Alexis Esquivel nació en 1968 en La Palma, un pueblo situado en la provincia de Pinar del Río. Licenciado en Educación Plástica por el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona (La Habana, 1991), fue profesor de la Academia de Bellas Artes de San Alejandro e impartió clases como profesor invitado en diferentes universidades y centros culturales de Estados Unidos y Europa. Obtuvo varias becas y residencias de artista y su obra ha sido expuesta en numerosos museos, instituciones, galerías cubanos y extranjeros.
Alexis Esquivel ha desarrollado su obra a través de la pintura, principalmente, pero también de la instalación, la performance y el video, abordando de manera crítica y aguda diferentes perspectivas de la representación histórica de la sociedad, la cultura y la política en Cuba, o, asimismo, en España y Estados Unidos.
Se trata de un trabajo de notable complejidad iconográfica y temática, que desacraliza y desmitifica la noción de poder, de cultura, de identidad… para someterlos a una mirada y a un gesto contemporáneos, a una tensión entre la tradición y la modernidad.
Alexis Esquivel reinterpreta, por mediación de su pintura narrativa, el género de la pintura de historia —considerado como arte mayor en la Europa del siglo XVII— a fin de ejemplificar, de manera consciente o no, el problema filosófico siguiente: ¿es la Historia, como suele creerse, solo una sucesión objetiva de hechos que pueden ser registrados y relatados como ocurrieron con exactitud? ¿O la Historia es un haz de interpretaciones subjetivas sesgadas por intereses particulares, por perspectivas parciales y unilaterales sobre las entidades complejas que constituyen los acontecimientos históricos?
Dicho de otro modo, la Historia, para Alexis Esquivel, no existe como objeto real independiente de los relatos históricos: la única Historia existente es un conjunto construido de narraciones a partir de testimonios o huellas necesariamente incompletos del pasado.
La obra de Alexis Esquivel reactiva y restituye una presencia del pasado a través de la sincronicidad de sus imágenes pintadas que develan el lado oscuro de la humanidad en su diacronicidad. Consigue darle de nuevo a la pintura su estatuto de cosa mentale en un momento en que las obras de arte se van convirtiendo en formas consumibles y estandarizadas. Lo que nos lleva a otra pregunta: ¿sabemos todavía leer una imagen, la densidad de una imagen pintada que reescribe la Historia en un estiramiento temporal, este espacio-tiempo suspendido en la tela o el papel?
Ante sus obras, “hacemos frente al tiempo que nos busca”, este tiempo que da vueltas y se repite incesantemente, como remolinos de polvo levantados por el viento y suspendidos por el gran soplo de la vida.
Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia…
Soy de La Palma. Nací cuando el municipio aún se llamaba Consolación del Norte. Pasé mis primeros años en la casa familiar de mis abuelos maternos, conocida como la de “las Capiruzas”, derivado del apodo de mi abuelo, “Capiruza”, y debido también a que eran ocho hijas y un solo varón.
En el período republicano, mi abuelo había tenido pequeños negocios y una posición económica algo desahogada; fue miembro de la sociedad de color del pueblo y, más tarde, militante de los partidos Liberal y Acción Progresista. Mi abuela, Elena (Nena), una persona muy ecuánime y sabia, de origen campesino, era además su prima por parte de madre.
Vivíamos en una casa grande, antigua, de tablas y tejas, que apenas recuerdo, ya que al año de nacer yo se sustituyó por una de mampostería y placa, con un magnífico patio habitado por gallinas, gallos, pollitos, patos, perros, carneros, cerdos, bajo una frondosa arboleda, con plantas medicinales y frutales de todo tipo, que me hacían imaginar una inmensa selva, donde desplegar los juegos con mis primos, vecinos y amigos.
Aunque fui hijo único, soy el tercer primo de diez por parte de madre y el decimosexto de veintiocho por parte de padre, criados todos como si fuésemos hermanos. Algunos vivían en otras ciudades o en la capital del país, pero nos visitaban en vacaciones, cargados de chucherías, anécdotas y modernidades, con abuelos y bisabuelos llenos de sabiduría y gracia, en algunos casos muy longevos, que hacían fascinantes historias de tiempos pasados.
Algunos de mis antepasados se instalaron en la zona desde mediados del siglo XIX, varias generaciones se han multiplicado allí, por eso crecí rodeado de parientes de todas las edades y colores, me hacían sentir que el pueblo todo era mi gran familia.
Isora, mi mamá, era una mujer extremadamente trabajadora y sacrificada, con una comprensión de la bondad humana muy superior que practicaba con naturalidad. Ella fue profesora de corte y costura y luego cortadora principal en el Atelier de confecciones textiles del pueblo. Mi padre, Elizardo, era el benjamín entre dos hermanas y cinco hermanos, aunque tenía otra hermana aún menor, hija de su padre Severiano.
Mi abuelo había sido cabo de la guardia rural y mi abuela Elisa, dicharachera e ingeniosa, una católica ferviente y una feligresa devota. A mi padre lo apodaban Licho y era un tipo carismático e inteligente que comenzó a trabajar desde los 13 años y durante casi toda su vida laboral fue zapatero en el taller de reparaciones de calzado del pueblo, aunque luego hizo algunos estudios superiores y trabajó en otras esferas de servicios; pero incluso ya retirado, siguió reparando y resucitando calzado.
Creo que mis padres dignificaron para mí el trabajo manual y creativo, me inculcaron cierto gusto por lo que uno podía realizar con sus propias manos. Ellos, a pesar de sus ingresos modestos, siempre se las arreglaron para darme todos los gustos posibles en un pueblo de campo de los años 70 del siglo pasado.
En La Palma, la población negro-mestiza de la que formaba parte mi familia por ambas ramas era bastante minoritaria y endogámica. Era un pueblo muy tranquilo y hospitalario, habitado en su gran mayoría por personas sencillas y afectuosas, pero también por mucha gente conservadora, prejuiciosa y reaccionaria, que me permitieron conocer una versión bucólica del racismo nacional, al mismo tiempo que la verdadera fraternidad, con un cuarteto de amigos fieles que aún conservo, entre correrías en el monte, el pitén de pelota y los chapuzones en las pocetas de los arroyos.
Siempre me han contado que era un niño muy tranquilo, que podía pasar horas dibujando y coloreando en el piso sin hacer ruido ni precisar requerimiento alguno. A pesar de no existir en mi familia una tradición de artistas profesionales, mi incipiente vocación siempre fue vista con simpatía por mi entorno, sin que pudiéramos decir que tuviesen algún interés en que me dedicara a ello en el futuro, tal vez debido a los mitos y estereotipos negativos extendidos alrededor de los artistas que hacían que todos querían que sus hijos fueran médicos o ingenieros.
