Adentro
A lo largo de estos meses extraños, cuando la pandemia obligó al encierro compulsivo en una amplia extensión del mundo, Jorge Pantoja se encontraba de visita en La Habana después de muchos años de exilio. Un regreso que implica, podemos intuirlo, el reencuentro con algunos de los seres queridos que allí quedaron —algunos familiares, algunos amigos— pero también con la ciudad en la que forjó su infancia, su adolescencia y su primera juventud.
En uno de sus ensayos, Todorov contaba que una de sus peores pesadillas, mientras vivía en París, era soñar que regresaba a su Sofía natal a visitar a su madre, y que a la hora de regresar algo impedía el retorno. Esa pesadilla, narraba Todorov, era quedar encerrado en el lugar del que alguna vez había logrado huir. Lo incómodo de esos sueños reiterados, confesaba, era recriminarse por no haber sabido mantener la distancia necesaria con el lugar de origen, el lugar que alguna vez había decidido abandonar para poner a salvo su vida. El descuido de entregarse a la nostalgia lo encontraba atrapado en la Bulgaria de Zhikov sin encontrar la puerta de salida.
Desconozco si a Jorge Pantoja le ha sucedido algo parecido, si en los meses que van desde el dictamen de encierro hasta nuestros días ha tenido o no pesadillas similares a la que narra Todorov, si ha sentido en algún momento que su decisión de volar desde Miami a La Habana a comienzos de año fue un error que ahora padece, cada día y cada noche de esta primavera y este verano habanero casi eternos.
Pero lo cierto es que él aún está allí, encerrado nuevamente en la ciudad de su infancia, entre las paredes de su casa y las calles del barrio, que acaso de niño no imaginó que alguna vez habría de abandonar para siempre, dejando atrás la lengua, las sonoridades del español caribeño, cierta reverberación de la luz que distingue al Trópico de cualquier otra luz en el mundo, y que asombra y deslumbra a todo visitante que llega allí por primera vez.
La orden de encierro lo ha obligado a imaginar lo que podríamos llamar “un punto de fuga”, una forma de salir mientras permanece en el lugar de confinamiento. Y entonces, a lo largo de más de cuatro meses, y como forma de conjurar la quietud, se ha dedicado a construir un archivo visual de lo que ve, de lo que descubre, compartiéndolo con “los que están afuera” a través de su página de Facebook: archivo que se ha transformado frente a nuestros ojos, y con el correr de los meses, en una ventana prodigiosa abierta a su mundo propio y a su ciudad.
Su primera salida fue hacia adentro, dando vueltas alrededor de la biblioteca de su madre, Gloria Amengual, y la suya propia, caminando entre las paredes del cuarto, volviendo a tocar con sus manos viejas ediciones ya olvidadas, aquellas que las editoriales cubanas hacían circular dentro y fuera de la isla. Se trata, en muchos casos, de libros de literatura clásica donde se revelan diseños prodigiosos en invención y creatividad, y que por momentos emulan los de la cartelería política, aquella con la que la Revolución sedujo al mundo durante décadas: colores brillantes, trazos vanguardistas, dibujos en los que uno imagina al artista dispuesto sobre el papel o la cartulina en un viaje imaginario por las narraciones que habrán de contener esas tapas.
La biblioteca de Pantoja y Gloria Amengual se despliega como un rizoma prodigioso entre catálogos de muestras y folletos, de esos que se distribuyen al ingreso de las salas de teatro y que llevamos con nosotros a casa, olvidándolos luego en algún estante o cajón. Algunos llevan anotaciones a mano, otros están manchados por la humedad o han envejecido con el tiempo, en una espera que ha durado años y que ha cesado, podríamos decir nosotros, con su retorno.
Miramos esos hallazgos desde la distancia y, sin saberlo él, se inicia un diálogo entre quienes conocen cuándo, cómo, en qué año fue visto por primera vez ese libro ahora exhumado del polvo y antes exhibido detrás de las vidrieras que en algún momento tuvo su ciudad, y que ya no tiene. O que sigue teniendo, pero sin libros, porque en esas librerías, lo sabemos, la literatura ha desaparecido. Como si un huracán lo hubiera arrasado todo.
