“Una ciudad es las voces que la habitan”, me dijo una vez Amaury Pacheco, coordinador del proyecto OMNI-ZONAFRANCA, que creó en Alamar, al este de la Habana, el Festival Poesía sin Fin.
En el Período Especial, cuando las calles de La Habana se llenaron de bicicletas y los hospitales de casos de accidentes; mientras muchachas pedían aventones a los carros lustrosos conducidos por turistas; mientras muchachos resentidos se masturbaban en público y olas de vendedores gritaban su pregón angustioso… un grupo de artistas leía poemas en el Camello M-1 (rastra disfrazada de autobús), se cepillaban los dientes en las zonas más céntricas, declamaban delirantes: “Y cuando llego al fondo, al límite, espejismo sin fin, tan solo encuentro hierro, hierro. Hierro…”, hacían estallar contra el piso tubos de pantalla de televisores soviéticos y se escribían en la espalda desnuda: “Por la Salud de la Poesía”.
Juan Carlos Flores, poeta irreverente y performático, era huésped honorario del taller o cuartel general que el proyecto ocupaba en la Casa de la Cultura, donde se mezclaban locos del arte, locos de Dios, locos con expediente psiquiátrico.
En diciembre de 2009 Poesía sin Fin fue censurado por el Ministerio de Cultura, representado por su viceministro Fernando Rojas. Dos patrullas de la Policía Nacional Revolucionaria, una ambulancia, una brigada de Respuesta Rápida improvisada con los empleados de la panadería más próxima, formaron el cerco que obligó a los OMNI a abandonar el taller mientras caminaban hacia atrás y coreaban: “La Poesía será hecha por todos”.
Se corrió el rumor de que los miembros del grupo tenían pactos con la CIA. Que se les había visto cambiando miles de dólares en la Cadeca. Que los habían expulsado del taller porque practicaban pornografía con niños.
El festival luchó por sobrevivir fragmentándose en casas particulares. Con público mínimo por las limitaciones de espacio, a veces resistió el acoso de vecinos en forma de un “mitin de repudio”. La Feria Espiritual, exposición plural de credos, fue saboteada por una repentina actividad oficialista, con un equipo de audio que inundó el aire de música bailable, a altos decibeles.
Alamar, la ciudad concebida en los 70 para expandir la capital al otro lado del túnel, abortada y proscrita, reemplazó la poesía con consignas, canciones de reguetón, con el murmullo del mar que la circunda.
Los versos se volvieron susurros que solo pueden escuchar los médiums y los muertos.
Camino frente a la Casa de la Cultura, enorme instalación en proceso de reparación. Me acuerdo de la peña La Bicicleta, que desbordaba un salón y una terraza a principios de los 90, y fusionaba una feria artesanal con danza, música, literatura. La visceral poetisa María Elena Cruz Varela vivía a solo unas cuadras de la sede cultural, pero ya no estaba en ese edificio tan semejante a los otros (“feos como decretos”, al decir de Ángel Escobar), sino en la cárcel cumpliendo condena por delitos contra la Seguridad del Estado, después de un linchamiento protagonizado por sus propios vecinos.
Me tapo los oídos para no escuchar las mentiras, los bramidos de histeria, no sea que resistan más que los poemas y palpiten todavía en el éter, punzantes como cuchillos.
“… y las palabras todas, vencidas y enlodadas, se resisten a entrar en la botella. / No quieren ser bebidas (…) No quieren ser mascadas, ni escupidas / Ni entrar en digestión, ni ser purificadas. No obedecen al orden locuaz de mis tijeras. / No quieren ser cortadas. No quieren ser cosidas…”. (“Negociación estéril”, María Elena Cruz Varela)
Me refugio en la galería Fayad Jamís, concebida para cobijar al unísono las artes plásticas y las letras. Vidrios nuevos, muros recién pintados de un blanco que me hace pensar en los cementerios, en los quirófanos.
Oigo el murmullo de las polémicas entre los miembros de Arte Nativa, proyecto ecologista; de los escritores en los encuentros literarios. Las paredes se llenaban con obras de artistas de talento, se hacían instalaciones, performances. Ahora el espacio se cubre con trabajos sin madurez formal ni conceptual, exposiciones apuradas para cumplir un plan, para justificar los salarios (todavía ínfimos) del personal, la existencia de un Municipio de Cultura trasladado para el segundo piso, junto al cartel que promete: “dar respuestas a las demandas espirituales de la población”.
En el mural dedicado a las personalidades de la Habana del Este, seguirán tantos rostros ausentes solo porque eligieron hacer arte alternativo, es decir, arte libre.