Mi papá había estudiado algo de música y tocaba el violín en la orquesta Charanga, aficionada del municipio. Me encantaba acompañarlo a los ensayos y las actuaciones. Él siempre quiso que yo aprendiera a tocar un instrumento, pero el solfeo me resultó muy difícil y aburrido y, lamentablemente, abandoné la empresa.
En aquellos años el movimiento aficionado en la Casa de la Cultura era muy pujante, había excelentes profesores, yo era parte del coro infantil de mi escuela primaria, teníamos una dulce y excepcional profesora, Iris, muy preparada, y siempre lográbamos estar entre los finalistas en los Festivales Nacionales de Pioneros.
Pasábamos el verano en Tarará; yo lo prefería sin ninguna duda a las competencias provinciales deportivas estivales en las que alguna vez tuve que participar.
También tocaba en la banda y estaba en el Círculo de Interés de Pintura con un magnífico profesor graduado de la ENA: Panchi. Él hacía un trabajo muy sistemático y serio con nosotros. Yo no faltaba ni los días de diluvio; con él aprendí los primeros elementos técnicos y las primeras nociones de arte, aprendí a pensar en la pintura como algo más que una actividad entretenida.
Cuando en 1980 tanto Iris como Panchi fueron víctimas de los bochornosos actos de repudio contra las personas que pensaban emigrar, fue un primer tajazo en mi inocencia, aprendí con amargura las tenebrosas maneras en que se podían confundir el arte, la política y la vida.
Al finalizar la primaria hice exámenes para ingresar en la Escuela de Arte de Pinar del Río, en Artes Plásticas. Aprobé, pero al haber sido seleccionado también para la Vocacional Federico Engels, en aquella época la mejor escuela de la provincia, una especie de escuela de talentos o algo así, donde se estudiaba internado durante seis años, secundaria y preuniversitario, con gran hincapié como indicaba su nombre en el desarrollo vocacional de los estudiantes, me decidí por esta última y con mis otros tres amigos nos fuimos para la ciudad de Pinar del Río con apenas 11 años.
¿Cuál fue tu primera emoción estética? ¿Cuándo se convirtió el arte en el centro de tu vida?
No recuerdo un episodio específico que fuera algo así como una epifanía estética. Supongo que las primeras emociones artísticas están relacionadas a la televisión o el cine, en la casa de Hilda y Tín, unos familiares muy queridos, como abuelos para mí, donde se podía ver la televisión, en blanco y negro por supuesto. Siempre estaba allí, cuando aún no había muchos televisores en el pueblo. Después, en la casa de mis abuelos, compraron una TV de fabricación soviética y, cuando mis padres se independizaron, mi papá se ganó “por méritos” un televisor.
Nunca olvidaré una serie extranjera sobre la vida de Leonardo da Vinci; aún me quedan imágenes borrosas de la presentación de los capítulos pero, según recuerdo, lo que más me impactaba en aquella edad del genio renacentista no era su faceta artística, sino su habilidad para escribir con las dos manos y, además, que lo hiciera de derecha a izquierda.
Otra que me impactó mucho fue Los miserables, también de las pocas series extranjeras que se podían ver en la televisión cubana en el primer lustro de los 70, así que desde muy niño fui un gran televidente, un gran amante de las series hasta hoy.
Del cine animado tengo un recuerdo muy vívido de la vez que me llevó una de mis tías a ver Fantasía de Disney; no la entendí y no me gustó nada, creo que hasta me dio un poco de miedo, pero, indudablemente, la escena de las hipopótamos bailando con tutú se convirtió, sin saber por qué, en un recuerdo indeleble.
Pero mi recuerdo más antiguo relacionado con la pintura fue la visita a la casa de mis abuelos de un pintor autodidacta, en aquel momento el más conocido del pueblo, que pintaba sobre playwood las siluetas recortadas de personajes de Disney utilizadas para decorar las cunas y las habitaciones infantiles.
Le vi dar color y filetear, sentí el olor de la pintura, creo que fue la primera vez que vi a alguien definido como un pintor, trabajando frente a mí, debí quedar impactado. Calculo que yo tendría entre 3 o 6 años. Pienso que si aún lo recuerdo con tanta nitidez es porque me cautivó el impulso de imitar la actividad y la convicción intuitiva de que esta podría resultarme asequible y placentera.
La verdad es que, desde que tengo memoria, siempre disfruté mucho dibujar y pintar, nada especial que no compartiera con la mayoría de las niñas y niños de mi edad, pero que sí se fue convirtiendo en una afición persistente durante mi crecimiento; así que, durante los últimos tres grados de la enseñanza primaria y después en la enseñanza media, me mantuve vinculado a los llamados “Círculos de Interés de Artes Plásticas”, primero en la Casa de la Cultura de mi municipio y luego en la Escuela Vocacional Federico Engels. En ellos aprendí elementos básicos de dibujo y pintura, pero sin mayores pretensiones.
En este último centro docente los profesores eran realmente muy dedicados; recuerdo que organizaban cada corte evaluativo unos viajes a La Habana con el objetivo principal de visitar el Museo Nacional de Bellas Artes. Fue muy importante para un pueblerino como yo poder ver los originales de las vanguardias cubanas que tanto conocía por reproducciones.
Enmudecí ante Las malangas de Valentín Sanz Carta y frente a un busto velado de blanquísimo mármol, cuyo autor no recuerdo, e incluso hasta aprendí algunas argucias para pintar las uvas a las que, por cierto, nunca había visto al natural, con el cuadro del Fauno, atribuido en aquel entonces a Peter Paul Rubens.
Durante esa etapa realizaba, de vez en cuando, ilustraciones didácticas para las clases de Biología u otras asignaturas, que pedían algunos docentes y, ya en el preuniversitario, casi me convertí en el rotulista oficial de la escuela. Era malísimo, además lo detestaba, pero me otorgaba bula para no asistir al campo ni participar en las labores agrícolas.
Fue algo que fortaleció ostensiblemente mi vocación artística, tengo que decir que allí los profesores de artes plásticas llegaron a ser excesivamente generosos conmigo. Una vez me confiaron la realización de un mural de tema deportivo, el resultado fue la cosa más horrible que puedas imaginar, solo espero que la erosión del tiempo y la desmemoria humana hicieran su trabajo.
¿Qué formación tuviste? ¿Cómo valoras la enseñanza que recibiste?
