Cuando las personas que amo se vayan, lo único seguro es que las extrañaré. Tenerlos cerca es extender sus vidas. Por eso regresé a Miami, para acariciar mis fantasmas. Aquí leo, pienso y escribo sobre la ciudad. Esa ha sido mi forma de adaptarme; mi terapia durante las horas de desconcierto.
Juan Abreu escribió que para ser un escritor de Miami no basta con conocerla, hay que sentirla. Eduardo Lalo escribió que los ingenieros construyen la ciudad, pero los escritores la imaginan. Por tres años he tratado de imaginar y sentir; de ser menos comerciante, menos ingeniero, menos exiliado.
Esta Babilonia fue fundada para la fiesta. Henry Flagler, el industrialista que trajo el ferrocarril, creó resorts para la aristocracia estadounidense. En West Palm Beach construyó la estructura de madera más grande del mundo en su época, el Hotel Royal Poinciana, que abrió sus puertas en 1894.
Veinte años después, Carl Fisher, luego de hacer su fortuna en la industria automotriz, comenzó a comprar terrenos en lo que es hoy la ciudad de Miami Beach y a destruir su estado natural para crear un paraíso de hoteles dirigidos a los más pudientes. En su excentricidad, compró elefantes, trajo grama de Bermuda —porque pensaba que era la más verde—, contrató mano de obra de prisioneros para pavimentar las calles y construyó Star Island con arena dragada de Biscayne Bay.
En la fiesta de Fisher solo eran admitidos blancos no-judíos. Las olas de emigrantes y exiliados, y la diversidad de etnias y trabajadores que hoy viven en la ciudad, lo estremecerían. Sin embargo, en 1939 pasó a la historia como otro de los magnates muerto en la bancarrota, luego de la Gran Depresión y derrochar su fortuna convirtiendo el pantano en una ciudad para el lujo.
En los años 40, la Segunda Guerra Mundial pareció estar a punto de interrumpir la fiesta. Estados Unidos le declaró la guerra a Alemania en diciembre de 1941 y Miami Beach se convirtió en un centro de entrenamiento para más de medio millón de tropas.
Los empresarios locales aprovecharon la oportunidad e invirtieron en clubes nocturnos, en los que desfilaban los artistas más famosos de la época, como Frank Sinatra, Tony Bennett y Dean Martin. El dinero de los salarios para la guerra fluía a la vida nocturna asegurando su permanencia.
Los años 70 y 80 trajeron una fiesta sangrienta. Miami se llenó de haitianos que conspiraban contra Duvalier; cubanos que planeaban derrocar a Castro, ejecutando atentados contra enemigos políticos; nicaragüenses que contrataban asesinos para matar sandinistas.
Es en esta época que se desarrolla la industria de las drogas y se convierte en una de las definitorias de la ciudad. La DEA estima que la droga traía 100 billones de dólares anuales, la misma cantidad de ganancias de la Exxon. Esta fue la época de Scarface y Miami Vice, cuyo legado pueden verse en las mansiones de lujo de policías, narcotraficantes y políticos en los suburbios de Miami.
Por esos años surgen esfuerzos de preservar la ciudad y su historia, fundándose en 1976 la Liga de Preservación del Diseño de Miami. La batalla por defender el legado cultural sigue en gran medida ganada por los desarrolladores, cuya visión parece consistir en crear una ciudad para el sol, la playa y la vida nocturna.
A Murray Gold, exdirector ejecutivo de la Asociación de Resorts y Hoteles de Miami Beach, se le recuerda por decir que preservar el distrito Art Déco era un fraude. La historia de las comunidades judía, cubana y haitianas se han visto en constante amenaza por la gentrificación. En la actualidad, la Pequeña Haití está siendo convertida en Magic City y la Pequeña Habana, en West Brickell.
El desarrollador neoyorkino Tony Goldman ha dicho: “Miami siempre ha estado influida por forasteros”; frase a la cual se le puede agregar: “sobre todo forasteros del norte”.
Una de sus contribuciones fue la gentrificación y conversión de Wynwood en un distrito para las artes. Hoy, atravesar este barrio en carro puede llevar una hora debido al tráfico. Quien se aventure a pie le resultará difícil encontrar la sombra de un árbol donde guarecerse del sol abrasador e imposible no escuchar la monotonía de canciones de reguetón emitidas del creciente número de discotecas. El lugar que hace unos años fuera conocido por tener la colección de arte callejera más grande del país ya es otro paraíso para la vida nocturna.
