El coloquio ¿60 años de qué? Itinerarios de la Revolución Cubana, que tuvo lugar del 23 al 26 de octubre en la Ciudad de México, logró reunir a figuras trascendentales del pensamiento cubano con renovadoras propuestas de investigadores jóvenes.
El coloquio se articuló en torno a seis ejes temáticos: 1) Imaginarios de la Revolución desde América Latina; 2) Relación arte-literatura-poder; 3) Dinámicas de género; 4) Migración y la diáspora; 5) Modelo político socialista y medios de comunicación; y 6) Esfera pública y ciudadanía.
Hypermedia Magazine presenta aquí la conversación y las reflexiones de tres de sus organizadores, quienes a partir de la pregunta central que propuso el coloquio: “¿60 años de qué?”, intentan dirimir sobre el acto de pensar la Revolución Cubana, las posibilidades, limitaciones y costos de acercamos a tan complejo proceso, ya sea como investigadores o como partícipes de esa realidad.
Osmany Suárez Rivero:
Salvo puntuales excepciones, no son abundantes los espacios para la discusión acerca de las contradicciones intrínsecas al proceso revolucionario cubano.
Ante la necesidad de contrarrestar los discursos y narraciones oficialistas en torno a semejante hito político, se hace difícil potenciar algunos alegatos académicos e intelectuales que indiquen que, ahí donde la lógica estatal ha favorecido una “relatoría ejemplar” dentro del arco temporal 1959-2019, otros científicos sociales, historiadores, artistas, etcétera, pueden revelar un referente problemático; referente que incluso podría ser conjeturado más como un túnel de recorrido inverso 2019-1959, o un rizoma, que como un hecho bisagra en la historia de Cuba.
Desde ese presupuesto, el coloquio internacional ¿60 años de qué? Itinerarios de la Revolución Cubana, intentó desorganizar ese imaginario persistente de la Revolución como “un pasado que no quiere pasar”.
Tanto en el foro académico de la Universidad Iberoamericana como en los intercambios acaecidos en los espacios de la Universidad Autónoma Metropolitana, se patentizó la inexistencia de un itinerario lineal, coherente y único respecto a los diversos tópicos o puntos de entrada al tema.
Algunas ponencias de carácter más conceptual, como “El concepto de Revolución en la historia intelectual de Cuba”, a cargo de Rafael Rojas, facilitaron no solo precisiones sobre los abordajes analíticos de la noción, sino que abrieron otras perspectivas acerca de las funciones que ha cumplido esta elaboración en las diferentes etapas de la lucha revolucionaria cubana del siglo XX.
Otras, como la impartida por Abel Sierra Madero: “Nadie escuchaba. Campos de trabajo forzado y el hombre nuevo de la Revolución Cubana”, ayudaron a dilucidar las maneras en que el proyecto nacionalista planificó, manejó y justificó medidas coercitivas de corte político-social que limitaron o suprimieron derechos básicos de los individuos. Tanto fue así, que la sistematicidad de dichas políticas estatales obsesionadas con el control social durante los años sesenta llegaron a apuntalar las UMAP: un proyecto de “ingeniería social” que involucró a aparatos judiciales, militares, educacionales, médicos y psiquiátricos.
A través de la búsqueda incesante de nuevas herramientas analíticas que nos faciliten entender la presencia o desfase alcanzados por la Revolución Cubana, se movieron casi todas las intervenciones, haciendo palpable la heterogeneidad de sentidos que puede alcanzar el proceso socio-histórico en diferentes planos y niveles: lo político y lo cultural, lo simbólico y lo personal, lo histórico y lo social; pero sobre todo como un proceso intersubjetivo, anclado en experiencias y en marcas simbólicas que nos recuerdan la urgencia de hacernos de un lugar particular dentro de esas reflexiones generales sobre la Cuba de los últimos sesenta años.
Grethel Domenech Hernández[1]:
Después de una intensa jornada de cuatro días para repensar y deconstruir la Revolución Cubana, no solo como objeto de estudio, sino también como el lugar de enunciación de muchxs de lxs ponentes del coloquio, rondan mi cabeza una serie de frases y palabras que no puedo olvidar: totalitarismo, afectos, migrar, violencia de Estado, género, isla, discriminación, revolución, historia, censura…
Más que palabras, son complejos conceptos que una y otra vez se cargan de significados y experiencias. ¿Cómo abordarlos, entonces, desde una mirada investigativa que no puede obviar las emociones que genera ser parte del mismo proceso a estudiar? ¿Cómo asumir ser testigo y, en mi caso, historiadora, siendo estos dos términos que se deben desligar en el ejercicio de la práctica investigativa?