Era un joven con mucha avidez de conocimientos al que le gustaba mucho leer, estar informado, polemizar, cultivar sus gustos e intereses musicales, pero era, ciertamente, un estudiante mediocre. Algunos de mis primos de la capital e incluso del pueblo, algo mayores que yo, eran primera generación de universitarios en la familia, en especial una de ellas, que estudiaba Arquitectura y también su hermano, que estudiaba Ingeniería Civil.
Yo estaba muy orgulloso de ellos y, además, me atraía mucho esa profesión. Todos eran para mí un modelo a seguir, pero yo no era muy buen estudiante, así que no podía aspirar a algunas de las carreras más seductoras. Estaba completamente desorientado respecto a mi futuro; la opción del arte no estaba ni por asomo en el panorama.
Fue gracias a la jefa de la Cátedra de Artes Plásticas que supe de la carrera de Educación Artística, en el Varona. Me presenté, aprobé, y comencé la licenciatura; acepté su perfil pedagógico con cierto desagrado y resignación, aunque después descubrí que no me disgustaba del todo.
Era una especialidad de reciente creación. De hecho, el nuestro era el segundo curso matriculado, pero llegó a existir un ambiente fabuloso. Era un alumnado muy diverso en edades y procedencia de La Habana y del interior del país, algunos habían interrumpido estudios y tenido disímiles experiencias laborales previas, otros eran graduados de la Escuela Nacional de Arte (ENA) o de Escuelas Provinciales de Arte de nivel medio o elemental. En cambio, otros como yo, veníamos justo del preuniversitario.
Efectivamente, teníamos niveles de preparación muy desiguales, lo que a posteriori, lejos de ser una dificultad, fue una riqueza que generó una gran motivación y un reto para los que no veníamos de escuelas de arte e intentábamos emular el nivel técnico de los más aventajados.
Considero que aprendía tanto de mis compañeros como de mis profesores. Recuerdo que en los primeros cursos dejaba de salir al Coppelia en las noches, repitiendo sin parar aguadas, carboncillos o tareas de clase, para intentar al día siguiente acercarme un poco a condiscípulos admirados como los fatalmente desaparecidos Pedro Álvarez o Carmen Cabrera.
La verdad es que en nuestro programa académico prevalecían en tiempo y volumen las asignaturas pedagógicas, pero también Psicología, Historia Universal, Filosofía Marxista, Historia de la Filosofía, Museología e Historia del Arte, por encima de las asignaturas prácticas de la especialidad como Dibujo, Pintura, Diseño o Escultura.
No se puede decir que este currículum académico nos garantizara una incólume formación intelectual, pero sí una base general muy aceptable, desde la cual podíamos empezar a despertarnos. Tampoco las asignaturas de especialidad contaban con el rigor y la profundidad que podían esperarse de un centro de formación exclusivamente artístico como el Instituto Superior de Arte (ISA). Y esto último era algo manifiesto por la dirección del Instituto, se “trataba de formar a pedagogos, no a artistas”.
Pero tuvimos la suerte excepcional de suplir ese déficit de instrucción técnica y conceptual con un joven claustro en disciplinas clave como Historia del Arte con Abelardo Mena por ejemplo, o en los talleres de especialidad, recién graduados del ISA, como Ciro Quintana, José Ángel Toirac, Francisco Lastra, Ángel Ricardo Ríos, Adriano Buergo, Alejandro Aguilera, Lázaro Saavedra, etc.; e incluso algunos artistas más que, a pesar de no ser docentes allí, nos visitaban con frecuencia, como Carlos Cárdenas, Glexis Novoa, Tomás Esson, y nos daban la oportunidad de interactuar con ellos.
Eran artistas muy activos, protagonistas del vigoroso movimiento artístico de los años 80, cercanos en edad, con una energía singular y contagiosa, que sin duda pusieron en el centro de nuestra etapa de formación la realidad efervescente del arte del momento. Ellos actualizaron nuestras perspectivas y nos infundieron un pensamiento crítico.
Otro modo que con certeza ayudó a compensar algunas limitaciones de nuestra formación en el Pedagógico fue la sinergia, franca y desinteresada, entre los compañeros de mayor instrucción artística con los demás, o el intercambio con los amigos de la especialidad de Música, como José Luis Estrada, Eugenio Carbonell, Ángel Frómeta, Aldo Medina o Eddy Cardoza; e incluso con algunos estudiantes de otras facultades como Español y Literatura o Filosofía e Historia, amantes de la creación, el arte y la cultura, como el gran amigo y comisario Omar-Pascual Castillo.
Todos estos factores constituyeron un verdadero revulsivo que aceleró nuestras concepciones creativas, obligándonos, tal vez, a quemar etapas, y dejándonos no exentos de lagunas, pero infundiéndonos una voluntad de creación, más allá de nuestras propias expectativas.
Fue en ese ambiente cuando comencé a realizar mis primeras obras de cierta pretensión profesional y realicé mi primera exposición en la Galería de la Casa Estudiantil del Castillito de Ciudad Libertad, otrora residencia de Fulgencio Batista. Allí también, gracias a la gran generosidad de un colega y de la subdirectora, tuve mi primer taller, donde realicé algunos de mis trabajos tempranos.
Este era un lugar increíble de confluencias diversas e infinitas con su “Casa del Té” / Alcohol de 90º, nuestra humilde Bodeguita del Medio, nuestro Café Voltaire, nuestro exiguo y particular Café de Flore entre Playa y “Marianado”.
Ese lugar entrañable fue culpable también de ciertos escarceos con la música, por contagio con mis buenos amigos, que tuvieron la osadía de hacerme vocalista de un grupo aficionado de música fusión; cosa que me valdría después aventuras mayores en ese sentido y que terminaron retrasando por algún tiempo mi incorporación a la docencia, una vez graduado, para luego abandonarla y dedicarme, casi por completo, a la creación visual.
Como se puede ver, casi siempre he estado vinculado a las artes plásticas de alguna manera y, a pesar de ello, no creo preciso decir que he tenido una formación sistemática, sino que más bien ha sido algo aleatoria, fragmentada, heterogénea.
Siempre he pensado que soy demasiado autodidacta como para considerarme un artista formado académicamente y demasiado instruido como para ser autodidacta. Pero es un hecho que la práctica artística ha devenido mi principal actividad y medio de vida. No obstante, soy un poco reacio a reconocerme como un verdadero profesional y, en realidad, me siento más cómodo con la idea de ser un eterno amateur.