Miami ha tenido proyectos de desarrollo urbano con un enfoque social. En Coral Gables, George Merrick gastó su fortuna, ganada en Pennsylvania, en crear una ciudad al estilo neomediterráneo. Su sueño fue tronchado por la idiosincrasia de la ciudad, su fracaso financiero y sus deudas.
En su libro El Pantano: Los Everglades, Florida, y la política del paraíso, Michael Grunwald reporta que el planeamiento urbanístico era considerado en Miami una actividad comunista, por lo cual resulta aparentemente inexistente fuera de zonas como Coral Gables.
Aquí afuera Miami parece una ciudad diseñada por concesionarios de carros. Es una ciudad-autopista. A cada lado de cuauier calle aparecen inmensos concesionarios. Sus enormes banderas estadounidenses te anuncian que lo más patriótico que puedes hacer es comprarte un cuatro por cuatro para cuidarlo, alimentarlo, llevarlo al mecánico, decorarlo y mantenerlo limpia.
Es en estas zonas de menos desarrollo y de expansión urbana donde vivimos muchos cubanos, donde construimos y renovamos nuestras casas. El barrio donde vivo está en el Samsara; su ciclo demolición-construcción fascinaría a Nietzsche. Todo vuelve a su estado anterior. Mis vecinos destruyen cocinas para hacerlas nuevas; baños, techos y piscinas son remodelados constantemente. En este barrio no hay fiesta.
Hay un abismo entre el Miami en el que vivo y del cual escribo. Este Miami es un sofá de cuatro mil dólares, un televisor inteligente en cada cuarto, un Mercedes nuevo, árboles cortados y una familia tranquila, armada y rodeada de cámaras de seguridad que te anuncian cuando te están grabando al cruzar la calle. Somos quienes nos salvamos de la dictadura y soñamos con tener nuestros negocios propios. Somos quienes mataríamos y diéramos la vida por defender a nuestras familias.
Esporádicamente salgo a caminar por estas calles, soy de los pocos. A veces tengo un encuentro entrañable con un anciano muy educado que sale con su perro a vérselas con el sol y a engañar a la muerte. Otras, la mayoría, regreso sintiéndome más solo.
En una ocasión vi a un vecino aspirando su grama de Bermuda —la misma que trajo Fisher—, como si se tratase de una alfombra casera. En otra, un vecino lavaba las paredes exteriores de su casa con una manguera de agua. Otra vez, un señor con sobrepeso echaba agua en el asfalto frente a su parqueo, para limpiarlo del polvo, supongo. La asepsia es una de las aspiraciones de los suburbios.
Entre la falta de árboles, el cuidado obsesivo de las gramas, el empeño que ponen los vecinos en lavar sus carros con agua potable y la forma irreverente en la que ignoran mi saludo, pierdo mucha esperanza. La esperanza siempre ha sido mi principal fuente de sustento y define mi sentir hacia la ciudad.
El Miami cubano parece vivir hablando de la isla y su dictadura; en las gramas y las corazas plásticas de los autos están los carteles de “Patria y Vida”. Mientras tanto, la temperatura sube inexorablemente, la fiesta de los ricos fustiga las costas, el mar penetra en los acuíferos, el río se contamina, las horas de trabajo y de insomnio se llevan lo mejor de nosotros, y los salarios se esfuman en las autopistas y los peajes.
El argentino-estadounidense Jorge Pérez, otro desarrollador multimillonario de la ciudad y fundador del Museo Pérez, dijo que, para cuando sus propiedades se inunden debido a la subida del nivel del mar y el cambio climático, él estará muerto. Entonces, ¿para qué preocuparse?
Pedirle a un desarrollador que sienta la ciudad, que piense en los hijos de este barrio donde vivo, es la primera señal de que puedo estar divorciado de la realidad. La segunda es preguntarme por qué alguien habría de intentar salvar una ciudad y su diáspora, o una isla y sus 11 millones de almas, cuando en cincuenta años todo estará bajo el agua. Estas son preguntas prohibidas que se piensan, no se hacen.
Miami no es Miami porque casi nada en ella es Miami. Todos aquí queremos algo de ella. ¿Quién le dará la atención que necesita? Los seres que más quiero la aman.
Yo estoy tratando de encontrarle el pulso. Y no es que sea difícil, ahí está, pero el silencio del suburbio no me permite concentrarme y el escándalo de la fiesta no me deja escucharlo.
Ante esto no pierdo la esperanza de sentir la ciudad. De las esquinas surgen nuevos proyectos culturales y nuevas amistades, la forma más fiable de la esperanza. Espero que estas semillas crezcan más rápido que la asepsia y el boato.
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