Gustavo Acosta dibuja y pinta las formas penetrantes, punzantes, acongojantes de los simulacros contemporáneos de la civilización urbana deshumanizada y anónima, ensanchada a la dimensión sensible de un icono. Dibuja y pinta el futuro que se hunde en el pasado, el derramamiento del sueño en la vida real, los recuerdos fraguados por la erosión del olvido. No tiende al espectador anhelante el cebo de una significación, de una demostración, sino una sugerencia para que su visión se abra, desborde su época y resuene su espacio mental.
Gustavo Acosta es cubano, pero saltó las barreras de la insularidad y su obra no encierra la iconografía de las magnificencias exóticas de su país de origen, sino antipaisajes, contramitologías. Sus ciudades melancólicas y como irreales, que engloban a todas las ciudades; sus monumentos, edificios, panteones, columnas intemporales a escala de cualquier relatividad humana, son espacios infinitos de una temporalidad perdida, son estados de ánimo.
La pintura es el arte del espacio, el espacio metafórico de la representación: lo figura, lo invade, lo delimita, lo restringe… Pero existen obras que tocan la otra dimensión determinante de la vida y del pensamiento humano: el tiempo. Gustavo Acosta incorpora a sus obras la noción del tiempo, reintroduce el sentido de la duración en la pintura, la dilatación suspensiva del instante (el tiempo es una realidad ceñida al instante y suspendida entre dos nadas): fragmentos de existencia liberados del orden del tiempo, un tiempo sin tiempo, “la dulce inmutabilidad del Siempre” (Broch). El pintor detiene el momento, paraliza el instante, los petrifica para pintar su textura visual.
Ajena a los debates acerca de la figuración o la abstracción (la pintura es naturalmente abstracta), la obra de Gustavo Acosta es un horizonte de lo visible donde la forma y el fondo intercambian sus papeles y donde la pintura se convierte en el instrumento crítico y subversivo de un sistema global de la visibilidad.
La obra de Gustavo Acosta es inseparable de las incidencias de la historia (la historia como una pesadilla de la que intenta despertar), de la ideología, de la política; se nutre constantemente de la vasta memoria que constituye su mundo imaginario, impregnado de un sistema de gobierno mortífero: el totalitarismo.
Gustavo Acosta es un poeta de la inmanencia que reanima en la materia el vano placer de las ilusiones, la verdad suprema de la vida, la historia silenciosa y oscura de lo inmemorial.
Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia…
Todo empezó unos días antes del primero de enero de 1959, cuando recién nacido me llevaron a recibir a Fidel, que bajaba de la Sierra Maestra después de quitar a Batista del poder.
No me puedo quejar de la infancia que tuve: tenía a mis padres, tíos, primos, abuelos, vecinos, y la verdad es que no éramos ricos, pero no nos faltaba nada. La familia emigró desde el interior del país a la capital, y es la historia de siempre: mucho trabajo, adaptación, tropiezos, pero en general es obvio que las condiciones mejoraron y mis padres disfrutaron de un buen momento.
Creo que empecé a tener conciencia y a reparar en las preocupaciones de los mayores en el momento en que nació mi hermana. La Revolución iba a cumplir cinco años y ya empezaban a escasear cosas elementales; la familia empezaba a tener conflictos extraños para mí; comencé la escuela: ¡fatal! Y un día, por primera vez, faltó el agua en mi edificio.
¿Cuál fue tu primera emoción estética? ¿Cuándo piensas que el arte se convirtió en el centro de tu vida?
Hay muchos recuerdos a los que les puedo poner esa etiqueta; algunos que quizás sean sacados de la manga, porque tienen que ver con obras que he hecho después, por ejemplo: los edificios del Malecón de noche, vistos desde un automóvil. Para un nativo de Habana Vieja, el Vedado entrañaba la magia magnética de la modernidad. También nuestra bahía, la lancha de Regla.
Pero realmente algo pasó cuando fui al cine con una tía y vi Robin Hood, con Errol Flynn y Olivia de Havilland: esa tarde llegué a casa buscando desesperado papel y colores, porque tenía que hacer algo sobre aquello. Aunque yo siempre dibujaba, aquella fue la primera vez que me dio el arrebato de ilustrarme el recuerdo de una película, con las frustraciones obvias de que no saliera como lo recordaba.
