Rincón cerca del cielo

En un rincón cerca del cielo: entrevistas y testimonios sobre el SIDA en Cuba (Aduana Vieja, 2008-Ilíada Ediciones, 2022)[1] es el libro que muchas personas necesitan leer. Por primera vez tienen voces propias los implicados en la pandemia de HIV-SIDA: los malditos, los olvidados. Pacientes, familiares y trabajadores de la salud cuentan sus experiencias. Hablan de sí y del significado trascendental que tuvo esa epidemia en la transformación de sus vidas. 

Es un libro polifónico y controversial que conmueve y desgarra. En sus páginas se develan acontecimientos que estremecieron al mundo durante los años del pánico (décadas del 80 y 90) y que tuvo en Cuba una particular incidencia por ser el único país que creó sanatorios para aislar a los seropositivos y enfermos de SIDA.



Del “Prólogo”,
Miguel Ángel Fraga (autor)

MUCHO SE HA hablado de la política del Estado cubano con relación a los pacientes VIH/SIDA, al grado de polarizarse el debate sobre las expectativas de vida de los seropositivos y sobre si es conveniente la existencia de un sanatorio por las posibilidades que este brinda a los enfermos en cuanto a una mejor alimentación y mayor tiempo de vida. 

Del mismo modo, se ha establecido una polémica sobre la limitación del sentido de libertad del individuo, los trastornos sicológicos que puede acarrear la segregación social y los ambientes alienados. O si, en definitiva, el sanatorio debió existir únicamente como opción para aquellas personas que realmente necesitaban este tipo de servicio hospitalario. 

Con este trabajo, permito que sean las personas que mayor tiempo han estado en contacto con la pandemia las que den fe de los hechos.



“Me mataron como ser humano”,
Tomás Borbonet (paciente)

¿QUÉ TE PREOCUPABA más: el encierro o la idea de la muerte?

El encierro me molestó mucho más porque no estaba aún consciente de que me fuera a morir, o sea, no me dio tiempo a pensar en ello. Fue tan brutal, así… “Dale, vamos pa’llá”.

¿Qué te causa más pesar, enfermar o morir?

No tanto morir, el problema es que con este tipo de enfermedades…, a mí, que me considero materialista (por eso te pregunté una vez si eras religioso), me han surgido dudas ahora con la cercanía de la muerte. Yo me digo: si todas esas teorías idealistas son ciertas y no las materialistas, entonces es un gran embarque el mío. Me he puesto a pensar… tonterías.

¿Has odiado alguna vez?

No sé si será odio ese rencor que siento desde hace muchos años. A veces me lo tratan de justificar y hasta yo mismo me digo: bueno, me han mantenido aquí alargándome la vida (eso es relativo). Quizá no he muerto gracias al sanatorio, pero al estar aquí, aunque me hayan salvado corporalmente un tiempo, me mataron como ser humano.

¿Has experimentado deseos de venganza?

Una impotencia muy grande. ¿Venganza? ¿De qué forma podría vengarme? Es tan difícil que ni siquiera ha tomado forma esa idea.



“Logramos encubrir la personalidad del individuo”,
Dr. Rivero (médico especialista)

HÁBLAME DE ESE primer momento cuando no se conocía la enfermedad.

Fue una etapa misteriosa, entre otras cosas. Digo misteriosa en el sentido de que fue la dirección del hospital quien me planteó la necesidad de atender a aquel primer paciente, pero no me dijeron las sospechas que tenían con relación al caso. 

De todos modos, como estaba preparado para enfrentar este tipo de enfermedad, en la entrevista inicial con el paciente me di cuenta que tenía en mis manos el primer caso de SIDA en Cuba. Fue una oportunidad esperada y que supe aprovechar. Me dijeron que extremara todas las medidas de control para evitar cualquier tipo de contagio, que me pusiera gorro, tapaboca, bata, guantes, etcétera.

Ese primer caso lo tratamos un profesor de medicina y yo. También teníamos un grupo de enfermeras. Todos los recursos del hospital se pusieron a nuestra disposición, pero con la condición de atenderlo cerradamente, sin que el caso trascendiera a terceras personas. 

Creo que eso, entre otras cosas, colaboró a la no-divulgación del primer caso de SIDA. Se tenían muchas sospechas y varias personas llamaron indagando, pero logramos encubrir la personalidad del individuo, la gente no conoce el nombre.