Estas y otras son algunas de las preguntas que me hacía al escuchar las intervenciones que, desde las mesas o desde el público, diseccionaron el interior de los más variados y escabrosos temas de un proceso que, desde sus primeros días, allá en 1959, fue y ha sido objeto de intensas pasiones.
La Revolución como acontecimiento, emoción, o la realidad en la que ha tenido lugar gran parte de nuestras vidas, impone un compromiso enorme al acercarse a ella. Tal como diría Michel Foucault, el papel del intelectual no es el de situarse “un poco en avance o un poco al margen” para decir la muda verdad de todos; es ante todo luchar contra las formas de poder allí donde este es a la vez el objeto y el instrumento: en el orden del “saber”, de la “verdad”, de la “conciencia”, del “discurso”[2].
Más que un compromiso político o crítico, se trata entonces de alcanzar un compromiso epistémico o poético que, en primer lugar, entienda que somos herencia de ese poder y que cualquier acto de rebelión está inscrito en su mismo orden.
Anaeli Ibarra Cáceres:
Salí de Cuba un 26 de julio. Retorné a la Isla el 2 diciembre para reencontrarme con la familia: mis primeras vacaciones. Tomé el avión de regreso a México el 8 de enero[3]. Nunca he reparado sobre ese itinerario, sobre las significaciones que se urden a las fechas, sobre los deseos, las frustraciones, los reclamos, que allí también se cifran.
He bromeado sobre la data, incluso he (re)construido estos “ires y venires” desde la sinflictiva idea del azar: coincidieron con los precios más económicos, las tarifas fuera del rango de temporadas altas, el acomodo de horarios. Una larga lista de pretextos que me permiten pensar en la accidentalidad de estos viajes.
He evitado reparar en el por qué, aunque he procurado de manera afanosa no olvidar las partidas. Incluso busqué registrarlas en mi cuerpo: coloqué un pulso tejido —de esos que una puede adquirir en cualquier mercado artesanal en México— en mi muñeca izquierda. Durante cuatro años, ese pulso me recordó que había partido.
La muñeca era una sinécdoque, no solo el trauma de mi memoria —escoger la migración, aun cuando no sabía que lo estaba haciendo—, sino un fragmento, una parte de mi dolorosa relación con Cuba.
En el año 2018 me quité la pulsera. Recibí la mano de Orula y, al entrar al cuarto donde me consagraría, decidí, por voluntad propia, abrir esos nudos y desatarlos de mi mano. Poco a poco, la sensación de pérdida que me acompañó desde que abordé el “tubo de aluminio” el 26 de julio, se fue desvaneciendo.
Las ideas de “la patria que queda atrás”, “la Cuba que duele”, “la Isla que imanta”, están ahora en una cajita de madera junto a mi pulsera. No es una metáfora. Es literal: el discurso de la nación comenzó a interpelarme en otros modos.
Cuando a inicios de este año me involucré en la organización de este coloquio, cuya razón de ser era pensar la experiencia del proceso revolucionario, asumí que se trataba de un espacio para suspender, en algún grado y forma, la eficacia del discurso de la nación como objeto del poder estatal. En lo particular, aposté por construir discusiones fuera del marco interpretativo que el estado revolucionario ha fijado, con sus categorías particulares, para vivir, encarnar y comprender eso que llamamos Revolución Cubana.
Hablar sobre Cuba pareciera tornarse siempre un ejercicio condenado al fatalismo, al reducido esquema binario: “a favor” o “en contra”. Creo que el coloquio mismo puede pensarse como una voluntad de confrontar el efecto generalizador de la Revolución. Esto que comparto ahora entre colegas no es una reseña del coloquio. Aspiro solo a esbozar algunas cuestiones que en lo personal me inquietan.