Con eso no niego que el arte sea sin duda muy importante para mí, lo disfruto al máximo, como creador, como consumidor, en su diversidad, sus corrientes, movimientos y en su devenir, pero como Orson Wells, y salvando las colosales distancias, siento que no soy ese tipo de persona que tiene la capacidad de convertir el arte en el centro de su existencia. Creo que no he sido ni seré nunca ese tipo de artista que logra ese nivel de sacerdocio. Siempre que he tenido que elegir entre el arte y la vida, lo cotidiano, lo humano y lo terrenal para mí han estado primero.
¿Qué es el arte para ti?
Como mucha gente, no tengo muy claro lo que es el arte, tal vez sea bueno que así sea. De seguro, nuestra tarea sea redefinirlo infinitamente, sin alguna posibilidad de éxito probable. No obstante, a lo largo de mi formación y trayectoria he conocido algunas conceptualizaciones al respecto que, aunque incapaces de corregir mi ignorancia o atenuar mi confusión, sí me han dejado un rastro de ideas e impresiones que me han servido de orientación, algunas de las cuales han devenido creencias para mí.
Yo aún creo que el Arte es un lenguaje, un sistema de comunicación, una forma especializada de la expresión humana; pero también una forma de conocimiento, interpretación y representación de la realidad, históricamente condicionado, culturalmente determinado, una actividad específica, con su propia lógica interna y devenir, que no es indispensable para la existencia biológica de nuestra especie pero sí inherente a su forma de vida social, que puede tener, y tiene, valor de uso y de cambio, que puede constituir una afición, una profesión o un sacerdocio.
Son solo unas pocas y vagas aproximaciones que me guían tantas veces como me desorientan otras y de las que también reniego con excesiva costumbre.
¿De qué manera has evolucionado como artista? ¿Han cambiado tus ideas sobre el arte?
Nunca podré recuperar la ingenuidad y la belleza con la que me acercaba al arte en mis inicios. En efecto, mi mirada actual es prosaica, pragmática, sin que por ello me sienta como un “psicópata”; pero defender su valor mesiánico y redentor, a estas alturas, me parece una sobreactuación intolerable.
No niego que de vez en cuando el arte me sorprenda, me vuelva a seducir y hasta embaucar, con su presunto poder extraordinario y su capacidad infinita de revelar misterios; es solo que me he vuelto más incrédulo. Por eso, prefiero confiar en sus potencialidades más inmediatas, como su capacidad para permitirme participar de manera proactiva en el debate social y aportar con la mayor honestidad posible mis sentimientos y opiniones respecto a todos los asuntos que me inquietan y desvelan, aunque ahora mis metas son relativamente tangibles y mis ambiciones absolutamente discretas.
¿Cómo definirías tu práctica artística?
Todo mi trabajo, tanto mis pinturas como mis incursiones instalativas o performáticas, poseen en primera instancia una decidida voluntad retiniana, pero parten siempre desde una misma postura conceptual. Es decir, desde un campo de reflexión previo que decide la objetivación y la socialización de esa idea, con la voluntad manifiesta de establecer contacto con los otros y comunicarme con ellos.
¿Eres reacio a explicar tu trabajo, al acercamiento crítico?
Asumo mi obra como un proceso abierto que solo se completa en la recepción, que siempre parte de mi capacidad para generar significados y contenidos que, filtrados a través de la emotividad, sean capaces de provocar el razonamiento creativo de los demás. Por eso considero que estoy bastante abierto a reflexionar críticamente sobre mi trabajo y a explicarlo en la medida de lo posible.
¿Qué artistas han influido en ti y a cuáles sigues admirando?
En la etapa de estudiante, uno descubría por diapositivas y reproducciones, muchas veces en blanco y negro, por Art in América, Art Nexus, las revistas extranjeras de arte que solo se podían consultar en la Biblioteca Nacional José Martí, un nuevo artista cada semana y se le adhería a este como una sanguijuela y lo consumía hasta la indigestión. Hasta que aparecía la próxima semana otro movimiento u otra figura que te impactaba, para otra vez la misma ingesta. Así que son muchas las influencias y paradigmas que siento que conforman, consciente o inconscientemente, mi sensibilidad.
Sí te puedo nombrar algunos pintores clásicos con los que he sentido que me conecta un fino hilo. Es algo subconsciente, una especie de relación mayéutica, atemporal, remota, a los que por alguna razón invoco secretamente cuando pierdo el rumbo frente al lienzo. Van desde el Bosco, hasta Mark Rothko e Yves Klein, pasando inevitablemente por Velázquez, Sorolla, Matisse, Albert Marquet, Chirico y Magritte.
Hay otra pléyade que han sido como encuentros fortuitos, revelaciones decisivas en la conformación de mi modo de expresión y de alternativas creativas, como pueden ser Marcel Duchamp, Picabia, Beuys, Piero Manzoni, Robert Colescott, Fritz Scholder, Walter Dahn, Gerhard Richter, Sigmar Polke, Eric Fischl, Georg Baselitz, James Lee Byars, Hans Haacke.
También entre mis coterráneos hay varios que han constituido un arquetipo metodológico, un referente estratégico o un paradigma ético. Es el caso de Flavio Garciandía, José Bedia, Tonel, Pedro Álvarez, Alejandro Aguilera, Lázaro Saavedra o el entrañable maestro y amigo Umberto Peña.
Otros, en cambio, son el resultado de una aproximación disciplinada expedita, como parte de un esfuerzo investigativo completamente racional; pienso en Jean-Louis David, Eugène Delacroix, Ilya Repin, Francisco Pradilla, Antonio Gisbert, José Casado del Alisal, Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Wifredo Lam, Roberto Diago Querol, Manuel Mendive, Julio Larraz, Mark Tansey, o la estampa japonesa, en una lista interminable.
Desde la distancia, ¿cómo juzgas a tu generación, la de los años 90? ¿Cuál es tu apreciación respecto al arte cubano contemporáneo?
Desde principios de la década del 90 muchas de las principales figuras del movimiento artístico habanero-cubano decidieron emigrar. Esto generó una sensación de orfandad en muchos de nosotros, a la que tanto los artistas de mi generación como las instituciones trataron de dar apresurada respuesta.
La Institución y el Estado cubano, a tono con su versión darwinista de la historia del arte, trataron de recomponer la relación dañada con los creadores de la década anterior, conformando con urgencia una nueva propuesta generacional y diseñando un nuevo marco de relaciones que pudo ser aprovechado por los artistas emergentes.
A partir de ahí las y los jóvenes artistas, tanto los que fueron selectivamente apoyados y promocionados por la institución como los menos favorecidos entre los que me incluyo, tuvimos unas mejores condiciones para la comercialización, la visibilidad e internacionalización de nuestro trabajo.