Por tanto, no fue que un Carlos Enríquez me sacara las lágrimas; todo parece haber empezado con el cine, los cómics que sobrevivían, los cartoons de la televisión. Más tarde, en algún momento, la misma tía que me cuidaba y llevaba al cine, para tenerme tranquilo, compró papel, lápices de colores y al fin una acuarela que compartíamos: yo pintaba mis piratas y ella sus flores.
Luego, cuando ya iba a la escuela y salía solo, empecé a descubrir mi barrio. Vivía en la calle Obispo, y solo he tenido esa sensación después en algunos barrios de Madrid. Los olores de las tiendas, algunas con aire acondicionado, otras no; la modernidad americana con la tradición española. Fondas, bares, ópticas, varias librerías, todo tipo de comercios que se pueda imaginar. Pero entre todo ese pequeño universo había una marquetería y tienda de materiales de arte; tengo la sensación de que era grande, no tenía aire acondicionado, pero era fresca, olía a lápices y aceites. Me encantaba ese lugar con litografías de barcos y escenas de cacería, supongo que inglesas. Un día, el dueño, un señor muy serio, delgado y canoso, me regaló un lápiz B.
A partir de ese día regresé a comprar el dichoso lápiz, y la maestra de Segundo Grado me tachó de contrarrevolucionario porque mis libretas estaban muy sucias. Por ese mismo tiempo La Paleta, así se llamaba la tienda, cerró sus puertas. Otros comercios sobrevivieron a la “ofensiva revolucionaria” sin sus dueños, con administraciones estatales, hasta que se pudrieron los toldos, se rompieron los cristales o se cayeron los techos. Como emoción estética, fue brutal ver cómo se desintegraba la ciudad.
Los primeros artistas que conocí vivían muy cerca. Víctor Manuel todavía andaba por La Habana, y yo oía a mi padre decir: “Ese es un pintor”. Pero cruzando mi calle vivía este viejo muy loco llamado Armando Miquelli; era un personaje interesante, hijo del escultor italiano de los leones del Prado y del Mercurio de la Lonja del Comercio, acumulador desenfrenado: tenía cientos de obras de artistas de la vanguardia cubana a los que su padre les alquilaba cuartuchos en el Hotel Pasaje a cambio de obras. Era el lugar más sucio que me tocó ver; sin embargo, las obras estaban meticulosamente guardadas en los primeros guacales que de verdad veía.
Ese fue mi primer guía, en el arte y en la manera de interactuar con las muchachas del barrio. Un viejo verde muy simpático. Nunca lo vi pintar, pero era un conversador compulsivo, y aprendí de él.
¿Qué formación académica tuviste?
Cuando decidí estudiar arte e ingresé en la Academia de San Alejandro, el claustro de profesores era muy disparejo. Los mejores enseñaban en la ENA, se empezaba a politizar la enseñanza, “parametraban” a profesores religiosos, aburguesados o de dudosa moral. Algunos lograron sortear las aguas y, entre otros, tuvimos la suerte de contar con Antonio Alejo, profesor de Historia del Arte y responsable de que muchos de nosotros creyéramos entonces en el arte, y todavía insistamos.
¿De qué manera has evolucionado como artista? ¿Qué es el arte para ti?
Son las preguntas que si te las haces muy en serio, renuncias, pues hay veces que no sabes. Las respuestas, si las hay, son tan traídas de la mano, tan clichés, que no conviene atormentarse.
Para mí el arte es una forma de comunicación muy inmediata, cercana a la del poeta cuando escribe, que asocia palabras, sonidos y tonalidades, no solo significados, aunque ese sea el propósito final.
¿Cómo contemplas tu estatus de creador en el siglo XXI?
Creo que soy un creador del siglo XX al que le tocó cruzar al siglo XXI, pero definitivamente mi música, mi literatura, mi cine, son de allá atrás. A pesar de todo soy “contaminable”: disfruto el arte de los demás, independientemente de cuándo haya visto la luz.
¿Eres reacio a explicar tu trabajo, al acercamiento crítico?
Se me ocurre algo que hace que yo forme parte del siglo XX: mi relación fundamental es con el trabajo y el proceso de ejecutarlo, no con el hecho de explicarlo. Para eso se supone que esté el acercamiento crítico, el cual es bienvenido y lo agradezco.
¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando?
Muchos me han influenciado, pero la verdad es que siempre está Hopper. Hubo un momento que siempre recordaré: el momento en que Cesar Beltrán, Pepe Forte y yo estábamos en la biblioteca de San Alejandro descubriendo la obra Early Sunday Morning y quedándonos de una pieza. Hasta hoy los tres seguimos de alguna manera afectados por ese momento, y ahí nació para el arte cubano una manera nueva de redefinir el entorno urbano, de analizar visualmente la historia, de abandonar los caminos exóticos, de hacer pintura realista sin el apellido socialista y a la vez sin abandonar el criterio social.
Desde la distancia, ¿cómo juzgas a tu generación, la de los años ochenta?
Los años ochenta fueron un parteaguas. Ya a la distancia no es tan evidente, pues ha pasado el tiempo y no es útil traer ese invitado a la mesa cuando están pasando tantas cosas con los nuevos invitados, pero están ahí: somos el eslabón perdido.
¿Conoces la influencia que has tenido en otros artistas cubanos?
Los artistas de mi generación somos un poco ásperos con ese tema y me parece que se debe a que, como dije antes, no existimos. Algunos más que otros, por lo menos. Es evidente que muchas carreras se han edificado sobre los caminos que ayudamos a abrir, y todavía esperamos el crédito. Pero, en fin, tomamos una decisión radical y yo estoy consciente de que había un precio que pagar, no me voy a poner mezquino.
¿Qué relación mantienes con los artistas cubanos? ¿Y con los otros?
Claro, me relaciono con artistas cubanos. Algunos se quedaron allá, fueron mis compañeros y son mis amigos; otros fueron alumnos, y a muchos los he ido conociendo con el tiempo, pues Miami pasó de prohibido a tránsito obligatorio: ¡es tan paradójico!
Y los otros, pues claro: la ciudad en la que vivo ya no es una ciudad norteamericana llena de cubanos; aquí hay artistas de todas partes, pero no es como cuando en Cuba todos nos conocíamos e interactuábamos casi hasta la promiscuidad.
Háblame de tu proceso de creación. ¿La visión de un cuadro, de un dibujo, preexiste al acto de pintar, de dibujar? ¿Trabajas a partir de bocetos o de dibujos?
Recuerdo que cuando era joven, algo así como el proceso lineal que describes era la norma. Ahora ya funciona como un cubo de Rubik: todo a la vez. Bocetos y dibujos van de la mano de imágenes que archivo, fotos que hago todo el tiempo, que me mandan o que me encuentro en Internet. Pero sí: hago bocetos, más o menos elaborados. A veces, después que empiezo la obra, surgen dudas y hay que tratar de visualizar mejor. En ocasiones empiezan a definirse como dibujos, aunque la dirección principal está enfocada en la pintura.
Para dibujar, mi ideal es parar de pintar y limpiar el estudio. Quisiera tener un estudio solo para el papel, pero no es posible; así que cuando siento que estoy trabado con obras, o que simplemente estoy harto, limpio bien y saco los papeles, y por lo regular es en extremo relajante y enriquecedor.
¿Qué particularidad tienen la pintura y el dibujo para que continuamente se anuncie su muerte y su resurrección?
Bueno, ¿desde cuándo los están matando? Creo que, como dijo Osvaldo Sánchez una vez, yo soy de una “obstinación casi reaccionaria” cuando se trata de los parámetros que establezco respecto a mi trabajo y su lugar en la contemporaneidad. En La Habana de los ochenta, cuando ocurrió la explosión de las artes visuales y todos mis colegas empezaron a hacer extraordinarias instalaciones, yo me preguntaba: “¿Qué hay de malo en seguir pintando?”.
El neoexpresionismo, la transvanguardia, los estaban reivindicando en todo Occidente, pero ya empezaba a darse por hecho que teníamos que seguir una dirección conceptual y estratégica más acorde al arte povera, a cierta reivindicación del arte tribal, social y místico del tercer mundo. Nuestra generación gestó individualidades brillantes en este sentido, pero no era el camino que yo buscaba, y seguí pintando.
¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?