Quiero referirme a cómo operó la nación en las intervenciones. Comencé narrando mi vivencia como migrante, porque estando fuera de la Isla, acá en México, fue que experimenté por vez primera la materialización de esa idea hasta entonces muy abstracta: la nación.
Una gran parte de quienes concurrimos al coloquio vivimos fuera de Cuba[4]. En la mayoría de las voces, la nación fue un referente central. Ya sea desde el rechazo, movido por cómo el discurso estatal-revolucionario secuestra el significante nación y lo narra como único actor posible y legítimo; ya desde la afección y en una guerra de sentidos sobre el pasado, o al menos instalados en una dimensión temporal; y en el menor de los casos, como proyecto político.
Lo común a todas estas apelaciones es la presencia cotidiana, más o menos callada, de la nación en la vida de lxs cubanxs, y con ella del Estado, de su mundo de significados y sus códigos para interpretar y dar sentido a la experiencia, por paradójico que pareciese. Es decir: cómo el Estado revolucionario nos atraviesa, nos instituye, nos habla, nos ocupa.
Con esto no apunto a una imposibilidad de tipo ontológica, sino a cómo calan los discursos ideológicos, a cómo se desafían mutuamente, o no, las cadenas discursivas. No basta con analizar los lenguajes que hacen la experiencia y crean el mundo dentro del contexto de la Revolución, también debemos pensar los lenguajes con los cuales estamos construyendo el disenso, y los prejuicios que encierran.
Aun cuando mucho del pensamiento crítico, confrontativo y oposicional, se sostiene en señalar y combatir prejuicios, no está exento de (re)producir otros. Las ideas nunca flotan en el aire. La gravedad que las atrae, diría Dipesh Chakrabarty, es el peso de lo local; yo precisaría: de las tramas ideológicas donde circulan y se articulan a sentidos precisos.
Mi punto es que no basta con deshilar los sentidos en torno a la nación[5], cuestionar las genealogías del origen sobre las cuales el poder revolucionario erige su supremacía y autoridad, su condición teleológica y mítica. Es necesario cuestionar, incluso, nuestra idea de nación (de dónde viene y qué moviliza) y, junto a esta, la de cultura, ideología, poder, hegemonía, revolución, totalitarismo.
Me pregunto: ¿cuán problemático es disputar la autoridad narrativa de la Revolución, el control monológico sobre el significado de la nación, a partir de la idea de una cubanidad prístina?
Quiero creer que la respuesta (una de ellas) a ¿60 años de qué?, no está en un sitio puro, esencial, primero, que ha sido vejado, suspendido, cancelado. Ese lugar es tan asfixiante para mí como la patria revolucionaria, esa que nos demanda sacrificio y toma nuestras vidas cuando es necesario.
Sé la batalla que supone apropiarnos del pasado como mecanismo de lucha en un sistema que no se permite las divisiones. Donde el control no solo es el medio, sino que se erige en fin en sí mismo y genera una circularidad apabullante.
Osmany Suárez Rivero:
Fue tarea del coloquio el examen de las relaciones de poder en las que se inscriben algunos de los objetos y narrativas en disputas, conflictos y luchas, así como los roles activos en la producción de sentidos de los participantes en esos espacios de contiendas políticas e ideológicas.
¿60 años de qué?… manifestó que esa distancia, 2019-1959, no solo es temporal sino también política, cultural y social. Y en esa auscultación, propuesta desde el presente hacia el pasado, han aflorado interrogaciones alternativas del proceso que no pueden postergarse en el debate cultural y político sobre Cuba.
¿Por qué bajo la euforia del “deshielo” o en las diferentes etapas de “liberaciones y transiciones económicas”, etcétera, no ha sido posible la habilitación real de una esfera pública en la que se puedan incorporar narrativas y relatos hasta ahora contenidos y censurados? ¿De qué manera las instituciones estatales obstruyen el reconocimiento abierto en la arena social de los innumerables actos de violencia de Estado que en sesenta años se han perpetrado en nombre de un “nosotros” selectivo y excluyente, abocado a mantener la cohesión social y a defender las fronteras simbólicas nacionales?