A otros les tocó superar las pandemias de la tuberculosis, la sífilis, la lepra; a nosotros nos toca el SIDA. El SIDA no va a acabar con la humanidad, la inteligencia humana será superior al virus. Saldremos de este hueco y hay que salir con optimismo. 

La gente tiene que aprender a amar de otra manera. Aprender a protegernos cuando amamos es también una manera de amar noblemente.



“La fe fue decayendo cuando vimos los resultados”,
Caridad César (paciente)

HÁBLAME DE ESA primera etapa.

En aquellos momentos nadie tenía que ver con nadie. Y, en estas situaciones, tú imaginas los conflictos que se forman. 

Yo limpiaba el baño y luego llegaba una y botaba una íntima sin envolver. Cosas muy desagradables. Dormíamos en literas, hacinadas. Teníamos que comer en el comedor obligadas, a una hora fija. Además, te inyectaban el Interferón todos los días, y dos veces por semana, el Factor de Transferencia. 

Tenías que andar con un termómetro porque cada una hora te tomaban la temperatura. Vivías con una tensión increíble: ay, la temperatura; ay, la hora de la inyección; ay, el almuerzo. 

La gente madrugaba porque tenían que administrarle el interferón a las cinco de la mañana. Y, como teníamos fe, nos inyectábamos porque pensábamos que con eso nos íbamos a curar. Pero la fe fue decayendo cuando vimos los resultados: igual la gente enfermaba y moría. 

En esa etapa no salíamos de pase. Ingresé en junio y mi primer pase fue el 30 de noviembre, después que Senén Casas y Rosa Elena Simeón dijeron que saldríamos de pase cada veintiún días. Hasta enero del 87 no nos pusieron el pase cada quince días con acompañante.

¿Qué grado militar tenía el director?

Teniente Coronel. Y llevaba a la gente a ritmo militar. El comedor cerraba a las 7:30 y si él llegaba a las 7:31 y había un paciente comiendo, ponía nueva a la pantrista, cuando no la botaba. Pero, señor, si yo me siento a comer a las 7:20, no puedo atragantarme la comida para terminar antes.

En septiembre del 87 hubo una fuga masiva. El 27 de septiembre muchos se fueron para la fiesta de los alrededores, las fiestas del comité que todavía eran buenas en esa época. Eran diecisiete fugados. 

Después de aquel día, aparte de los CVP, había un patrullero parqueado donde está el área de Mantenimiento y varios policías andando por aquí que constantemente los estábamos molestando. 

Un día, uno de ellos se sentó con nosotros a jugar dominó y al rato le dije yo: “Te desgraciaste, mañana mismo tienes el SIDA declarado”. Y cada vez que veía a uno jugando ping pong o cubilete, le decía más o menos lo mismo: “Si tocaste esa raqueta o esos dados, seguro que ya se te pegó el SIDA”. 

Y como todo el mundo le tenía tanto temor a la enfermedad, la policía desapareció de aquí en un abrir y cerrar de ojos.

¿Piensas en un final feliz?

Nunca he perdido las esperanzas.



“Comenzaron a buscarme sin saber dónde”,
Manuscrito (julio 1996)

EL 22 DE AGOSTO dos tipos llegaron a mi casa. Por su aspecto exterior, no cabía dudas que pertenecían a la Seguridad del Estado. Uno de ellos, que se hacía llamar Alejandro, fue con quien más mantuve relación. Era un trigueño fornido, bigotudo y decía ser epidemiólogo. Lo primero que pensé fue que aquello era una encerrona. 

Me llamó por mi nombre y apellidos, y crudamente me dijo que yo era portador del virus del SIDA. Por esa razón tenía que acompañarlos, yo necesitaba una temporada de cuarentena. También me dijo que si quería podía llevar algunas cosas de uso personal. 

Todavía hoy me siento tan violentado por los sucesos de ese día que no me perdono haber sido tan pasivo. Creo que lo que sufrí fue un shock emocional que me hizo actuar como un robot. Ni siquiera exigí explicaciones o una razón que diera luz a mi entendimiento. Mi hermana menor aún vivía en mi casa y fue la única testigo de aquello; solo le dije: “Dile a mami que regreso pronto”.

