Lourdes Gil y la trampa del tiempo

Conocí a Lourdes Gil hará unos cuarenta años, en un festival de poesía que tuvo lugar en un pueblo turístico al noroeste de Nueva Jersey. 

Estaba yo asistiendo a la presentación de varias lecturas y paneles, y en un momento de ocio me topé con dos mujeres y un niño de unos cinco o seis años. 

El niño se excitó al ver varias calabazas talladas a mano (era octubre, unos días antes de Halloween) que adornaban un granero y se puso a gritar: “Calabaza, calabaza”. 

Yo respondí: “Cada uno pá su casa”. 

Eso nos indicó a los adultos, aunque supongo que no al niño, que éramos cubanos. 

Eran nada más y nada menos que Iraida Iturralde, Lourdes Gil y su hijo Gabriel. Ya las conocía de nombre y admiraba su obra, pero fue después de ese grato encuentro que comenzó nuestra amistad y me llevó eventualmente a colaborar en los eventos del Centro Cultural Cubano de Nueva York

Nos separaba el idioma en que escribíamos (español para ellas, inglés para mí), pero nos unía nuestra cubanía, tan ampliamente manifestada en la frase de las calabazas que le completé a Gabriel.

Ya era buen amigo de Heberto Padilla, desde que él y su esposa Belkis llegaron a Nueva Jersey. Al unirse Heberto y Lourdes, mi amistad con Lourdes se amplió y profundizó. Impulsado por nuestro acercamiento, comencé a leer su poesía con más cuidado. 

Descubrí la corriente cubana que la subrayaba, me impresionó su fulgor lírico y su lastre intelectual, que se arraigaba en una versión excéntrica, digamos exílica, del barroco cubano que traza sus orígenes al grupo origenista (valga la redundancia) que tuvo su auge en La Habana de los años cincuenta, bajo el liderazgo y la inspiración de José Lezama Lima. 

La atrevida Lourdes (parte de su atracción como persona fue su atrevimiento intelectual) era, por natura y convicción, una origenista disfrazada de adornos históricos, de prendas antropológicas que esconden sus ansias, sus deseos (que fueron muchos y extravagantes) y la coloratura de su escepticismo.

Lourdes Gil fue en un principio una lezamiana convencida, discípula de aquella escuela mitificadora y densa de un barroco cubano que quiso ser más bien una bebida elaborada para llegar a un estado de embriaguez literaria, al cual pocos arribaron, aparte del monumental Lezama Lima. 

Según la propia Lourdes, al llegar queda el poeta en “acechanza y reverente”.

“Era Lezama el viaje”, dice Lourdes en su poema “Al fin, Lezama”, al elaborar una metáfora que contradice el corpus de su obra. Porque si Lezama es el viaje, lo es en contraste a la destinación. Lezama, después de su muerte en 1976, cesa de ser persona para convertirse en pura estética, en desaforada mitificación (al contrario de Virgilio Piñera, su némesis, que odiaba la mitificación, a pesar de su obra magistral “Electra Garrigó”). 

Más que búsqueda, la poesía de Lourdes surge como estandarte de un deseo tripartita de ser poeta, de ser cubana y de zambullirse en lo barroco. 

“Esto es lo que fui, señores, y esto es lo que quise ser”, diría si pudiéramos abrir la tumba y entablar una conversación con ella. 

Para llegar, para cumplir con su ambición (los poetas son los seres más ambiciosos del mundo, de ahí su frecuente fracaso y su triunfo ocasional: “Try again, fail again, fail better”, alguna vez dijo Samuel Beckett), la poeta emprende el viaje hacia aquello —lo precioso, lo simbólico (a lo Mallarmé)— que de alguna manera se incorpora a sí mismo en un hermetismo insular dotado de poderes totémicos. 

“Vendrá el suplente en agua a conversar”, dice Lezama. Y hacia esa agua van esos poetas dotados de la estética constituida de lo efímero.

Digamos que Lourdes desciende en línea directa de Góngora, su sintaxis y su vehemencia lingüística. He aquí unos versos del poeta español:

Mientras por competir con tu cabello, 
oro bruñido, al sol relumbra en vano
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello
.