Al igual que otras memorias políticas construidas en escenarios de confrontación y disputa entre actores con diversas narrativas contrastantes y en ocasiones rivalizantes, el coloquio no estuvo exento de esta distinción. A ratos se podían constatar los modos en que, desde visiones latinoamericanistas, sigue operando la voluntad de imponer esos enfoques históricos de una izquierda aletargada en la imagen totémica antimperialista de 1959, haciendo omisiones a las múltiples subjetividades y horizontes temporales que pueden desestructurar y desarmar “tales verdades” con ejemplos claros de praxis totalitarias.
Es notoria la actitud con que investigadores exógenos al proceso determinan el sentido de la Revolución como una doctrina más anclada en un ideal de pasado que en el presente vivido en Cuba. Para ellos, cualquier unidad de tiempo (una década, un lustro, un año o un día) puede ser equivalente y divisible, en tanto la mitología del tiempo histórico del proceso jamás se verá afectada por ninguna entidad, organización o institución políticamente significante en la Isla.
Al respecto, son constantes los hiatos acerca de las fuerzas constitutivas que han determinado, a través de estas seis décadas, la historia de un poder estatal caracterizado, entre otras cosas, por la obsesión lacerante hacia determinados autores, representaciones y prácticas artístico-literarias, así como operaciones simbólicas centrales dentro del gran relato nacional cargadas de disimulos, regiones oscuras y largos silencios respecto a aquellos documentos “no historizables” que configuran también nuestra memoria e historia intelectual.
Sin embargo, cuando se estudia el proceso desde los avatares de los hechos sociales protagonizados por esos hombres y mujeres concretos de la vida social insular, los sentidos de la temporalidad se establecen de otra manera. Es decir, la Revolución Cubana no solo como objeto de estudio, sino como hecho social dotado de una duración y estabilidad ambivalente y paradójica; una episteme tan originaria como perdida, atiborrada de conocimientos dispersos, escrituras fragmentadas y narraciones ilimitadas.
Grethel Domenech Hernández:
En una de sus intervenciones, el artista y académico Henry Eric Hernández hacía notar cierta resistencia por parte de los presentes a nombrar o denunciar la violencia estatal en Cuba y a caracterizar al régimen de totalitario. Sus palabras, directas y certeras, remarcaban una primera gran ausencia en los estudios sobre la Revolución Cubana.
Algo similar ya se había preguntado Claude Lefort en el año 2000 cuando decía: “¿acaso no hay una negación persistente a pensar el totalitarismo?” Para Lefort, la resistencia a pensar el totalitarismo significaba una resistencia a “enfrentar aquello que se imprime en nuestra experiencia del mundo”[6].
Y parto de aquí para hacerme las preguntas que considero realmente necesarias: ¿Por qué esas “cosas” no están siendo nombradas? ¿Por qué no están siendo debatidas? ¿Por qué esa resistencia? ¿Hay condiciones de posibilidad para pensarlas o estudiarlas?
El Estado cubano, como régimen totalitario al fin, controla todos los aspectos de la vida, y cualquiera de nuestras posturas respecto a él están construidas desde el mismo episteme totalitario; entonces: ¿cómo salir de esa condición que imprime y reimprime miles de variantes en nuestra experiencia del mundo?
Esta idea siempre me hace volver a Robert Darnton y su estudio de la censura en Europa del Este, cuando dice: “Una visión etnográfica de la censura la contempla holísticamente, como un sistema de control que impregna las instituciones, influye las relaciones humanas e influye incluso en el funcionamiento oculto del alma”[7].
Creo que un primer paso es tomar en cuenta esta misma circunstancia. Esa censura y autocensura funcionan en distintos niveles: selección del tema a estudiar, formas en que narramos, y enfoques. La primera gran tarea que se impone al cientista social que aborde la Revolución Cubana es detectar esos actos fallidos.
Como bien demostró Rafael Rojas en su conferencia, el propio término “revolución” y sus tantas dicotomías interpretativas, “abstracción o realidad”, “sueño o terror”, “tiempo muerto o tiempo vivo”, permiten tejer un entramado investigativo que rastree los más variados momentos y personajes de la historia nacional. El concepto es solo un lente más para acceder a miles de experiencias y discursos que se han ido construyendo sobre el proceso cubano, tanto al interior de la Isla como fuera de ella.