Como en casa estaban acostumbrados a mis largas ausencias por asuntos de trabajo, durante los primeros días no se preocuparon mucho; pero como yo tenía que buscar a mi mujer y a mi hija que volvían del interior del país, fue mi madre quien las esperó en la terminal de ómnibus y le comentó que no sabía nada de mí. Así comenzaron a buscarme sin saber dónde. 

Localizaron al médico que me había diagnosticado hepatitis, pero el muy hijo de puta les dijo que no sabía nada de mi paradero. La enfermera fue la que le hizo unas señas muy discretas a mi madre y, en un aparte, le dijo que ella no podía asegurar nada, pero probablemente yo estuviera en un sanatorio en las afueras de la ciudad. 

Mi madre pensó en el leprosorio de San Lázaro y hasta allá fue en mi búsqueda, fatigada y ansiosa por saber qué me había pasado y por qué me escondía de ella. Allí le dijeron que muy cerca había un nuevo lugar para enfermos y seguramente yo estuviera ingresado en ese sitio. Al cabo de cuatro o cinco días, mi familia logró encontrarme.



“Yo sabía lo que ustedes tenían”,
María Julia Fernández (paciente)

¿CÓMO HICISTE PARA enterar a tu hijo de las condiciones en que ustedes estaban?

Esa pregunta me resulta algo triste. Nosotros decidimos hablar con nuestro hijo cuando él cumplió 12 años; pensamos que era el tiempo en que debíamos decírselo porque estaba en la edad de entendernos, asimilar las cosas que le dijéramos.

¿Qué fue lo que le dijeron al principio?

Le dijimos que su papá había venido enfermo de cumplir la misión y yo debía estar con él para cuidarlo. En ningún momento le dije que yo también estaba enferma ni que su padre me había enfermado. Siento que entendió que yo debía venir a cuidar a su papá. Todo quedó así. 

Fueron pasando los años y, cuando cumplió los 12, decidimos conversar con él. Hay algo que me entristece y fue la respuesta que él nos dio. Le dijimos lo que teníamos, las vías de transmisión, todas esas cosas y que no se lo habíamos dicho antes porque pensamos que no nos iba a comprender. Él nos contestó: “Miren, mami y papi, yo sabía lo que ustedes tenían, pero como no me hablaban del tema, yo respeté su silencio”. 

De verdad que me hizo llorar, porque me lo dijo con tremenda madurez.

“Sabía que era algo terrible”,

Joel Morales (familiar de pacientes)

La enfermedad de mis padres ha sido algo para que madure como persona. Si maduré más rápido, si tuve que comportarme como una persona mayor, fue porque tuve que andar solo. 

Aprendí a enfrentar las cosas solo porque mis padres no estaban conmigo. La familia me ayudó mucho, pero nunca se está igual que con los padres. Mi abuela me llevó para su casa y viví tres años con ella. Después, la hermana de mi mamá se hizo cargo de mí cuando yo salía los fines de semana de la escuela.

Fue mi papá quien habló conmigo. Mi madre no quería. Yo tenía 12 años. Andábamos en un carro y empezó a conversar, como para decírmelo. Ya estaba casi a punto, pero no acababa. Le dije que no tuviese temor, yo sabía cuál era esa enfermedad y que en realidad eso no era lo peor. 

Yo ya había oído hablar del SIDA. Había visto reportajes en la televisión. No conocía mucho, pero sabía que era algo terrible. Siempre sospeché. 

Después de saber que mis padres eran seropositivos y estaban internados en un sanatorio por tiempo indefinido, mi vida cambió. Pero seguí en mi escuela de deportes, cumpliendo con mis deberes, para que ellos no tuvieran que preocuparse por mí.



“¿Cómo iba a tener para comprar sangre?”,
María Isabel Ramírez (paciente)

¿QUIÉN TE DIO la sangre? 

Unas amistades. 

¿Del sanatorio? 

No, de la calle. 

¿Las conocías?  

Naturalmente. 

¿Sabías que eran seropositivas? 

Sí. 

¿Se prestaron voluntariamente o tú le compraste la sangre? 

¡Voluntariamente! Si no tenía dinero para comprar pastillas, ¿cómo iba a tener para comprar sangre?

¿Sabías de antemano que existían otras personas que ya se habían inoculado el virus? 

Por supuesto. 

¿Era tú intención morir?  

Sinceramente, no sé.



