© Irina Pino | Galería.
Pájaros muertos, clavados en la pared, una mano señalando el dibujo de un ave…
Esta es la descripción de una foto de Francesca Woodman, el pájaro que voló y cayó. ¿Hacia abajo, o hacia el cielo? ¿Pero cuál fue el camino marcado para el no retorno?
La joven, fotógrafa gótica y surrealista, posaba con su cuerpo desnudo, envuelto en transparencias, ante el ojo de la cámara. Y también, ese mismo cuerpo, sirvió como un fogonazo: la desnudez en toda su crudeza, esa que a veces nos parece vulgar, aunque es sólo carne, porque el espíritu permanece en la región más oscura, sentimiento difícil de descubrir, imaginado, quizás, para los que creemos ser artistas y aún no conseguimos el privilegio de ser reconocidos.
Indudablemente, ella pasó a la posteridad, luego del suicidio. La joven artista de 22 años eligió morir ante la incomprensión de su obra.
Nació el 3 de abril de 1958, en Denver, Colorado. La madre era ceramista y el padre pintor abstracto. De ellos heredó los genes, mas ella misma diseñó su coraza y su lanza.
El regalo de su progenitor, una cámara Yashica, constituyó el primer impulso en su arte. El ojo mecánico, y su ojo detrás, fueron acaso el cielo y el infierno. Desde su adolescencia, mostraba la agudeza del artífice que sabe lo que quiere y a donde va.
Italia influyó en su obra, pues vivió largos períodos en ese país durante su niñez, cuando sus padres compraron una granja en Antella, cerca de Florencia. A la niña y a su hermano, la llevaban con frecuencia a los museos. En aquellos espacios, dibuja incansablemente figuras femeninas.
Estudió en escuelas donde el arte era prioridad y eligió la fotografía. En su etapa en Rhode Island Institute of Design, viajó a Italia nuevamente. Su fluidez en el idioma, le permitió conocer a muchos artistas y participar en exposiciones. Supongo que allí se adentró en catacumbas, en castillos abandonados, que sirvieron para plasmar su mundo onírico.
Su visión, cargada de símbolos, los disfraces que asumía para escapar de la realidad, nos demuestra que este mundo no estaba hecho para ella.
Hay imágenes rarísimas, en las que está suspendida en el aire, incluso, el cabello flota hacia arriba. Mi teoría es que quizás se haya lanzado desde algún muro más de una vez, para lograr ese efecto. A menudo utilizó este recurso: el cuerpo en movimiento ante el lente de la cámara, dándole ese carácter evanescente, incorpóreo.
Cada una de las tomas tiene un carácter enigmático. Preparaba esos extraños sets con ambientes desolados, en construcciones ruinosas, también con objetos ocultos. Ella misma estaba medio disimulada tras un pedazo de tela, un espejo, una máscara. A veces era su rostro. Otras, parte de su cuerpo.
Particularmente, me gusta una imagen en que se halla sumergida en el agua, como si saliera de la raíz de un árbol. Que me recuerda la pintura de John E. Millais. Sin embargo, esta Ofelia no tiene el vestido ni el collar de violetas, tampoco descansa rodeada de hermosas plantas y flores que la protegen. Aquí la poesía es visceral.
Pienso que su deseo era este: que el observador nunca se cansara de mirar adentro de la foto, para sentirse parte del escenario que ofrecía.
Cuando Francesca regresa a los Estados Unidos, reside en su estudio en Pilgrim Mills, donde continúa con su trabajo. Pero la mala suerte la acompañará al mudarse a New York. Allí, el entorno es hostil y la ciudad la rechaza.
Transcurría la década del 80 y artistas como Jean-Michel Basquiat, Bruce Davidson y los retratos que realizara Jeannette Montgomery Barron, conquistan fama y popularidad, mientras que a Francesca todo le fue negado.
A pesar de que envió sus portafolios a diversas revistas, nadie se interesó en sus fotos. Esto trajo como consecuencia que tuvo que trabajar como modelo y asistente de fotógrafos. Otro golpe fue la ruptura con su pareja.
Esta cadena de infortunios provocará que la depresión la gane. Está mal. No obstante, con barbitúricos y la vigilancia de sus padres, se recupera. Pero finalmente renunciará a la vida. Los diarios que escribió reflejan la amargura de su ser: Un día más desperté sola en esas sillas blancas. Un instante entre muchos, una transición hacia otra historia. Todo lo demás es un universo sugerido. Un cuento misterioso y evocador. Fin de la historia.
Con mis representaciones, aunque difieren de su trabajo, he querido rendirle homenaje, experimentar con símbolos, usar ese barrido para captar la forma fantasmal de un objeto. Asimismo, con el cuerpo, jugar a los ocultamientos. Como si hubiera una historia in mediares.
Elementos como la oscuridad, la soledad y el silencio, se insertan a la creación. Pueden ser claves para alcanzar el Maya. En días recientes, en medio de los apagones más negros en el país, cuando da la impresión que el tiempo está detenido (algo absurdo), me dediqué a apretar el obturador y la casa fue mi set. El fulgor de una vela me acompañó en la noche.
No sé si algunas de estas fotografías puedan salvarse. O si alguien pueda sentir lo que yo sentí en esos momentos. Algo sí sé: no es sano dejar que el tiempo nos sepulte, el daño de estar paralizados puede llevarnos a la locura.
Es natural es que la persona que haga arte busque reconocimiento público y disponga de dinero para mantenerse. Pero sólo unos pocos logran el sueño. En mi criterio, lo más importante es el proceso, dejando a un lado las expectativas, porque a fin de cuentas el artista se pertenece a sí mismo.
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