La única vez que vi actuar a Luis Carbonell en un teatro, ya estaba cerca de sus últimos días.
Costó mucho hacerle llegar al centro del escenario del Amadeo Roldán para que dijera, sentado, una de sus célebres estampas. Dijera, insisto, y no declamara, porque a pesar del tiempo y los achaques implacables, mantenía en su garganta el timbre y la vitalidad que lo hicieron único.
Su voz y su presencia eran habituales en la televisión de mi infancia. Ya fuera en Álbum de Cuba, en Juntos a las 9 o en otros espacios estelares (cuando los había), él no era un extraño.
Lo que sí resultaba extraño era descubrirlo, a veces con su camisa guarachera, adoptando aquellas poses para encarnar a los personajes femeninos de sus estrofas, en una especie de reto a la virilidad rampante que por aquella época solía desdeñar cualquier idea de amaneramiento, cualquier síntoma de debilidad.
Como Bola de Nieve, que murió en 1971 tras un viaje a México que hasta los santos le recomendaron que no emprendiera, el maestro nacido en Santiago de Cuba era un carácter que venía de otro tiempo y que se las ingenió para no tener que disimular su arte, ni siquiera bajo el machismo imperante en aquella larga temporada. Elegancia y desafío eran ahí sus dos grandes divisas.
Tenía el amparo de Esther Borja, y ya en 1949 se había ganado ese título tan colorido, el de “acuarelista de la poesía antillana”. Decía como nadie “La Rumba”, el poema de Tallet, pero también apelaba a Guillén, a Ballagas, cuando no se transformaba en esas vecinas de solar a las que dio vida como nadie: recordemos “Espabílate, Mariana”, “Los 15 de Florita” o “Igual que el Niño Valdés”, como sonados ejemplos.
Ahora que una serie de dibujos animados recupera su voz, una nueva generación tendrá noticias de su arte, aunque la idea, que me parece afortunada, no les muestre el arte de su performance, la caracterización en la que Luis Carbonell empleaba todo su cuerpo, sus manos, su rostro de mulato achinado, que le hicieron ganar aplausos en España, República Dominicana, México, Venezuela, Colombia y hasta en el Carnegie Hall.
Sobrepasó a las enfáticas declamadoras de su era y perduró cuando ya muchas de ellas eran pasto del olvido. Fue un pionero del stand up, a su modo, y tuvo siempre el don de la elegancia, así como un agudo sentido del humor, que demostró al grabar varios discos pata el sello Kubaney que ratificaron su éxito, joyas de su estilo que aún hoy nos arrancan sonrisas y carcajadas.
A su manera, fue único. No habrá alumno que pueda superarlo porque él forjó un acento irrepetible, por avezados que sean sus discípulos. Tuvo además dominio musical (de ahí que su decir, en el sentido rítmico, bordee a veces la precisión del canto), y a él se debe una buena parte del memorable disco en el que Esther Borja canta a dos, tres y cuatro voces, un prodigio técnico para la época, que registró la prestigiosa firma Montilla.
Él también fue un gusto adquirido, se le admiraba o no, y eso era parte de su carácter. Para algunas personas, era el declamador de páginas de esos autores y otros como Nazoa o Palés Matos, un artista concentrado en pulir su propia entrega, un solitario que salía a escena a confirmarse como en una lidia. Para otros, era el mulato amanerado que insistía en decir “poesías”, ya fuera aquella de la Negra Fuló o Sensemayá.
Exigente hasta el detalle, su rigor fue una de sus armas. Y quienes le pidieron clases o consejo, saben de sus muchas exigencias.
Entrevistado para El Caimán Barbudo a fines de los 80, acudió a la redacción de la revista exigiendo una disculpa. No era cierto, protestó, que terminara aquel diálogo afirmando que no pensaba retirarse nunca, que él, como Alicia Alonso, acabaría su carrera cuando cayera pulverizado en el escenario.
Hubo que dejarle oír la grabación de aquel encuentro para que retirara su queja. Y, en cierto modo, así sucedió. No acabó como polvo enamorado (o declamado, en su caso) sobre las tablas, pero siguió trabajando hasta el final.
Grabó un disco con Ulises Hernández, que es uno de sus empeños más depurados. Y ya para esa fecha estaba muy mayor. Pero conservaba el genio y el encanto singularísimo de los verdaderos maestros.
Murió a los 90 años, en el 2014. Si las fuerzas le hubiesen acompañado, aún estaría regalando estrofas de aquel costumbrismo que él salvó de ser una moda superada.
Llegó a convertirse en una estampa él mismo, y recuerdo a Osvaldo Doimeadiós en una excelente imitación de su perfil, a fines de los 80, cuando formaba parte del grupo Sala-Manca, que era todo un tributo a lo que Luis Carbonell nos dejó como retrato y espejo de lo que somos.
En aquella tarde del Amadeo, tras haber culminado su presentación, costó no menos conducirlo fuera de escena. Cuando estaba a punto de desaparecer de la vista del público, se volvió a nosotros, sus espectadores, y nos rogó: “Háganme un favor, no envejezcan nunca”.
Y se fue entre las risas y aplausos de ese último gran gesto.
Basta eso para que lo recuerde hoy con respeto y afecto. Como quien sabe que se inclina ante quien fue, quizás, el último de su clase, de una especie mitológica en la que toda una Cuba, sutil y al mismo tiempo recia en su identidad, se nos revelaba.
Felicidades en sus cien años, maestro Luis Carbonell.
Sinead O’Connor: cantar contra el enemigo
Alguna vez se habló de una visita a Cuba, pero eso nunca se concretó, aunque su hermano, de profesión novelista, sí llegó hasta acá.