“No, no, los maricones pa’ casa del carajo”,
Lic. Alberto Lloyd (sicólogo)

LA RELACIÓN PROFESIONAL-PACIENTE en el sanatorio es atípica. No es el paciente que tú ves habitualmente en la consulta externa cada quince días, una hora, que es lo que dura la consulta. Ni siquiera es el paciente que tienes ingresado en la sala durante una semana o diez días y después se va. Es la persona con la cual interactúas diariamente, posiblemente ocho horas o más.

¿Guardas alguna anécdota con cariño, algo que te haya sensibilizado?

Una anécdota que me tocó ver. Yo no tuve ningún grado de participación en ella. 

Recuerdo a un paciente heterosexual, profundamente homofóbico (para él, un homosexual debía estar en el quinto infierno) y recuerdo a ese gallo preparando un flan o pudín (unos años después) para un paciente homosexual que estaba muy delicado, enfermo en la Sala de Observación, y no quería comer, pero como le gustaba el pudín, él iba a tratar de que se lo comiera. 

Y es que se puede aprender a convivir después de un tiempo y aprender cuáles son las diferencias esenciales que hay entre un ser humano y otro, y cuáles diferencias no son esenciales. Porque aquel que estaba jodido, ingresado, no había dejado de ser homosexual y el otro que preparaba el pudín, no había dejado de ser heterosexual. 

A lo mejor, si verbalmente lo volvías a interrogar te diría: “No, no, los maricones pa’ casa del carajo”. Pero él le estaba haciendo un pudín a un maricón. Aquí se aprende. 

¿Le ha aportado algo la cercanía con el mundo del SIDA?

Sin abuso de literatura barata, lo primero que he aprendido es que hay más cosas que unen que las que separan, a pesar de lo que mucha gente pueda pensar. 

La segunda, que el SIDA no es una epidemia, que lo difícil del SIDA no está tan solo en su carácter de epidemia biológica; lo jodido del SIDA es que representa una oportunidad para que también se expresen las cosas más feas de cualquier sociedad. 

El SIDA no las genera, pues esas cosas ya existían. El SIDA solo les quitó el maquillaje. Es como una vieja mala, fea, arrugada que está llena de cosméticos y se pone a la sombra para que uno diga: qué bárbara está la sociedad, qué mujer tan hermosa. Entonces llega el SIDA, le limpia el rostro y le deja ver unas cuantas grietas.



“Me dijeron que había nacido muerto”,
Nivia (paciente)

¿CUÁL FUE TU reacción ante el engaño?

No recuerdo bien, pero como te dije, me importaba mucho mi criatura y temí perderla. Yo tenía muchas esperanzas en ella y quería que naciera, pese a todo, pues tú sabes que hay niños que no necesariamente nacen enfermos. Era una posibilidad, pero no me dejaron. 

Me hicieron un Rivanol con siete meses y medio de embarazo. Mi hijo nació vivo y yo sentí su llanto, pero lo cubrieron con un paño verde y se lo llevaron. Es algo que me ha dolido mucho durante todo este tiempo. A mí me dijeron que había nacido muerto, pero yo oí su llanto. 

Trataron de calmarme diciéndome que eran ideas mías, que nunca pude oír su llanto porque estaba muerto. Tampoco me dejaron verlo. Fue una experiencia muy triste, por eso nunca deseché la idea de tener otro hijo: yo necesitaba ser madre.



“Tuvieron lugar broncas tumultuarias”,
Dr. Jorge Pérez (director de la clínica sanatorial)

¿USTED SIEMPRE HA trabajado en ese Instituto? 

Yo llegué de Canadá en 1978 y en el 1979 me ubicaron en el Hospital del Instituto de Medicina Tropical. Empecé trabajando como médico, después me hicieron Jefe de Departamento. Más tarde me pusieron provisionalmente de subdirector. 

En ese momento, lo que hacía era organizar todas las cuestiones del Instituto. En definitiva, yo me había hecho experto en malaria y otras enfermedades tropicales porque había estudiado bastante. También había hecho mi primera misión al África, en Angola. 

Cuando llegó el comandante Fidel, comenzamos a hablarle de lo grandioso de la medicina tropical, el paludismo, la malaria, quictosomiasis, filadeasis, de lo que podría padecer el mundo por estas cosas, etc. 