Allí están algunas bellas ediciones de Casa de las Américas y, al verlas, puede uno recordar las largas filas para hacerse de la primera antología de los textos de Borges, cuando las autoridades decidieron sacar al poeta ciego de su ostracismo. Hacia el final de los años 80 fue esa celebración de la literatura, que debió esperar tantos años para ser posible.
Y la revista Bohemia, ya amarillenta, y ediciones de historietas, algunas nacionales y otras que parecen venidas de lejos, muchas dibujadas con ese “tono” pictórico tan característico de las portadas de Salgari, como las de la colección “Halcón negro”; imágenes que estimulan la imaginación hasta límites imposibles de alcanzar, y que todavía hoy captan nuestra atención cuando se asoman en las mesas de saldo.
De esa antigua biblioteca salen a la luz también revistas de moda, con instrucciones para la confección de camisas y vestidos con el consiguiente punteado para recortar figuras; juguetes de plástico o de madera, muñecas, documentos, fotografías familiares en blanco y negro que seguramente se han ido guardando entre las hojas de los libros, y que retratan a parejas y grupos familiares posando en un balcón (intuimos el mar, no muy lejos, y debe ser el Vedado).
Hay terrazas, salas de estar, celebraciones familiares, fotos que hablan de un tiempo ido, evaporado, y que hoy solo es posible recuperar a fuerza de nostalgia. El blanco y negro de las imágenes deciden la longevidad de esas escenas en las que seguro hay más muertos que vivos, más huidos que presentes, más rebeldes que sumisos que hayan decidido permanecer en esa infinita molicie del verano con que Dios decidió que se manifestara la estación calurosa en esa tierra, prologándola de manera alucinada los doce meses del calendario.
En ese derrotero que pareciera no acabar nunca, y que tiene los límites del cuarto propio, hay boletines escolares, lápices de colores, monedas y céntimos de dólar que invitan a que nos preguntemos cómo llegaron allí, por qué no fueron usadas, para qué fueron guardadas, qué era posible comprar en su tiempo a cambio de esa cantidad de dinero; monedas que, antes de quedar allí ancladas, seguro fueron de mano en mano por las calles de esa ciudad o de otra, porque no hay cosa en nuestro mundo que sea tan errante como el dinero, que va del bolsillo al mostrador cruzando los más diversos umbrales urbanos y recogiendo, en la pequeña superficie circular, el sudor de la palma de la mano, la avaricia, el sueño, el deseo, todo aquello que su posesión estimula en nuestras almas.
La biblioteca de Jorge Pantoja parece tener dimensiones colosales, pero tal vez no sea así, tal vez sea pequeña, acotada a unos cuantos estantes, y entonces reconocemos que es él quien tiene la capacidad de expandir cada hallazgo convirtiéndola en infinito, haciendo que cada objeto recobrado, o cada título salvado del olvido, sea lo que vemos y a la vez una invitación a emprender un viaje con destino impredecible. Como cuando fotografía los textos de literatura rusa o húngara, que nos traen a la memoria un tiempo en que San Petersburgo y Budapest estaban más cerca de La Habana, Santa Clara y Cienfuegos que de cualquier capital americana situada a pocas millas de distancia, y que había autores y títulos que debían o podían integrar las bibliotecas, y otros que decididamente no, y que hay libros que vienen de antes y otros que son del después, y eso se advierte a primera vista en el diseño de sus portadas, en el nombre de sus autores y en “el aire”que cargan cuando los vemos.