Considero que nuestra generación estableció ciertos hilos de continuidad con la generación anterior, absorbió muchas cosas de ella, pero también supo distanciarse dialécticamente y desarrollar su propio argumentario ideo-estético. Recuerdo que al principio fue muy cuestionada y percibida como algo “manierista” o “epigonal”, pero con el tiempo fue posible advertir su identidad y su propia voz.
Con el encumbramiento temprano de algunas de sus figuras más notables y la presencia de estos en la periferia del star system del arte internacional, logró amplificar el alcance de todos, consiguiendo una atención y una legitimación a veces precipitada y superficial.
Creo, además, que mi generación fue capaz de mantener la mecha encendida y conservar la tradición crítica pese a todo; en muchos casos supo incorporarse al mercado sin desvirtuar demasiado sus esencias y logró establecer un diálogo más simultáneo y actualizado con el arte contemporáneo internacional.
La producción creció en diversidad y alternativas. Hoy, muchos de ellos y ellas desarrollan sus vidas y defienden su trabajo desde otras latitudes, de manera temporal o definitiva, y es más complejo establecer cartografías sobre el arte cubano actual en esa diáspora en tiempo real.
La información que me llega es fragmentada, pero lo que he podido conocer me causa una impresión favorable y me sugiere que, como en el Mundo soñado de Tonel, Cuba se ha multiplicado y dentro de la Isla, como siempre, el talento no cesa y se reproduce como el marabú.
¿Conoces la influencia que ha tenido tu obra en otros artistas cubanos?
No tengo la sensación de que mi obra sea tan conocida o relevante en Cuba como para influir a otros artistas, e ignoro en qué grado ha podido dialogar ella con otras generaciones, ya que muchas veces mi trabajo ha sido incomprendido, debido a sus contenidos, y ha tenido en la Isla una divulgación más bien limitada e, incluso en algunos casos, podríamos decir que restringida. Además, durante todo el tiempo en que he estado residiendo en el exterior no he realizado exposiciones personales en Cuba. No sé, en cualquier caso eso lo tendrían que decir los críticos e historiadores.
Lo que sí he podido apreciar con agrado es que, más allá de la relación que puedan tener con mi obra, algunos artistas más jóvenes presentan algunas concomitancias temáticas y metodológicas con mi trabajo al asumir el tema racial o el tema histórico. Esto me agrada mucho, ya que en ciertos ámbitos esos temas son percibidos como de poco interés o actualidad, incluso agotados. Comprobar que existe un cierto y espontáneo interés entre artistas más jóvenes que replican con claridad a estos cuestionamientos y constatar que pueden participar todavía de un diálogo vivo y abierto es muy alentador.
¿Qué relación mantienes con los artistas cubanos?
En realidad, extraño mucho esa época gregaria en la que desandábamos La Habana, sobre todo con mis fraternos y admirados colegas Andrés Montalván o René Peña. He procurado siempre, desde dondequiera que he estado, mantener el contacto con ellos y nuestros encuentros son un revulsivo para la creación y la amistad. También con otros amigos de aquellos años me gusta conversar e intercambiar cada vez que puedo, pero no siempre esto es posible.
Tengo un especial interés por estar al tanto del quehacer de mis coterráneos, sin importar donde se encuentren, sean más o menos cercanos o más o menos exitosos. Apreciar y meditar detenidamente sobre sus trabajos me resulta altamente gratificante. Constatar sus logros y resultados me resulta muy estimulante, incluso para el desarrollo de mi propio trabajo.
Háblame de tu proceso de creación.
Creo que la impronta del arte conceptual en la sexta y séptima década del siglo XX y el movimiento artístico de los 80 en La Habana de forma más inmediata fueron una influencia decisiva para mi interpretación crítica del lenguaje del arte y la sociedad misma. Pero yo no me sentía preparado para ser un artista conceptual, tampoco quería ser “tan tonto como un pintor”, ni abandonar el placer de pintar.
Entonces, fueron buenas coartadas para mí la bad painting estadounidense, el neoexpresionismo alemán, la transvanguardia italiana y, desde la teoría del arte, el debate posmodernista, “para salvarme in extremis de caer en el profundo abismo formalista de la modernidad” y ganarme el escarnio de mis contemporáneos.
Mi dilema creativo fundamental fue defender mi vocación sincera por la tradición de la pintura figurativa y narrativa, sin complejos ni sentimientos de culpa, más allá de las visiones apocalípticas, y sobre todo, sin traicionar mi pasión innata por el discurso histórico que siempre me había acercado a todos los secretos posibles, a través del descubrimiento y el disfrute del acto de pintar.
Intenté resolverlo proponiéndome una mayor elaboración conceptual de la obra y propiciando una tensión voluntaria entre los diferentes aspectos semánticos y formales, convencido, al mismo tiempo, de que, una vez realizado el primer trazo, nada quedaría totalmente controlado ni dependería de mí por completo.
Corrían los años de la glásnost, la perestroika, el Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas, las Novedades de Moscú. Comparativamente hablando, la Isla gozaba de una tenue y frágil estabilidad económica que no éramos capaces de advertir entonces, pero que más tarde aprendimos a valorar y añorar.
Los límites a la expresión estaban muy bien definidos, pero gravitaba la sensación generacional de que asistíamos a una oportunidad única para renegociarlos. La intensa vida cultural era un excelente caldo de cultivo para nuestra euforia juvenil. Muchos volcábamos la mirada a la realidad, a la naturaleza paradójica de la vida cotidiana.
En medio de aquel ambiente yo me sentía como en permanente estado de gracia. El estímulo podía venir de cualquier parte, de mis certezas, mis dudas, los libros, el cine, las canciones, los medios de comunicación, los intercambios con los amigos, las contradicciones sociales, las arbitrariedades o excesos del poder político, las carencias y angustias de la vida cotidiana. Uno se sentía como una especie de iluminado que tenía algo muy urgente e importante que decir para una audiencia monumental que aguardaba con impaciencia.
Era un libre fluir de ideas, sin mucho tiempo para bocetarlas. Tan solo unos vagos esquemas en una libreta y ya está. Todo muy intuitivo y espontáneo, pero no por ello falto de seriedad y compromiso, plasmadas con inmediatez en cualquier pedazo de cartulina o lienzo, con los primeros materiales que tuviese al alcance. En un proceso completamente abierto, improvisado, imperfecto, sin duda, pero verdadero, espontáneo y excitante, del que creo, brotaba una voluntad lúdica, irónica y un sarcasmo auténtico e irreverente.