Algo similar puede suceder con el de totalitarismo. Más que continuar preguntándonos por qué no utilizamos el término para referirnos al caso cubano, o por qué es ignorado en los estudios políticos sobre Cuba, urge estudiar concretamente cómo se ha desplegado ese concepto, cuáles han sido sus condiciones de posibilidad y expresión, cuáles han sido los mecanismos, los dispositivos y discursos utilizados por el sistema cubano para ejercer su control.
Lo otro es volver y volver y volver a la imposibilidad de la presencia del término, lo cual es un arma de doble filo pues mantenernos colgados en dicha imposibilidad es justo la gran victoria del sistema.
Anaeli Ibarra Cáceres:
El coloquio posibilitó visibilizar los modos en que se está modelando hoy la deconstrucción y el análisis del “caso cubano”: los temas, los repertorios, los ejes de discusión[8]. Sobre todo, los estudios emprendidos por quienes vivimos y somos parte del proceso[9].
Y es en ese sentido que me atrevo y me permito interrogar los conceptos, las imágenes, las revisiones y los nuevos silencios (no podemos ignorar cómo construimos, cómo participamos o no de un campo hegemónico de discusión en torno a la Revolución)[10].
Es también desde esa óptica que me pregunto por el manejo de nociones como cultura: en ocasiones usada como ideología (entendiéndola como dominación); en otras, prefigurada como espacio de resistencia; y, en otras, como guardiana de los verdaderos valores de una cubanidad que el régimen ha empañado.
Me parece que debemos desfuncionalizar aún más la ideología y complejizar la cultura como ámbito estratégico de lucha, desde el cual actuamos e intervenimos todxs nosotrxs.
La ansiedad y el dolor por nombrar las formas en las cuales se ha configurado, de un modo específico, la experiencia de la Revolución, por enunciar lo que el Estado oculta, censura, proscribe, nos precipita muchas veces a discusiones que obliteran los lugares (teóricos, políticos, ideológicos, epistemológicos) desde los cuales hablamos. Con ello corremos el riesgo de perder de vista los términos que empleamos en la discusión: de dónde provienen, sus trayectorias, sus marcas históricas, ideológicas, sus implicaciones en el abordaje.
He tomado el ejemplo de la cultura, no porque fuese una categoría puesta a debate por los ponentes, sino porque estaba implicada en todos los análisis y se daba por sentado qué era; se manejaba una idea de cultura naturalizada.
Grethel Domenech Hernández:
A pesar de ese dinosaurio que nos observa cada mañana, las brillantes conferencias de la mayoría de los ponentes se inscribieron en una historia crítica que ha buscado insertar en la agenda historiográfica y social objetos y campos de estudio novedosos. Una historia crítica que ha construido sus propios archivos o sus contra-archivos ante la ausencia y el impedimento de acceder a fondos sobre Cuba post-1959 en la Isla.
Ello ha dado como resultado que la historia oral, la hemerografía y los archivos particulares cobren una importancia fundamental en investigaciones con un fuerte anclaje personal y emocional.
No obstante, todavía resta un largo camino por transitar, los nuevos temas deben buscar golpear los límites posibles que se han legitimado por 60 años como formas únicas de estudiar tal proceso; más que competir con el relato de la Revolución, se hace necesario competir con la Revolución como relato.
Un primer paso pudiera ser insertar a la Revolución en ejes de estudios que aún le son ajenos o que se han desarrollado muy someramente: la historia de las emociones, la historia de los lenguajes políticos, los estudios postcoloniales, los estudios de género, la sociología del conocimiento, del derecho, de la educación, etcétera. Además de los temas, la gran premura sería variar los enfoques y crear nuevos lentes para acercarnos a tan escabroso proceso.
En su conferencia, el historiador Abel Sierra Madero llamó la atención sobre aquello que usualmente se ha manejado en el discurso político como “errores” —las UMAP, la censura de P.M., la parametrización—; su propuesta: sacarlos de esa singularidad; entenderlos como parte de una estructura, como parte natural de un proyecto político, permite dimensionar históricamente un proceso que ha utilizado su excepcionalidad como una de las principales formas de esquivar análisis que cuestionen a profundidad preceptos y lugares comunes.