Me quedo con el público que aprecie estar sorprendido. Que, aunque se confunda, agradezca que no me quede quieto, que tome riesgos y que no haga eternamente variaciones de la misma obra.
Yo, honestamente, no puedo pensar en la respuesta del público, con independencia de que disfrute y aprenda del diálogo y la opinión de amigos, coleccionistas y galeristas.
¿Qué relación mantienes con las otras artes? ¿Cuál es su importancia en tu vida y en tu trabajo?
El cine siempre ha estado presente en la manera de aproximarme a los temas, en la visión y estructura física de las obras, en la narrativa.
La música es parte de mi vida, y si te fijas, vas a descubrir sus ecos en el espíritu, en los títulos y ambientes. Creo que el que se educa en mis códigos encontrará frases, nombres y situaciones que emanan del poderoso renacimiento musical y contracultural que nos tocó vivir a los que crecimos durante los años sesenta y setenta. Por tanto, junto a los libros, que también aprecio mucho, hay que darles su lugar a los discos.
Disfruto el arte y, junto a la literatura, es lo que llena mi biblioteca. Me atrae más lo que dejan por escrito los artistas y, por supuesto, sus obras, que las teorías que se escriben sobre el arte. Soy un poco cavernícola y creo en la intuición.
En los últimos años mi biblioteca se ha llenado de autores cubanos, literatura ensayística e historia. Hay que entender las “artes sociales” porque, pese a que no suelen interesarnos, condicionan nuestras vidas.
¿Qué opinión te merece el mercado del arte y el lugar que ocupa el dinero hoy día en este mundo? ¿Piensas que el mercado orienta la creación?
En Cuba crecimos con la doctrina cuasi religiosa de que el mercado era un mal a erradicar; respecto al arte, fue casi un martillazo en la mesa del juez. Después, como todo, el dichoso mercado fue regresando. Los que nos fuimos a principios de los noventa tuvimos la mala suerte de que no nos tocó cuando se abrió de verdad.
Con esto te digo que casi siempre pienso en la dirección contraria a lo que me enseñaron: siempre opiné que el mercado era un mal necesario. Hoy día ese mercado es una ecuación muy compleja y aparentemente caprichosa. Los juicios de valor son intrincadísimos y sorprendentes: te encuentras la fábula del rey desnudo a cada vuelta de esquina. Ya no se trata de que una obra transgresora sea ignorada, pues a veces la regla es transgredir, pero son actitudes ya de una neo-academia de la transgresión y de la corrección política. A mi juicio, nada va a ningún lugar, ni se ofenden o alteran las señoras, y menos la sociedad contra la que supuestamente se disparan los dardos envenenados.
¿Qué relación tienes con los galeristas?
En casi treinta años fuera de Cuba, he tenido relación con un poco más de veinte galerías. Algunas han cerrado, con otras se ha terminado el vínculo por cuestiones ajenas al trabajo mutuo; solo de dos o tres he salido con malas experiencias. Es una relación profesional como cualquier otra, que casi siempre empieza con buenas expectativas y puede terminar bien o no.
¿Qué papel le concedes al arte en nuestra sociedad actual?
Necesito hacer mi trabajo y, curiosamente, esa necesidad es acogida por personas que se complacen en incorporarla a su experiencia visual y te manifiestan con sinceridad sus emociones, empatías o decepciones. Algunas de esas personas tienen los recursos para hacer de esas obras parte de su entorno, y tienen el maravilloso impulso de coleccionarlas.
Me he empeñado en hacer una crónica, una metáfora visual de la contemporaneidad. No pretendo que nadie me siga, ni cambiar nada, simplemente crear una narrativa a partir de la huella que dejan las emociones de este tiempo en que vivimos.
¿Cómo valoras tu experiencia pedagógica? ¿Ha tenido algún impacto en tu obra?
Sabes que en Cuba, durante una época, el único trabajo legal posible para un graduado de arte que había estudiado para ser artista, era enseñar a otros aspirantes a ser parte del mismo círculo vicioso. Si esa cadena no se hubiera roto a tiempo, no sé qué hubiera pasado; algo así como una explosión de Merde d’artiste.
Enseñé pintura, dibujo y grabado, como nos enseñaron los académicos soviéticos en varias instituciones. No estaba mal, pero no quería hacerlo.