Desde luego, con el tiempo, esto fue cambiando. La constante revisión crítica que uno hace de su propio trabajo va llevando paulatinamente a ello y, aunque nunca he parado de fabular con las imágenes, en la medida en que me fui sintiendo más implicado, aprendí a discriminar de forma más reflexiva y a descartar lo pueril, lo fácil y lo gratuito. La selección de las ideas se fue tornando más exigente, mi atención se fue concentrando en temas más específicos, intentando desarrollarlos con mayor profundidad.
Se me hizo necesario entonces estudiar con mayor hondura los referentes artísticos, consultar bibliografía más especializada, escarbar en fuentes primarias, en archivos, bibliotecas, hurgar en el pasado reciente o remoto, indagar más en el acervo iconográfico precedente o contemporáneo, para poder incorporarlos a la obra con la mayor organicidad. Efectivamente, todo fue adquiriendo mayor envergadura, los materiales y los formatos elegidos con mayor precisión.
El procedimiento se dilató, pero se hizo, en mi opinión, más analítico y riguroso. El boceto fue cobrando mayor importancia para mi trabajo, auxiliado en modo creciente por el uso de Photoshop e Internet. Se convirtió, sin duda, en una etapa imprescindible no exenta de hedonismo, en la que intento siempre domesticar la inspiración salvaje de los primeros años con la presunción ilusa de controlar racionalmente los más mínimos detalles.
En efecto, hay placer en la investigación, en la construcción del argumento, en el estudio de las composiciones, en el ensayo del boceto. Pero la posibilidad del verdadero disfrute se alcanza, para mí, en el acto físico de dibujar y de pintar, donde puedo ser más libre, donde no domino casi nada, donde no lo conozco ni lo entiendo todo y me puedo sorprender a cada instante.
¿Cuándo sabes que una obra está terminada?
No siempre tengo claro que un cuadro esté terminado. Supongo que cuando lo que me imaginé y la idea que me propuse va quedando plasmada con cierta dignidad en un alto porcentaje, empiezo a considerar que estoy cerca del fin. Si a pesar de ello tengo la tentación de seguir insistiendo hasta conseguir una peligrosa e improbable perfección, corriendo el riesgo de malograrlo, aparece con frecuencia una voz interior que, afortunadamente, me dice que justo ahora es el momento de parar; pero si esto falla, está la voz exterior de Martha Laguna, mi compañera, que siempre con muy buen criterio me dice: “Para, por favor, que lo vas a echar a perder”; o también cuando se acaba el plazo final para la entrega.
¿Qué particularidad tienen la pintura y el dibujo para que continuamente se anuncie su muerte y su resurrección?
La pintura y el dibujo tienen una larga historia, forman parte de una antiquísima tradición humana; por tanto, no me sorprende que para muchos sean vistos hoy en día como medios conservadores asociados al pasado y desplazados por nuevos medios de expresión más vinculados a los signos y claves culturales de la sociedad contemporánea. Yo opino que las personas en el mundo del arte que los relegan en la actualidad tienen seguramente un gran dominio y conocimiento acerca de ellos y por eso los sienten vetustos, agotados; pero no es mi caso.
Yo aún entiendo muy poco de pintura y dibujo, estoy muy lejos de sentir que los domino. Para mí, la pintura, sobre todo, es un completo desafío, un reto colosal, desde la simple alquimia de los colores hasta la comprensión y el manejo de sus múltiples capacidades retóricas; es una actividad verdaderamente divertida. No sé si esto se debe a algún gen conservador dominante, o porque soy muy “cheo”, para utilizar un “arcaísmo” propio de mi generación.
Cuando Sorolla terminaba con gran fatiga los últimos paneles para la Hispanic Society en 1919, ya hacía dos años que Duchamp había expuesto La fuente; sin embargo, cien años después, ambos pueden compartir habitación en el Olimpo del Arte. Entonces, me cuesta creer en la muerte de la pintura cuando veo el Louvre o el Prado, con largas colas de público para observar pinturas; quiero creer que, al menos una parte importante de ellos, todavía se emocionan con ellas. Y esto puede parecer un buen conjuro contra cualquier tipo de muerte.
Los precios y el prestigio que adquieren las obras de algunos pintores en ferias y subastas tampoco ayudan a convencerme sobre un final inminente. Por otra parte, desde la novena década del siglo pasado la pintura ha jugado un papel oxigenante en el mercado mundial del arte, para el que mi raciocinio no logra encontrar reemplazo. Pero, ¿quién sabe? Con las nuevas tecnologías, los NFT, la inteligencia artificial, etc., el futuro es un desafío; nada es eterno, todo ha de morir un día.
No obstante, en lo que a mí respecta, nunca he estado preocupado por ese debate, me puede resultar tan seductor e intelectualmente placentero la percepción de una pintura antigua, clásica o contemporánea como la de una obra realizada en los códigos y lenguajes más rupturistas del arte actual. Aunque la verdad es que tengo debilidad por la pintura.
Soy mucho más exigente como espectador con obras de otros lenguajes contemporáneos; en cambio, con la pintura soy extremadamente condescendiente. Es un misterio; me puede fascinar, interesar, hasta las de peor factura y consideración. Por otra parte, cuando soy yo el que explora la creación por otros medios y lenguajes, no siento que esté negando la pintura, sino que más bien estoy expandiéndola, ya que de alguna forma siempre parto desde ella.
Es posible también que ese recurrente rechazo a la pintura, más allá de que sea una pose o artimaña discursiva puntual de intelectuales de salón, sea también una negación temporal, inmanente a su propia lógica de desarrollo. Todas las épocas privilegian alguna forma de arte y subordinan otras. Por mucho tiempo la pintura señoreó el mundo de las artes visuales, ya no parece que sea así.
De cierta forma me alegro, yo prefiero pintar en una época en que la pintura ha perdido ese boato, esa hegemonía, y se precisa defenderla, entonces, con humildad, con cierto altruismo e indudable pasión. Pero, ¿quién sabe? Quizás estos agoreros tengan razón y esta vez sí estemos asistiendo a su muerte definitiva.
Sin embargo, cuando yo miro las obras de muchos jóvenes en el ámbito nacional e internacional que aún eligen la pintura como forma de expresión fundamental, y se habla de pintura expandida y metapintura y no sé cuántas cosas más, veo que en su gran mayoría son excelentes artistas, excelentes pintoras y pintores. Me hace pensar más bien que la pintura está condenada a una recurrente y eterna resurrección.
¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas?