Las fotografías de Jorge Pantoja suscitan respuestas de sus seguidores. La plataforma donde los comparte permite que quienes “lo siguen” se sientan invitados a completar el sentido de esos hallazgos. Los que no pertenecemos a su círculo afectivo más cercano, no podemos saber de dónde vienen esas voces, pero sí intuirlo: la mayoría no están en la isla, sino afuera, repartidos en el inmenso mapa de la diáspora cubana. Desde Miami, Buenos Aires, Madrid, los de su generación asisten a esas exhumaciones, como contemplándolas desde un balcón prodigioso, compartiendo con él la melancolía por ese mundo revelado al decir “yo también jugaba con esos toscos muñecos soviéticos”, o “esa enciclopedia estaba también en mi casa”. Formas, en definitiva, con las que se rearma un pasado colectivo, ahora estallado por la fuerza que el exilio imprimió a esas vidas.
Afuera
Decidido a conjurar la nada, la quietud que somete a muchos en tiempos de pandemia, sobre todo en una ciudad y un país con limitado acceso a Internet o televisión por cable, donde tampoco es posible experimentar demasiado el arte culinario, como en otras latitudes (la falta de productos básicos se ha exacerbado en estos meses), Jorge Pantoja expande su labor nómada puertas afuera de su casa, diseñando un andar que espejea el gesto de hurgar en su biblioteca, pero ahora en las calles de La Habana.
Con su cámara en mano, registra lo que la ciudad le devuelve a su paso de flâneur. Desconozco si al momento de lanzarse a la aventura de andar su ciudad, Jorge Pantoja ha tenido en mente ese texto clave de Alejo Carpentier, escrito hacia finales de los años 30, titulado “La Habana vista por un turista cubano”: un breve ensayo en el que el escritor, recién llegado de Europa y marcado por el impacto de las vanguardias, nombra a su ciudad con ojos nuevos, mirando desde otro ángulo lo que ya ha sido visto una y mil veces.
El gesto de Pantoja remeda, punto por punto, a ese que Carpentier propuso a los lectores habaneros casi un siglo atrás, cuando la ciudad comenzaba a ser aquello que ahora ha dejado de ser. Pantoja sale a ver su ciudad con otros ojos, buscando hacerle decir a lo cotidiano y ordinario, a lo que estuvo allí desde siempre, otra cosa, algo nuevo.
Y así como en los primeros meses asistimos a la deconstrucción de su biblioteca, ahora asistimos a la deconstrucción de su ciudad. Vamos junto a él —esa es la sensación—, acompañando su paso por las veredas que lo llevan a los parques y plazas desangeladas, hasta la orilla del Malecón o a las antiguas construcciones republicanas que anuncian, a simple vista, su antigua majestad y su inminente devenir en polvo y escombro.
La mirada de Jorge Pantoja señala sombras proyectadas sobre el pavimento. Sombras de personas, de árboles, de puertas entreabiertas, y que gracias a su lente parecen decir o dicen otra cosa, convirtiendo lo real en novedoso, lo ordinario en sorprendente. Como cuando advierte que Malevich habita de incógnito en esas calles, al componer de manera caprichosa con su lente un esquema geométrico con pedazos de baldosas de cemento que aparecen de pronto en su camino.
En ese deambular surgen, siempre, los restos de las bellas construcciones del Vedado —acaso el barrio más bello que haya tenido alguna vez el continente americano—, sostenidas hoy por la fuerza del deseo o por el milagro de la nobleza de los antiguos materiales con que fueron construidas. Al verlas, en su cansada permanencia, uno no puede dejar de intuir sus interiores favelizados. El ojo captura puertas y ventanas desvencijadas, fachadas de escuelas descoloradas, y también estrambóticas construcciones que, como prótesis monstruosas, los habaneros le han ido ensamblando a sus residencias: creaciones arquitectónicas que Murneau hubiera incorporado, sin dudarlo, como decorado de algunas de sus escenografías.
Jorge Pantoja muy pocas veces captura personas; sí naturaleza, sí animales domésticos en busca de comida o encerrados tras rejas oxidadas; pájaros enjaulados y gatos flacos entrevistos en una espera famélica. Su cámara a veces sobrevuela el barrio desde la altura de alguna terraza, y descubre viejos modelos de autos que siguen reluciendo bajo la luz del sol, a pesar del paso del tiempo: reliquias sobrevivientes de los años anteriores al gran desembarco, cuando la vida social y económica de los habaneros fluía y se derramaba sobre las calles Obispo y Galiano, más allá del Vedado.