De buenas a primera, el comandante le pregunta al director: “¿Y qué tú vas a hacer para que el SIDA no entre en Cuba?”. 

El director me mira y le dice que el SIDA es una cosa nueva, que no se sabía lo que lo producía: un virus o una bacteria; había comenzado en Estados Unidos y teníamos que esperar. Eso no tenía importancia. 

El comandante se echó para atrás, se rascó la barba y le dijo al profesor Kourí: “No sabes lo que estás hablando: el SIDA va a ser la epidemia de este siglo y va a diezmar poblaciones”. 

A su llegada al sanatorio de Santiago de la Vegas como director, ¿cuál era el programa de tratamiento dado a los pacientes?

Aquí había problemas por la falta de medicamentos, pocos médicos… Ya el doctor Rivero estaba aquí; la doctora Isis había acabado casi de llegar. Entré a trabajar el 7 de julio de 1989, me entregaron la dirección del sanatorio como regalo de cumpleaños. Pero realmente quince o veinte días antes estuve mirando cómo eran las cosas para familiarizarme. 

En cuanto a la atención médica, existían personas que no se atendían porque estaban en rebeldía. Había mucha tensión a mi llegada, a los pacientes solo los visitaban los familiares una vez a la semana, dos horas, y tenía que ser la madre o el padre. 

Había un muro. No había cercas, sino un muro. Había una serie de disposiciones como que los pacientes salieran de pase todos en un mismo día: el domingo, con un acompañante. 

Como había oído el trabajo realizado por los sicólogos en una comisión técnica, al llegar aquí me reuní con ellos y lo primero que empecé a plantearles, desde la primera semana que me quedé como director, es que si esto era un hospital tenía que ser como los hospitales. 

No podíamos estar avergonzados de lo que teníamos. Por lo tanto, lo primero que teníamos que hacer era abrir las puertas del sanatorio: poner visitas diarias y que todo el que quisiera visitarnos, nos visitara. 

¿Por qué, además de este sanatorio y de los otros ubicados en casi todas las provincias del país, se creó uno de tipo correccional?

Llegando al año 1991 la convivencia en el sanatorio se hizo difícil por la cantidad de personas de mala conducta social que estaban aquí: roqueros, drogadictos, baja calaña social. También tuvieron lugar broncas tumultuarias; hubo hasta un muerto. 

Ya se había inaugurado el área del Marañón, había cierta tranquilidad; pero quedaba gente buena del lado de acá, gente magnífica mezcladas con gente que venía de la prisión, con gente dispuesta a hacer cualquier tipo de barbaridad. Por eso teníamos que tratar de forma diferenciada a los pocos que quedaban. Surge la idea del Nazareno para aquellas personas adictas a las drogas sicofármacos.

¿Cuál fue la vía de entrada del SIDA en Cuba?

Eso es difícil de precisar. Lo que puedo decirte, en sentido personal, es que el SIDA en Cuba tiene dos vertientes: una en el continente africano y la otra aquí, en Cuba. 

¿Alguna vez ha pensado en la posibilidad de pasar de director del sanatorio a seropositivo?

Muchas veces, siempre le he dicho a la gente que me he sentado del lado de allá del buró y no de este lado, y precisamente, mi forma de actuar en un buen por ciento de veces se debe a esto. Desde mi llegada, traté de ponerme del lado del paciente, nunca como director. 

Muchas veces he pensado cómo se siente una persona cuando lo dejaban aquí, o lo encerraban aquí y no le dejaban hacer determinada actividad. Precisamente por eso luché hasta lograr el sistema de atención ambulatoria. Esto me ha ayudado a tener mejor relación con los pacientes y a comprender mejor el problema.



“Nuestra sociedad no está preparada”,
Lic. Alberto Rosabal (subdirector de Atención Social)

EL GRUPO DE ATENCIÓN Social tiene varias funciones. La primera es de otorgamiento de pases y el sistema de acompañantes a los pacientes que lo requieran, porque, gradualmente, cada vez son más los pacientes que se incorporan al sistema de pases con familiar garante. En este sentido, muchos pacientes pueden salir sin acompañante sanatorial, pues la familia se hace cargo de la vigilancia y el cuidado del paciente. 