¿Cuándo y por qué decidiste exiliarte?
Eso fue un proceso largo y triste, por la circunstancia de dejar a mis padres. A partir de 1984, quizás un poco antes, los artistas jóvenes empezamos a viajar fuera de Cuba, esencialmente a países del este de Europa con los que existían programas de intercambio.
Mi primer viaje: una escala en Madrid, el país del que nuestros abuelos habían huido por las crisis económicas y para encontrar el paraíso en Cuba. Después, quince días en Yugoslavia, magnífica a primera vista; nadie podía imaginar lo que iba a suceder unos años más tarde. Rumanía, escala en Moscú, Mongolia, y al final Praga.
El mundo que el futuro prometía no era tan idílico como nos lo pintaban, y el mundo malo me llenaba de dudas. Al menos en Madrid, las personas andaban muy felices por la calle.
Después, otra exposición por países árabes: Siria, Túnez, Argelia.
Argentina fue el primer lugar donde viajé con colegas. Compartimos y discutimos (sin observadores) con nuestra contraparte local, apasionados ellos por Cuba y su Revolución, que sentían como algo propio, pero se burlaban de todos y de todo. Nos enfrentábamos por primera vez a personas libres. Allí aprendí de las dificultades de la vida real que sufrían los artistas en el mundo, más allá del Malecón. También de la responsabilidad individual y la satisfacción e independencia que da el ser responsable de uno mismo. Sin un estado paternalista encargado de resolver todos los problemas y decidir por el individuo.
Después: París, São Paulo, México.
Ya en mi primer viaje a México empecé a no encontrarle sentido vivir en Cuba. Por mucho que tratáramos de cambiar cosas que entendíamos como mal hechas, nunca podríamos llevarlas a cabo por vías civiles y democráticas, y mientras nuestro país nos cerraba las puertas para la discusión de estos temas, abría las que nos permitieron abandonarlo, para así borrar de la ecuación a aquella generación problemática que se le estaba yendo de las manos.
Tras unos ocho meses en México, regresé a La Habana por dos semanas en 1990. Me “trabé” por un año, y no fue hasta julio de 1991 cuando pude regresar, tras faltar a compromisos con galerías en Brasil y en el propio México.
En México no nos escapábamos de las presiones de la embajada cubana, pues se esperaba que fuésemos callados y bien portados. Sin que nadie se pusiera de acuerdo, empezó la estampida. Yo pude viajar a España, y fue en Madrid donde decidí no renovar mis permisos de estancia fuera de Cuba. Así y todo, me daba pudor usar la palabra exilio para definir mi situación; es algo con lo que luego me identifiqué viviendo y conociendo de primera mano la experiencia extrema de Miami.
Quiero aclarar que, escrito aquí, puede parecer muy fácil: salgo de un lugar, me voy a otro, y a otro. Pero fueron años de extrema angustia; empezando porque, en teoría, éramos “traidores a la patria” y no podíamos regresar (eso muy oportunamente cambió). Con muy poco dinero, con las puertas cerradas de amigos e instituciones donde antes éramos bienvenidos. Personas sin escrúpulos se aprovecharon de nuestra necesidad extrema, nos robaron, nos usaron. Fue parte del precio a pagar. La legalidad en cada uno de esos sitios era una espada de Damocles clavada en el cuello.
Hablo en plural, pues nos afectó de una u otra manera a todos, y en los rincones de esa historia están las pistas que al final hicieron coincidir nuestras hojas de ruta.
¿Qué queda de Cuba en tu vida y en tu arte?
Yo soy cubano, y habito una realidad donde el tema Cuba es cotidiano. En mi caso no lo persigo, pero está ahí. Vivimos zambullidos en ese karma.
Respecto a mi arte, me gusta decir que de vez en cuando sufro recaídas temporales de cuban affairs.
Galería
Gustavo Acosta – Galería.
Fotos: Gory.
Leandro Feal: “Crear nuevos imaginarios de una Cuba en transición”
“Pertenezco a la generación que algunos hemos llamado Generación 349, ya que fue la que lideró y se hizo adulta echando la batalla contra ese nefasto Decreto. Es la misma generación de los periodistas independientesactuales, y es la que estuvo en primera línea frente al Ministerio de Cultura el 27 de noviembre de 2020”.