Hay también el registro de un extenso repertorio de artefactos que ninguno de los vanguardistas del siglo XX hubiera imaginado que alguna vez llegarían a existir sobre la superficie del mundo, como esos bancos que no sirven para sentarse, abrazados a troncos de árboles añosos; o esos carteles que anuncian ampulosamente lo que es, literalmente, imposible, o que dejó de ser posible. Como esa foto de la esquina donde alguna vez fluyó la poesía moderna y en la que hoy solo sobrevive un cartel: cuando lo volvemos a ver —es su ojo el que nos dice: ¡vean!— tenemos la sensación de estar sufriendo una broma cruel o una burla despiadada, porque —lo sabemos— ni modernidad ni poesía han logrado persistir en esa mítica esquina habanera, y además, hace ya décadas que culminó la fiesta innombrable.
En ocasiones, Pantoja resucita a los muertos que ama, y dice que los ve andando por el Vedado. Como ese montaje que construye en el que Bergman es entrevisto, desde la pantalla televisiva de su cuarto, dando vueltas de incógnito por La Habana. Bergman no anduvo nunca esas calles, pero Pantoja dice que sí, y nos muestra la evidencia de su paso para que le creamos. Queda en nosotros, en la fe poética de los que acompañamos su empeño, que eso sea posible y cierto.
La pandemia ha suspendido la vida de las ciudades, y también la de La Habana. Los pequeños puestos de comida, los improvisados bares y restaurantes, también los paladares que hace pocos años comenzaron a dejarse ver en el paisaje urbano, aparecen tras su lente desolados, con sus mesas vacías, en escenas quietas, como si el terrorífico Período Especial aún tuviera lugar frente a nuestros ojos.
Pantoja juega con la ironía. Pocas de sus fotografías vienen sin título. El fotógrafo se ha ocupado de añadirle a cada una un nombre o una frase que nos obliga a pensar en algún linaje o en alguna cita. En algunos casos funciona como un guiño solo para entendidos, es decir, para la comunidad de nacidos y criados en esa ciudad, que son quienes pueden reconocer la referencia a la que alude. Otras veces la cita tiene la capacidad de pulverizar lo retratado, oponiéndose a la imagen de manera radical, como cuando un perro hambriento que nos mira desde un charco es etiquetado bajo el título Serengueti, o cuando un camión antiguo, estacionado en una calle sin nombre, es presentado como Fast and Furious. Lo sabemos: ni rápido ni furioso, en todo caso muerto o desfalleciente en medio de una ciudad despojada del tráfico de mercancías mucho antes de que la pandemia azotara sus calles y sus esquinas.
En este deambular outdoors,Pantoja elude la figura humana. Salvo en algunas pocas ocasiones, como aquella en la que se ve a una mujer de pie y de espaldas, en una terraza de ladrillos rojos: imagen que lleva por título Estado de sitio; o aquella en que otra mujer, también de espaldas, camina por una vereda desapacible, o esa otra en la que un hombre mayor arrastra el paso en actitud cansina, y que lleva por título El viajante: viajero de una ciudad, ahora más que nunca, sin puertos de salida.
Y en los portales, en los jardines descuidados, el deambular flânerie encuentra decenas de bustos del Apóstol; algunos cubiertos de moho, otros atrapados en la hierba que sube por los hombros mutilados del poeta, enredándose entre el cuello y las orejas de mármol o cemento. Rostros ciegos, cabezas decapitadas en medio de un campo de batalla donde nunca ocurrió la guerra anunciada, y que miran hacia la nada, como ansiando la hora de una justa inhumación que los deje descansar de tanta retórica altisonante, en la noble paz de su poesía.