También tenemos a los pacientes con familiar acompañante para los casos de los menores de edad, que se los entregamos a la custodia de sus padres, y para aquellas personas con problemas de conducta, cuando conocemos que tiene un familiar que ejerce una influencia positiva sobre este y se responsabiliza en velar por la salud y el comportamiento social del paciente.

Estamos hablando de SIDA y creo que aún nuestra sociedad no está preparada para enfrentar este tipo de enfermedad, que aún se considera tabú ya que fundamentalmente hemos hecho recaer la mayor responsabilidad sobre los seropositivos. 

Es a la persona seropositiva a la que le decimos que use el condón, que ingrese en el sanatorio, a la que orientamos con mayor eficiencia en determinados cursos de preparación para aprender a vivir con el VIH. Esto debía generalizarse a toda la población, porque todos estamos en riesgo de contraer la enfermedad. 



“Cierta extravagante sonrisa en sus labios”,
César Manuel Ribé (paciente)

“PARA MÍ EL SIDA es la cosa más importante que me ha sucedido después de nacer. No le tengo miedo a la muerte, pero no me gustaría sufrir. Quisiera morirme y ya, así, algo rápido”. 

Después me aclara que solo sería en el caso que tuviera que morirse; pero eso no significa que desea morir. Trato de insistir en este tema. 

Actualmente sufre la secuela de la neurotoxoplasmosis, por lo que se ha vuelto un poco lento en sus reacciones. La medicación con sulfas le ha provocado una serie de alergias cutáneas que le resecan la piel y está recibiendo un tratamiento severo para impedir el avance de  la cryptosporidiasis, parásitos intestinales que le obligan constantemente a tener deposiciones líquidas. 

Prácticamente no asimila los alimentos y su pérdida de peso es alarmante. Por si fuera poco, hay que añadir las lesiones de la cándida bucal y esofágica y la variedad de herpes que insisten en aparecer cíclicamente en algunas zonas de su cuerpo. 

A mi pregunta de que si ha pensado alguna vez en morir, responde con gran ironía y deja asomar cierta extravagante sonrisa en sus labios. 

“¿Alguna vez? No, muchas veces”.

“Ante la posibilidad de morir…” Hace una pausa, la mano que sostiene el pincel queda muy quieta. Tampoco interrumpo el silencio y espero que medite su respuesta. 

Luego me dice que en primer lugar piensa en su vida, lo que queda de ella, y después en todo lo que dejaría, su madre, sobre todo, que es una persona a la cual quiere mucho. Le pregunto, entonces, sobre sus experiencias relacionadas con el miedo. 

“Yo le tengo mucho miedo a la oscuridad”. 



“Ese era su pánico: la demencia”,
María Consuelo Suárez (madre de un paciente)

“SABÍA QUE LO habían citado en Epidemiología Provincial, pero no tenía la menor idea de aquello. Suarvito aún no se había ido para los Estados Unidos, era su compromiso en esos momentos. Fui a su casa, a la casa de mi hermana, lo buscaba como una loca por toda La Habana. Eran las seis de la tarde y no sabía nada,  hasta que al fin me enteré del diagnóstico. Me sentí como si me hubieran vaciado toda por dentro, como si uno no pudiera sentir más. Tuve tanta tristeza que aquel muchacho hubiera recibido esa noticia solo, inesperadamente. Me pareció tan inhumano, tan injusto. Pensé tantas cosas, hasta que se hubiera suicidado. Y es que tuvo que haber salido de allí enloquecido. Con estas cosas hay que tener mucho cuidado. Pero, además, después que lo diagnosticaron con todas esas cosas que dicen, estuvo un año aquí en su casa sin que nadie viniera a verlo. Al cabo de ese año, una enfermera del policlínico llega y pregunta si él vive aquí. Luego me dice que le diga que tiene su ingreso en Los Cocos para el día 14 de febrero. Pero, por si fuera poco, añade que ella quisiera ir a Los Cocos porque siente curiosidad por conocer aquello”. 

Cuqui parece nuevamente indignada al rememorar la anécdota del ingreso sanatorial de su hijo. Se para y da unos pasitos hacia la puerta, como si en realidad estuviese hablando con la curiosa enfermera. 