Siglos más tarde, aparece un poeta cubano llamado José Lezama Lima que ejemplifica lo barroco en la poesía cubana de su tiempo:

Una oscura pradera me convida,
sus manteles estables y ceñidos,
giran en mí, en mi balcón se aduermen.

Para llegar a estos versos de Lourdes Gil:

Ese alguien otea el horizonte y busca en el pescante
el esqueleto, aún vivo, de su amada.

Me atrevo a decir que hay momentos en que se mezclan los tres, son tan parecidos y, en el caso de Lourdes, tan deseosa de unirse a ellos, como si fueran aves de la misma bandada que, cerrando ojos y tapando oídos, no se sabe quién es quién.

Lourdes fracasó a menudo y sus ambiciones quedaron truncadas. Pero como toda gran poeta, nunca se dio por vencida. Al contrario, persiguió el fracaso como si fuera el manantial de su poesía, como vemos en un poema tras otro —“A Virginia Woolf”, “La siempre fiel”, “Queja a Balzac”. 

En este último, Lourdes le confiesa a Balzac: “Fíjate, Honorato, / la mediocridad acude en travesía giratoria. / Me tantea el verso su rasero / me desmorona las palabras… Fíjate, Balzac, cómo me escinde de la vida”.

En pasos a veces ciertos, a veces inseguros, Lourdes experimentó los meandros de su arte hasta llegar a las aguas claras, pero no por claras menos profundas, de la poesía nítida y moderna que disfrutamos una y otra vez en su poemario póstumo, bajo el contundente título Lluvia de piedras

Aclaro que se ven rasgos de esa nitidez (enérgica sencillez, quiero llamarle) en previos libros, como por ejemplo el poema “Praga” de El cerco de las transfiguraciones. O la joya histórico-poética “La nombró el Almirante” de Vencido el fuego de la especie:

te han querido mancha
te han llamado sierva
india hermana blanca
tienda Juana y loca
Loca Juana


ave vuela nave parte
llamad a Juana 
que Juana sabe…

Para aminorar la contradicción, digamos que para Lourdes la poesía no fue estandarte obúsqueda, sino estandarte y búsqueda. De ahí que sus poemas sean escurridizos, a veces difíciles de captar, pero, en un final, de un impulso arrebatador, que es la meta de todo poema, para llevarnos en vuelo lingüístico (alfombra mágica que es la poesía) del punto A al punto B de los sentidos: poesía cuyo fin es el sinfín. 

Paradójicamente, el caudal poético lleva a Lourdes, poeta, a conciliarse con Lourdes, persona, en la claridad de Lluvia de piedras, notable y perspicaz arribo al margen de lo que buscó desde el principio de su viaje. 

Todo triunfo tiene que medirse ante la irrefutabilidad del fin del tiempo. En el caso de Lourdes Gil poeta, se forja la unión del triunfo poético con la derrota personal que es la muerte. 

¿Quién no se siente, en un momento dado, derrotado por el tiempo? Try again, fail again, fail better.

Cuando el tiempo se acaba y no caben más intentos, ni la inherente esperanza de volver a fracasar nos sustenta. Es la trampa del tiempo, que Lourdes encarna en el poema que juega con este mismo concepto: “Una vieja película de Chaplin”.  

Sobrevivir fue eso:
un mito inerte deshaciéndose en el tiempo
una utopía sin destino

Sobrevivir 
fue transitar del cine mudo a la nave de Gagarin
(¿por qué se sorprendió de que la Tierra fuera azul?
¿o es que no lo supimos hasta entonces?)