Anaeli Ibarra Cáceres:
Quizás hay algo de inevitabilidad, por nuestras formaciones disciplinares, pero no puedo obviar cómo muchas de las vías de escape, de las formas elusivas al poder estatal revolucionario y a su discurso social, han surgido en el ámbito de las denominadas prácticas simbólicas. Me vienen a la mente las dos mesas de arte y literatura del coloquio: cómo el arte ha incorporado al Estado en un tipo diferente de economía de imágenes.
No estoy sugiriendo una lógica emancipadora del arte frente al poder opresivo del Estado (algo que ningunx de lxs ponentes asumió); más bien estoy apuntando a las luchas por el control y la producción de significados, siempre contingentes y agónicas, en su sentido político. Estoy recalcando la posibilidad, y la necesidad, de pensar la subversión (no sólo desde el arte, también desde la academia, el activismo, etcétera) en ese complejo juego de estrategias de significación desplazadas y descentradas. De lo contrario, ¿cómo asumir que el locus del otro (el Estado revolucionario) habita nuestra mismidad?
Enfatizo esto porque me parece importante no posicionarnos por fuera de ese poder (fantasía que sólo alimenta más esas signaturas), sino pensarnos atravesadxs, marcadxs por él. Hay que asumir el disenso no como una oposición que reproduce ciertas lógicas (lugar habilitado para colocarnos cómodamente, con toda la terminología al uso: contrarrevolucionarxs, mercenarxs, gusanxs, etc.), sino como una fuerza antagónica no resolutiva.
Esta fuerza, pienso, no puede generar nuevas dinámicas otrificadoras, detentar legitimidades, privilegios para hablar por. Tampoco puede construir nuevas comunidades basadas en la suplantación, el acallamiento y la violencia. Mucho menos generar complicidades que se traduzcan en compromisos, pactos de silencio, nuevas autoridades enunciativas, formas de estigmatización del desacuerdo (de la naturaleza que sea).
Grethel Domenech Hernández:
Para concluir, quisiera parafrasear una de las intervenciones de Dimitri Prieto cuando nos decía: “la Revolución ha tenido como uno de sus mayores problemas el no reconocimiento estatal del sistema poético de la sociedad, aquella capacidad creativa de la sociedad que se ha obviado”.
Una de las principales certezas que me deja el coloquio es que, a pesar de ese problema y del constante intento del Estado cubano por homogeneizar la sociedad en un sujeto revolucionario a su imagen y conveniencia, hoy ya podemos constatar, de forma más visible, y gracias a muchas de las investigaciones o proyectos artísticos presentados en el marco del coloquio, que esa sociedad y su historia es mucho más variada y rica de lo que se ha mostrado en propagandas políticas o turísticas.
Anaeli Ibarra Cáceres:
Yo quiero terminar volviendo al pulso tejido que decidí quitarme. No porque su ausencia sea una marca del olvido: mi renuncia a Cuba (lo que sea que eso signifique); sino porque la experiencia de la migración se traduce en una desposesión, que produce sujetos más necesitados de la nación, por medio de la definición como criterio implícito y activo.
En el caso cubano, la orfandad nacional se vive en la tensa relación con el Estado, el agente guardián de la verdad, que extiende y retira soberanía, derecho nacional, y con ello las “libertades” para ser parte de[11].
¿Qué prácticas y qué sujetos tienen, entonces, el derecho a ostentar el estatus de lo nacional? ¿Qué significa hablar de la nación cubana? ¿Desde dónde y para qué hablamos cuando entramos al complejo terreno de la hegemonía por el control narrativo de la nación? ¿Por qué y cómo nos interpela la nación? ¿Qué nación? ¿De dónde viene el significado que le conferimos a eso denominado nación?
Como escuché decir a Elaine Acosta durante la presentación del documental sobre la vida de Carmelo Mesa-Lago: “hablar sobre Cuba tiene para nosotros un costo político y personal”. No podemos deshacernos de las estructuras de sentimientos y emociones que nos habitan y habitamos en torno a la idea de nación.
Osmany Suárez Rivero:
La Revolución Cubana, cual tema clave en los procesos de (re)construcción de identidades individuales y colectivas, con todas sus visiones contrapuestas de verdad y razón, mito y fabulación, pero también identidad y diferencia, centralidad y marginalidad, mismidad y otredad, violencia y trauma, debe constituir un tema público si queremos barruntar una sociedad contemporánea realmente democrática.