Los protagonistas del Festival de Rap (único en su tipo en toda Cuba), que entre 1996 y 2000 estremeció el Anfiteatro de Alamar a fines del verano, y atrajo a Harry Belafonte, Danny Glover, a numerosos activistas norteamericanos por los derechos de los afrodescendientes; y fue robado por la Asociación Hermanos Saíz con el pretexto de que excedía la capacidad de GrupoUno, su proyecto gestor. Solo para cambiar el evento de fecha y extinguirlo, contando siempre con la insolidaridad, la desmemoria, el útil y egoísta reciclaje generacional.
La política del cansancio, del desgaste. Eligio-Kizzy, Nilo-Alina, Fito-Mirita… (la mitad de OMNI), instalaron sus sueños en Miami.
“Vi una nueva ciudad emergiendo perseguida…”, es la voz de Amaury (“Visión del ciudadano A”, de su libro Candonga) desde el apartamento que ocupó ilegalmente con su esposa Iris y es su actual proyecto de poesía.
“Miles de casas y apartamentos vacíos… / cientos de miles esperan, otros la demolición nacional”. (“Devocionario”, Candonga)
Cómo trasmutar un local insalubre, inhabitable, en un templo familiar. Los niños dibujaban casas como amuletos contra la incertidumbre, contra el desalojo. El final del poema será la entrega del Título de Propiedad.
Camino de regreso atravesando el bulevar donde una vez se reunían los artesanos, y ahora es una vereda de aceras rajadas y desiertas. Busco la sombra que proyecta el cine, clausurado desde hace años, los ventanales cada vez más sucios, cada vez más rotos. El cine donde viví la emoción de ver mi primera película “de adulta”, a los dieciséis años.
Atravieso extensiones de yerba salpicadas de desperdicios. Paso frente al edificio C-14. Trato de no ver, de no imaginar el balcón pintado de azul en cuya reja hace apenas ocho meses apareció ahorcado Juan Carlos Flores, autonombrado Esquizo Príncipe Azul y Agente Meñique, protector de los niños contra los pedófilos.
Semanas atrás había golpeado los barrotes de esa misma reja gritando: ¡Alamar es una cloaca!
Dejo atrás el edificio, huyo de la voz que me persigue, que corta el aire:
“…sé que la causa verdadera de mi muerte / será el mal que padezco / gran mal o pequeño mal y sus daños colaterales / no la representación pública del mal que padezco…”. (“Franja”, Juan Carlos Flores, Vegas Town)
Atravieso el Parque de los Guagüeros, la voz áspera de Juanka se mezcla con la risa de los niños que corren y saltan sobre trazos blancos. Dos figuras humanas separadas en cada extremo del parque se conectan por ráfagas de líneas en el cemento. Canales, se llamaba el graffiti, realizado por el pintor Yasser Castellanos como parte de la intervención de OMNI en la 9na Bienal de la Habana.
“Cuba madre debes estar triste / de ver a tus hijos pisotearse unos a otros / somos menos una familia / más una manada en estampida…”. (“Escuchad el sonido”, rap de Yasser Castellanos)
Las líneas se destiñeron con las lluvias de mayo, los canales se bloquearon con tenazas, torcijones. Dejaron de fluir, como las voces enquistadas en el silencio falso. Como el graffiti de la parada que los vecinos de la zona salieron a defender, a proteger, cuando la respuesta oficial al arte fue cubrir (de blanco de quirófano, de cementerio) las paradas intervenidas por OMNI.
Llego a la textilera devenida Complejo Cultural La Guayabera. En la entrada hay un mural con fotos de la brigada de Cascos Blancos, rientes, esperanzados, alrededor de un Fidel extático. Los hombres que fundaron Alamar, la ciudad del Futuro, del Hombre Nuevo, la que reemplazaría Miramar y el Vedado por un proyecto arquitectónico construido por y destinado a los obreros.
Aquí, el público viene a consumir. Y no precisamente arte. La premisa (tácita e inconfesable), es desmentir que se pertenece a la clase de los trabajadores.
Las voces siguen girando en círculos. Cada vez más cansados, débiles, erráticos. Me pregunto si el aire las arrastrará hasta el mar, si se hundirán en las aguas, como el cuerpo de Juanka, que Amaury dispersó de un golpe entre las olas de la Playita de los Rusos aquel atardecer de septiembre.
Me pregunto si el sonido es soluble, como el polvo. Si el pasado no le importa a nadie. Si no hay fallas en el reciclaje generacional.
Frente a La Guayabera, los jóvenes se alinean con sus smartphones (pagados con todo excepto un salario de obrero), a conectarse por WIFI, a sonreír a las pantallas. A colgar fotos en Facebook.