Sobrevivir fue desconocer el ángel de la historia
rendírsele o retarlo
increparlo en los ratos de impaciencia

Sobrevivir fue la balada del viejo marinero 
(lo del “agua por todas partes”
es de Virgilio)

fue el mimo chaplinesco y vagabundo 
de bombín raído y bastón al aire
fue añorar el olor a violetas de un malbec

Sobrevivir fue el caballero andante de Cervantes
o el caballero inexistente de Calvino 
(a la postre da igual: Cervantes o Calvino
una idéntica prosapia de clásico y moderno
un ritornelo del hoy y del ayer)

Sobrevivir 
fue un juego fatuo a la entrada o la salida
(ya no recuerdo bien)
de un vasto imperio incandescente
de sofismas oblicuos y luces de Bengala

Sobrevivir fue una acrobacia
sobre las péndolas metálicas de la Guerra Fría:
sus cohetes, sus ciclones, sus cometas

Sobrevivir 
fue soñar poco y en vano
ver cómo enmohecían los recuerdos, leer hasta el delirio
ver pasar ese tranvía llamado deseo
(¿lo llamo, lo detengo, lo despido?)

Sobrevivir fue eso:
una vieja película de Chaplin
diluida en la memoria

En manos de Lourdes, sobrevivir se convierte en una actitud absurda pero nunca trágica, personificada en la figura del vagabundo de Charlie Chaplin, con esa aura picaresca que lo salva de caer en lo patético. 

Evocando a Italo Calvino, uno de sus escritores favoritos, Lourdes adopta la levedad a la que siempre acudió el escritor italiano, no para crear burla y así evadir la realidad, sino para disminuir la carga de vivir, o de escribir. 

Para decirlo de otra manera, Lourdes abandona el peso de sus tendencias barrocas para que la finalidad de las cosas sea más apetecible. Sobrevivir no es hundirse en el final absoluto que es la muerte, sino flotar en el éter de lo absurdo, con “bombín raído y bastón al aire”.

La levedad nos lleva a la liberación y esa liberación nos permite “ver pasar ese tranvía llamado deseo” sin inmutarnos o caer en una suerte de parálisis emocional. Deja que pase el tranvía, nos dice, y que el mito de la sobrevivencia se deshaga. 

En esa admisión encontramos el triunfo de Lourdes. No se sabe con certeza cuándo escribió este poema. Sin embargo, me gusta pensar que fue uno de sus últimos antes de morir. Prefiero creer que rio y en su risa se manifestó su actitud ante el fin de las cosas, de su percepción.

Se ha dicho que Lourdes siempre buscó la aceptación de su poesía en el mundo literario de Cuba y por eso se aferró al uso del español como medio de su práctica. 

De cierta manera, esa afirmación es válida. Se escribe como se puede y en el idioma en que a uno le place. Sin embargo, implica un nihilismo literario porque, en algún momento, Lourdes tiene que haberse dado cuenta que un regreso sería fútil, ya que no sería aceptada por la maquinaria cultural de la Isla. 

Si esa maquinaria nunca aceptó el desvío ideológico o estilista de los escritores residentes en la Isla, ¿cómo iba a tolerarlo en una exiliada?

La realidad es otra: la cubanía no tiene fronteras. Se es cubano tanto en La Habana como en Miami o Nueva York. 

Lourdes siempre se consideró cubana, tal como lo fueron Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cirilo Villaverde y José Martí, que vivieron largos años en el destierro. 

El inglés no fue para Lourdes el idioma de su envergadura emocional o intelectual. Para eso usó el español, con toque cubano, mostrándose incómoda cuando tenía que explicar algo en inglés. Fue una cubana total, de una cultura profundamente criolla, por decirlo así. 

Siempre consciente de que Lourdes persiguió su cubanía a través de su obra, en poemas tales como “Topes de Collantes”, “Reincidencia en la tierra”, “Como arista de Cuba el zapateo” y otros, no puedo concluir este ensayo sin ofrecerles un poema de Vencido el fuego de la especie:

Último puerto

Al navegante portugués
su último puerto:
esta es la orilla donde divisaba
tras el enjambre de la mejorana
cómo él surcó las Indias
sin regreso
besó su sombra prisionera
entre los mar pacíficos
del cacicazgo de Guamuhaya.





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Por Jorge Enrique Lage

Uno de los títulos de este año es sin duda ‘Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato’ (Random House, 2024), de Salman Rushdie