“Yo tampoco conozco ese lugar, le respondí, pero a esa excursión no te voy a invitar el 14 de febrero. Además, no sé si te perjudicaré en tu trabajo, pero no se lo voy a decir hasta que no pase ese día. Él es muy joven para decirle que el Día de los Enamorados tiene que ingresar en un sanatorio. Tú sabes que como leo mucho, por esas cosas de la vida, yo le había pedido que no dejara de leer La montaña mágica, de Thomas Mann, y yo me preguntaba luego por qué le habría pedido que la leyera. Asombroso, ¿verdad? Bueno, pasaron unos días y nos visitó un epidemiólogo para decir que tenía otra fecha para su ingreso. Entonces fue él quien me dijo que iba a entrar, no le quedaba más remedio. Le pregunté si quería que lo acompañara y se negó. Su pareja lo acompañó hasta el Centro de Epidemiología que está por el hospital de la Liga contra la Ceguera. Él ingresó un jueves. El domingo, Suarvito y yo fuimos de visita a ‘aquella excursión’”.

¿Qué pasó en los últimos diez días de la vida de César? 

“Fue horrible. Yo no quería aceptar su muerte. Veía que se apagaba como una velita y no aceptaba eso. Tuve mis dudas al respecto. Él era muy bonito y ver que iba perdiendo facultades, que ya no podía hablar. 

Una cosa que me preocupaba mucho es que los médicos decían que él tenía una asepsia generalizada desde la garganta hacia arriba y eso podía llevarlo a la demencia. Ese era su pánico: la demencia. 

El mismo día que muere, yo fui con él al hospital Miguel Enríquez para que lo valoraran el especialista maxilofacial y el otorrino. Me dicen: ‘Mamá, él está muy delicado, está mal’”.

A César lo siento como una persona viva. Yo le traigo flores y le digo: ‘Espero que te gusten, si no te gustan, lo siento, fue las que encontré’”.

“Imposible que una sola persona pudiera controlarlo”,

Iván Corales (acompañante de pacientes)

Mis primeras salidas con los pacientes fueron muy chocantes, pero reveladoras. Conocí cosas que nunca imaginé que existían y otras que, si bien las conocía por referencia, nunca había tenido la posibilidad de experimentarlas. Visité lugares horribles en los que tenían lugar determinadas fiestas de santería, en un ambiente sórdido y de muy bajo nivel social. 

Yo me encontraba, en aquellos sitios, como perdido. Me preguntaba qué hacía allí, cómo podía estar entre aquellas personas y en lugares tan faltos de higiene, tan mal construidos, donde no me atrevía a pedir ni un vaso de agua.

También supe que una gran parte de la juventud de este país fumaba marihuana y tomaba cocaína y tabletas de parkisonil, dexedrina, estimulantes que le permitían drogarse. En el Sanatorio se drogaban muchos pacientes autodefinidos como roqueros, hombres y mujeres; pero en la calle, cuando salían de pase, era un fenómeno masivo, imposible que una sola persona pudiera controlarlo.

El acompañante es el trabajador de la institución más relegado: no puede participar en la mayoría de las actividades culturales y recreativas del Sanatorio porque siempre tiene que estar en la calle acompañando a algún paciente. Casi nunca podemos almorzar en el comedor como hacen diariamente el resto de trabajadores, por la misma razón, conociendo que una de las mejores cosas del sanatorio es la alimentación. 

Estímulos extras no tenemos, a no ser que nuestro Departamento organice una actividad con recursos propios. Nunca nos hemos sentido halagados por la dirección del centro. Por el contrario, cuando hay problemas con los pacientes, determinadas situaciones, a veces nuestra palabra tampoco cuenta porque nos tienen desconfianza, creen que todos estamos haciendo negocios o somos sobornados por los pacientes. En sentido general, es bastante ingrato este trabajo.



“Nos sofocaban con preguntas de índole sexual”,
Giraldo Abreu (paciente)

COMO PENSABA QUE estaba a un paso de la muerte, lo primero que llamó mi atención fue ver a los otros pacientes aparentemente sanos, en perfecto estado físico. Eran personas fuertes y jóvenes, la edad promedio era entre 20 y 30 años. 

El primero que se me acercó fue José Luis, hijo de una cantante cubana que tuvo algún éxito en los años 50 y principios de los 60. Él estaba sentado en una posición muy extraña cosiendo una media. Cuando me vio entrar con la cara de asustado que uno lleva cuando entra a un lugar desconocido, echó hacia atrás los espejuelos y enseguida inició una conversación de bienvenida en la que me hacía un fresco del recinto en el cual quedaba confinado.