En mis inicios era muy importante para mí, y creo que era algo bastante común entre mis coetáneos, que el trabajo contara con la favorable apreciación y aprobación de los colegas y amigos más cercanos. Uno tenía muy en cuenta sus criterios, sus gustos y opiniones. Había una gran retroalimentación, pero en ningún caso esto significaba que intervinieran plena y definitivamente en los resultados del trabajo, pues cada quien estaba intentando labrarse su propio camino.
Pero sí te puedo decir con toda honestidad que ni en esos tiempos ni después he ponderado a la hora de crear si una obra mía puede interesar o no a tal o cual galerista; o si la hiciera de una determinada forma, podría ser de la preferencia de un coleccionista específico. No tengo nada en contra de esto, solo que no es mi caso. Creo que, en realidad, no sabría hacerlo, sería muy desconcertante para mí.
Siempre he tenido la opción de crear con razonable libertad. He tenido la oportunidad de hacer con mayor o menor éxito el tipo de arte y las obras que he querido, independientemente de si eran aceptadas o no, de si eran expuestas o censuradas. Si después algunas de ellas han resultado incomprendidas, vilipendiadas o rechazadas, ha sido el criterio de otros y, por supuesto, nunca ha sido mi intención.
De todas formas, en la medida en que toda obra es un diálogo secreto con un público virtual, genérico, abstracto, indeterminado, es inevitable que, de manera consciente o inconsciente, extendamos hilos con ese receptor potencial. Pero cuando estoy entusiasmado con el proyecto, ensimismado en la tarea en cuestión, son otros los elementos internos que valoro y otras las reglas intrínsecas que definen y conducen el proceso; los demás factores exteriores adquieren escasa relevancia en ese momento.
No obstante, mi trabajo tiene una voluntad comunicativa muy explícita. Es evidente que a mí me interesa contar algo, narrarlo y compartirlo de la mejor manera, con la mayor cantidad de receptores posibles. Entonces, debo ser extremadamente cuidadoso con la elección de los códigos y referentes culturales para la construcción de esos mensajes, debo ser capaz de controlar su dimensión tropológica y polisémica, con la intención manifiesta de establecer el proceso de comunicación más efectivo posible. En ese sentido, sí te puedo decir que nunca dejo de tener en cuenta esa idea abstracta del público.
¿Qué relación mantienes con las otras artes? ¿Cuál es su importancia en tu vida y en tu trabajo?
De adolescente tuve mis escarceos hormonales con la poesía, a la que por suerte abandoné a tiempo, para bien de la humanidad, o me abandonó ella a mí, según se mire. Siempre me gustó leer, pero he terminado siendo un mejor lector de historia, de ensayos y pensamiento, que de literatura, algo de lo que no estoy orgulloso.
Con la música he tenido una relación mucho más orgánica. A pesar de ello no son muchas mis obras donde esto se hace evidente, quizá en la performance Se fue la luz o tú parpadeaste; en la instalación de Pianísimo concierto en claves de I- Fa (1997); o las pinturas Danubio Azul (2000), la Conguedia (1997) o Black Power (1990). Son apenas escasos ejemplos donde tangencialmente la música está presente.
Sin embargo, más de una vez he tenido la tentación de desarrollar proyectos interdisciplinarios, donde la música resultara un elemento protagónico, pero por diversas razones nunca he logrado concretarlas. Cuando he realizado performances, un obstáculo importante para mí ha sido mi singular miedo escénico, que ni siquiera mi experiencia musical me ha podido ayudar a controlar.
A pesar de ello, cuando la idea lo ha requerido, me he aventurado y sometido con disciplina en función de la obra, pero totalmente alejado de mi zona de confort. Sí he utilizado el sonido como recurso fundamental en la obra de 2005 Metropía, 12mn de sonido del Metro de La Habana, por razones obvias; pero se trata también de un caso aislado que no refleja con claridad mi vocación musical, un tanto hereditaria, ya que, según me contaba mi papá, a su padre le gustaba tocar el tres y una de sus hermanas improvisaba décimas y cantaba muy bien.
Mi propio padre estudió música e intentó que yo también lo hiciera; por lo visto, me transfirió algo de su oído musical y un poco de condiciones vocales, por eso durante mis estudios en el Varona me pude infiltrar sin ser descubierto en un grupo musical aficionado con mis amigos de música; unos tipos geniales, más locos que yo, que todavía andan por el mundo haciendo carreras importantes, creando fantasía y buenas canciones.
Esto me vinculó también a la generación de la Novísima Trova; fui un asiduo de la Peña de 13 y 8, donde llegué a colaborar ocasionalmente. Lo cierto es que no tenía grandes expectativas en desarrollarme como músico, pero era un buen modo de hacerme notar y socializar mejor, sobre todo con el público femenino, así que me dejaba llevar.
El caso fue que Arkanar, un grupo de trova y fusión, muy conocido por esa época, me escuchó y mi compadre Alejandro Martínez me invitó a trabajar con ellos. Yo estaba en la fase final de mis estudios, así que tuve que hacer un gran esfuerzo; pero fue una etapa maravillosa, muy enriquecedora.
Recuerdo que, más que cantar en vivo, me gustaba grabar en estudio y componer letras para las canciones. Salíamos en la televisión e hicimos algo de música incidental para programas y series. Fue un tiempo corto pero intenso. Al final, la vida del músico tiende a lo colectivo, a lo errante; mientras que la pintura es, por lo general, más sedentaria y solitaria, algo que tenía mucho más que ver conmigo.
Soy también muy cinéfilo, no me considero un gran conocedor, pero en muchas obras mías es posible descubrir este o aquel referente cinematográfico, también de la televisión, aunque en menor medida.
Ah, también me gusta mucho mirar edificaciones en construcción, pero imagino que esto no cuenta como vocación arquitectónica.
¿Qué opinión te merece el mercado del arte y el lugar que ocupa el dinero hoy día en este mundo? ¿Piensas que el mercado orienta la creación?
Es una variable más de la ecuación actual del arte, muy significativa, pero una variable más.
¿Qué tipo de relación tienes con los galeristas?
He tenido muy poca relación con los galeristas, gracias a Dios, por lo que he escuchado… Pero cuando logran conectar a cabalidad con la obra de los artistas, pueden hacer un gran trabajo; cuando asumen una actitud comprometida con sus creadores y tienen una cabal comprensión de todas sus funciones comerciales y culturales, pueden ser determinantes.
Yo solo he trabajado puntualmente con alguna galería comercial; pero ha sido esporádico. Este no ha resultado un canal muy importante para la circulación de mi trabajo. Por alguna razón que desconozco, mi obra se ha movido más a partir del trabajo y la atención de otras instituciones como museos, fundaciones, universidades, centros de arte, proyectos culturales o coleccionistas. Así que, lo que puedo decir, son más bien especulaciones a partir de las anécdotas y experiencias de otros colegas y amigos.