El summun de la suspicacia en el coloquio no radicó propiamente en los análisis del hecho social revolucionario en su inmanencia y trascendencia, sino en el intento de adosar a los discursos genésicos y ordenados la pregunta ¿60 años de qué?.
Una especie de cuestionamiento litigioso desde el cual partir, para así demostrar que nada se reconstruye como era, nada fue como debía ser, pero sobre todo, nada puede volver a ser como fue.
Notas:
[1] Estas cortas ideas las terminé de escribir enferma de la infección viral varicela, al parecer el socialismo cubano no me vacunó contra ello, sí contra otras cosas. Cualquier desvarío en el texto es culpa de sus síntomas (de la varicela, no del socialismo cubano).
[2] Foucault, Michel. Microfísica del Poder, Las Ediciones de La Piqueta, España, p 79.
[3] Las tres fechas tienen un significado dentro de la narrativa nacional que ha construido el poder en torno a la Revolución como épica: 26 de julio, alzamiento en Santiago de Cuba y toma de los cuarteles del Ejército, se traduce en el día de la Rebeldía Nacional; 2 de diciembre, desembarco del Granma; 8 de enero, entrada de los barbudos a La Habana. Marcan el arco temporal de la lucha insurreccional, pero sobre todo cierran y controlan la interpretación del proceso. Cada año se (re)escenifica el pasado insurreccional y glorioso que representan estas fechas mediante festividades y rituales conmemorativos.
[4] Está de más decir que vivir fuera de Cuba facilita acceder a espacios de discusión, organizarlos y participar de ellos; aunque también implica pérdidas: se nos retira civilidad, derechos políticos, sociales, y con ellos la pertenencia a Cuba, la nación. Se nos despoja de la identidad y cae la marca moral de la Revolución sobre nosotrxs.
[5] Las discusiones han avanzado mucho en evidenciar cómo ambos significantes, nación y Estado, se traslapan para significar una misma cosa. Las reflexiones en torno a esa sinonimia también ponen en cuestión el cerramiento ideológico, la borradura de los rastros del proceso de articulación del Estado y la nación y los efectos de realidad y externalización que de ahí se desprenden.
[6] Lefort, Claude. “Negarse a pensar el totalitarismo”. Estudios Sociológicos, vol. XXV, núm. 74, mayo-agosto, 2007, pp. 297-308, El Colegio de México, A.C. Distrito Federal, México, p. 298.
[7] Darnton, Robert. Censores trabajando. De cómo los Estados dieron forma a la literatura. Fondo de Cultura Económica, México, 2014, p. 242.
[8] La discusión, eso está claro, no es sobre el hecho en sí, sino sobre cómo ha sido narrado, imaginado y vivido.
[9] Cuando refiero a “vivir” el proceso, no apelo con ello a una autoridad o legitimidad fundada en esa vivencia para pensar y hablar de la Revolución Cubana. Algo desconcertante son las lógicas que operan cuando descalificamos ciertos análisis porque quienes los emprenden han migrado. Las narrativas del abandono, la traición, que sustentan esas descalificaciones reproducen la lógica argumentativa del poder para decidir quién puede hablar y quién no de la nación. Tampoco se trata de desconocer el privilegio que supone vivir fuera de Cuba, para hablar de ella, o los riesgos de hacerlo desde “allá”, de poner el cuerpo en la lucha.
[10] Pienso que en los procesos de construcción de esa hegemonía en torno al desmantelamiento de la Revolución también se regula lo que merece ser dicho y lo que no, cómo debe ser dicho, quiénes pueden decirlo (la cuestión de la legitimidad para hablar de la Revolución); es decir: se crean, inevitablemente, nuevos silencios. Y en todo ello está implicada la academia, la gestión editorial, la labor investigativa, los coloquios internacionales, los medios de comunicación, etc.
[11] No hablamos de cualquier Estado, sino de uno que encarnó en UNA persona, la figura del Líder.
Ostalgie
Las mujeres de todos los segmentos de la sociedadcomprendimos que éramos anuladas en ambos sistemas, que la única libertad que nos era concedida era la de parecernos a los hombres. Trabajar como hombres, pensar como hombres, escribir como hombres. No existe la libertad creativa de la mujer, no existe bajo ningún signo político, no todavía.