Ser homosexual no te iguala al resto de personas con tu misma orientación sexual. Me sentí decepcionado, fuera de ambiente, condenado al más bajo nivel social. Si bien en la Universidad había llegado a almorzar junto al Ministro de Educación y eminentes profesores, ahora compartía con la escoria de la sociedad.

En el lugar que me ubicaron, la zona del Arcoiris, solo éramos nueve personas. Cuando pregunté si todos los que estábamos allí eran de mi misma condición, me dijeron que no, que al lado, en otra casona llamada La Matilde, estaban las personas normales que en su mayoría eran excombatientes internacionalistas.

Ellos tenían mejores condiciones que nosotros pues ese lugar anteriormente había sido un lugar de rehabilitación siquiátrico-militar y el nuestro, recién lo estaban acondicionando para albergue. La explicación que me dieron de por qué no podíamos mezclarnos con el resto del colectivo fue que aquellos nos repudiaban porque no querían que se les comparase con nosotros. 

La dirección, las oficinas, las consultas, el comedor, todo eso estaba del otro lado. Las dos casas estaban divididas por un muro de metro y medio o dos de alto, que tenía una puerta de madera y, a través de ella, venía diariamente una auxiliar de limpieza que nos aseaba el lugar y luego se iba. La comida nos la traían del mismo modo, y nosotros mismos nos servíamos. 

Después, cada cierto tiempo, venían otras dos señoras encuestadoras de aspecto lésbico que nombramos: “las inquisidoras”. Nos sofocaban con preguntas de índole sexual: qué nos gustaba más, por dónde lo practicábamos, cuántas penetraciones habíamos tenido en una jornada.

La primera vez que participé en una reunión con los militares fue cerca de las once de la noche, porque primero tenía lugar la reunión con los excombatientes, que posiblemente tenían más problemas que nosotros, por ser más numerosos. 

Nos trataron autoritariamente, como si fuéramos soldados. O, más bien, despojos. Según ellos, ya no pertenecíamos a la sociedad y estábamos condenados a permanecer allí de por vida. Esto lo dejaron claro. 

Nos reunían muy tarde para preguntarnos lo que necesitábamos, pero más bien era para recordarnos la disciplina del lugar y llamarnos la atención sobre algún tipo de escándalo sucedido: alguien que le dio un ataque de histeria o alguien que se vistió de mujer e hizo un mini show. En ocasiones, cuando estábamos mejores de ánimo, cantábamos, reíamos escandalosamente y poníamos la música alta.

Ese era otro de nuestros entretenimientos, tendernos en la azotea, de cara al cielo y conversar con los astros, en especial con la luna. En el campo, el cielo es muy oscuro y las estrellas brillan mucho más que en la ciudad. Algunos convirtieron esto en ritual y cada noche tenían su conversación personal con la luna. 

A veces hablaban a viva voz implorando salvación o liberando su odio con imprecaciones. Pasábamos mucho tiempo de esta forma, tomando el sereno de la madrugada. Una vez nos sorprendió una de las enfermeras y nos dijo que lo único que íbamos a garantizar con eso era una neumonía.

En mi primera etapa sanatorial, yo era un objeto almacenado en espera de mi deterioro físico y mental. Yo acepté el encierro y la monotonía que me fue impuesta: desayunar, dormir, comer, dormir. Lo único que podía hacer sin pensar en algo que me sacara de la modorra. 

Aún no pintaba ni hacía nada productivo, ya que mi ánimo era deplorable. Tres años estuve de esta manera. No tenía estímulo para nada. Cuando comenzaron los cambios, cuando la política sanatorial tuvo otra dirección, entonces me sentí más cómodo, tuve más fe en el futuro y encontré el incentivo necesario para penetrar el universo de la creación artística.




Nota:
[1] Miguel Ángel Fraga. En un rincón cerca del cielo: entrevistas y testimonios sobre el SIDA en Cuba. Ilíada Ediciones, 2022.




© Imagen de portada: Sanatorio Los Cocos (Santiago de las Vegas, Cuba), por Claudia Daut / Reuters.


carlos-lechuga-sociedad-escritores-cuba-cine

La Cuba de Lechuga

Enrique Del Risco

Lechuga nos comunica su corazonada: un país puede desaparecer.