¿Qué papel le concedes al arte en nuestra sociedad actual?
En mi opinión, el arte probablemente ha expandido y complejizado sus funciones en la actualidad, sus ámbitos y modos de acción. Para mí, es algo no solo reconocido de forma endógena, desde el propio campo artístico, sino también comprendido en cierta medida por las instancias de poder político, económico y mediático a escala global.
Un indicio notable de esto es la proliferación y desarrollo vertiginoso a inicios de este milenio de instituciones y eventos de arte, por toda la geografía mundial, más allá de los centros tradicionales, independientemente del nivel de desarrollo socioeconómico de los Estados. Han aparecido como epífitas, galerías, centros de arte, museos, bienales, ferias, incluso en los países periféricos con más débiles economías y más diversas orientaciones ideológicas.
El sistema del arte es tal vez más policéntrico que nunca. Los artistas cuentan hoy con más plataformas, vías y herramientas para emprender la creación y socializar su trabajo, así como participar de los grandes debates de nuestro tiempo y responder a las demandas de las más nuevas y disímiles sensibilidades.
Es un espacio cada vez mayor en el que caben y coexisten una infinidad de propuestas, de las más diversas corrientes, referentes culturales y estrategias discursivas; desde las más contemplativas, esteticistas, hasta las más comprometidas y críticas; desde las más conservadoras hasta las más rupturistas.
Pero, a pesar del confuso maremágnum, yo percibo un cierto consenso internacional sobre el lugar del arte en la sociedad contemporánea, alrededor de la convicción de que su fomento y protección constituyen valores asociados a la idea del progreso.
Por lo tanto, apreciar su papel, dedicar atención y recursos a su protección y desarrollo, es un factor democratizador que brinda una mayor cantidad de opciones y oportunidades a la realización personal de sus individuos y, por ende, una mayor calidad de vida. Es una tendencia que parece prevalecer, pero que seguramente es frágil, debe tener importantes resistencias y no pocos ni despreciables detractores.
¿Cómo valoras tu experiencia pedagógica? ¿Qué impacto ha tenido en tu obra?
Llegué al magisterio casi por casualidad, pero fui descubriendo que una parte de mí disfrutaba bastante con la posibilidad de trasmitir conocimientos. Es cierto que hay algo de vanidad en ello, pero creo que hay mucho más de generosidad, aunque no he ejercido la docencia de forma muy sistemática.
Cuando he impartido cursos en un centro universitario estadounidense como Tufts, o el breve período en el que fui profesor en la Academia de San Alejandro de La Habana, cuando he realizado charlas y conferencias en Cuba o diferentes universidades o centros culturales de Europa y Latinoamérica, me he sentido muy agradecido de aquella formación pedagógica, pues me ha servido de mucho para hacerme entender.
Además, no lo veo como algo ajeno a los procesos creativos, sino como una especie de prolongación de mi experiencia artística, como otra forma más de creación, otro momento imprescindible; no como un complemento o una estrategia de autopromoción. Creo que estoy muy marcado por el ambiente cultural y humanista del Pedagógico de los 80, y, por ejemplo, a la hora de analizar, estructurar y dosificar los contenidos de mi obra, siento que también estoy totalmente en deuda con esa formación como docente.
A diferencia de una gran parte de los artistas de tu generación, no decidiste exiliarte. ¿Por qué?
Cuando era muy pequeño, uno de mis primos mayores por vía paterna era uno de mis héroes familiares favoritos debido a que era capitán de barco de la marina mercante. Por entonces, los cubanos viajaban al exterior bastante poco, pero yo fantaseaba con ser capitán y con el viaje. El “afuera” era la posibilidad infinita de hacer cierto todo lo inimaginable.
Con el decursar de los años, otros tipos de viajes y viajeros se hicieron notar para mí, como los viajes de la comunidad cubana en el exterior o los combatientes internacionalistas en las guerras en África, acompañados de un muy escueto etcétera.
Pero, efectivamente, creo que comprendí, gracias a mi padre, desde muy joven, que emigrar no constituía un dilema político o ideológico de importancia, sino una decisión privada, existencial. Así que nunca tuve ese tipo de disquisición amarga. Aunque desde niño me fascinara la idea del viaje, por alguna razón su motivación principal era la posibilidad del regreso; de alguna manera siempre vi el viaje como el principal pretexto para regresar.
En el momento en que mi trabajo comenzaba a desarrollarse, era mucho más difícil de lo que resulta ahora para la gran mayoría de los cubanos viajar o emigrar. No obstante, los artistas teníamos ciertos privilegios en ese sentido. Realmente, entre los colegas de mi generación, yo no fui de los primeros en tener esa experiencia e internacionalizar mi trabajo; se me resistió mucho esa primera oportunidad, pero, gracias a la decisiva ayuda humana y sagrada, pude romper el muro; luego, todo se fue dando de manera natural y, si se quiere, fortuita.
Cada vez que las circunstancias me han convidado, he estado listo de equipaje. Cada vez que me ha tocado residir por temporadas más o menos largas en el extranjero, en Estados Unidos, en España o Ecuador, he visto una fantástica oportunidad de crecimiento personal y profesional, y las he disfrutado al máximo.
Mi conciencia de ser extranjero no ha constituido un obstáculo insalvable, sino, por el contrario, una condición que ha despertado mayor sensibilidad ante esas realidades y culturas, multiplicando mi curiosidad y mi interés por comprenderlas y habitarlas.
Nunca me he propuesto seriamente emigrar, pero tampoco lo contrario. Parafraseando a Borges: “Han sido las puertas las que han elegido por mí”. Cuando han aparecido proyectos profesionales míos o de mi pareja, hemos estado disponibles, y, luego, cuando el viento ha cambiado de rumbo, siempre otras circunstancias personales, de forma tozuda, nos han devuelto una y otra vez a la Isla.
¿Qué representa Cuba en tu vida y en tu arte?
Cuba es sin duda el epicentro de mi identidad emocional, mi centro de gravedad cultural, la cripta guardiana de mi memoria, el lugar donde habitan en mayor número mis más queridos seres. Definitivamente, la tierra donde yacen mis más amados difuntos y donde, con certeza, deambulan y me cuidan sus espíritus.
Alexis Esquivel (galería)
Luis Cruz Azaceta: “La isla de Cuba la llevamos siempre a cuestas”
“Pasaban camiones llenos con cubanos gritando: ‘Esbirros, váyanse para Estados Unidos, traidores, nosotros no los queremos aquí…’”.