuelo Edgar cuando vino de Angola. Y porque mi mamá me puso los zapatos de charol negro. Esto lo recuerdo, especialmente, gracias a que me quedaban un poco atrincados. No me servían, digámoslo así.

“Te llevo al concierto de la vedette, algo que me agradecerás, algo que no olvidarás nunca en tu vida, esa mujer ha hecho historia, es una leyenda viva”, me decía mi abuela calle Maceo arriba.

De no ser porque el Teatro Eddy Suñol (antiguo Infante) estaba cerrado por reparación —reparación que duró más de diez años— la leyenda viva no se hubiera tenido que encaramar en una tarima improvisada frente a La Periquera, la Casa Consistorial de la ciudad. 

Todo lo recuerdo. Cuando llegamos no había espacio en la explanada, como era de suponer. Pero Teresa, dura como es, me dijo: “Cuélate y siéntate en aquella silla blanca, yo voy atrás”. Así fue. Dicho, y hecho. Cuando salió la leyenda, coronada de plumas, Teresa y yo parecíamos invitados especiales en la primera fila.

No se equivocó: todavía lo recuerdo.

En todo esto pensé mientras caminaba y veía a Rosita en el ciclorama. No atinaba a más nada. Cuando, de pronto, me veo frente a la capilla ardiente. Estaba muerta. De eso no cabían dudas. 

Uno se impresiona. Uno no está acostumbrado a esas cosas. Yo iba preparado para un ánfora. Iba preparado para las cenizas. Pero no. Ahí estaba el cuerpo. El body.

Escuchaba que, detrás de mí, uno de la “seguridad” decía: “adelante, adelante”. Era confuso. Era un diálogo telescópico. Porque en frente tenía a Rosita, yacente, y detrás tenía al Primero de Mayo: “Adelante, cubanos, que Cuba premiará vuestro heroísmo, pues somos, soldados, que vamos a la Patria liberaaaaaar”.

Entre las manos, le habían colocado un rosario de cristales azules. 




Circunloquio sobre la hija del carpintero - Ana Lourdes

Circunloquio sobre la hija del carpintero

Ana Lourdes

Alguien podría decir: he aquí una más de los que quieren hacerse un nombre a costa de nombrar a los que ya se han ganado el suyo. Pero se equivocan. Nosotros no queremos un nombre: los queremos todos y al mismo tiempo. Queremos ver arder el Kempinskicomo vimos arder Notre Dame. Somos las hijas putas que parió la mujer del carpintero.