Como toda ciudad asediada por el turismo, La Habana padece la saturación de las imágenes que la reproducen en clave exótica. Nada de eso ocurre en este deambular visual de Pantoja. La ciudad retratada no es el territorio Caribe for export, ni mucho menos la mítica ciudad del Ángel de la Jiribilla adonde uno desearía llegar para confirmar lo leído. Todo lo contrario: es la ciudad de donde uno desearía huir. De donde miles ya han huido, dejando el hacinamiento de un cuarto en La Víbora o los balcones amplios de sus bellas casas señoriales y republicanas, ahora tugurizadas, como suele decir Antonio José Ponte; residencias que cada tanto dejan de sostener su propio peso, pierden “su estática milagrosa” y vuelven, en un tris, a su semilla, arrastrando con el estruendo, y hasta la sepultura misma, a sus moradores.
Carne y piedra deglutidas por el olvido, porque en ningún lugar se escribe hoy la historia de esas caídas, de esas muertes que solo serán recordadas por los deudos de los devorados en el derrumbe, y por nadie más, porque han muerto por nada y para nada.
Aquí
El archivo de Jorge Pantoja fulgura en la pantalla y cada día va sumando nuevas piezas. ¿Hasta cuándo? No lo sabemos. Acaso hasta que el dictamen del encierro culmine y él pueda volver a su refugio del exilio, dejando atrás la ciudad y el pasado revisitado. O acaso no; acaso una vez regresado decida, desde la otra orilla, seguir recogiendo los restos de ese naufragio que no termina nunca de ocurrir.
A lo largo de estos cinco meses de encierro, desde la quietud lejana de mi casa en el sur americano, he asistido a esta paciente construcción de una memoria íntima y a la vez social que Jorge ha emprendido y que yo, un anónimo, alguien a quien él no conoce, he seguido con el mismo frenesí con que el cazador persigue el rastro de su presa.
Cada una de las mañanas de este año, desde que la maldición del encierro nos ha obligado a confinarnos en nuestras casas, me he despertado esperando que una imagen suya, subida en la ciudad donde él pasa el confinamiento, llegue hasta la mía. No sé por qué las espero; no sé por qué necesito de su presencia cotidiana entre mis cosas. La Habana no es mi ciudad, y su historia, aunque no me es indiferente, tampoco es la mía. Y sin embargo aquí estoy, cerrando estas notas, esta noche de septiembre, mirando cómo cae la lluvia sobre una calle del Vedado y cómo la luz de una lámpara se extingue vaya uno a saber en qué barrio, mientras aquí, precisamente ahora, comienza a caer también una lluvia fina, como la que cae en la foto que miro.
Reviso una vez más si algo ha llegado. Cuando dejen de llegar imágenes suyas, significará que habrá partido, que ya habrá abandonado su ciudad luego de esta larga espera.
Pero él sigue allí, lo confirmo. Acaba de subir una foto, y esa es la evidencia.
Es la foto de un patio tropical, pintado de color azul y celeste brillante. Al fondo, casi diminuto, asoma otra vez un busto del Apóstol, el rostro escondido detrás de unas hojas.
Ha titulado a su captura Allá lejos, y el mártir mira desde allá, inmóvil, como hechizado, entre tanto azul y verde casi fosforescente.
Allá lejos.
De quién, de qué, me pregunto.
Y entonces pienso en Jorge Pantoja atrapado, como el Apóstol, en la ciudad de su infancia.
Ha parado de llover.
Miro mi reloj: atardece a esta hora en La Habana. Imagino la ciudad quieta, silenciosa, allá lejos, envolviéndose en el capullo de su noche insular.
“El silencio no miente”, recuerdo que dijo alguna vez John Berger.
Y entonces me digo que no escribí del estridente silencio que recorre las imágenes de Pantoja. Porque antes que la ciudad y su biblioteca, es el silencio el gran protagonista de sus fotografías.
Vuelvo a mirar la foto del Apóstol, atrapado en su selva artificial habanera, mudo, como esperando una redención que no llega.
Es verdad: el silencio no miente, nunca. El silencio está allí, y todo lo que dice es, como estas fotografías, implacable.
Jorge Pantoja – Galería.
La América de Juan-Sí: despojando la política de su schmaltz
El Medio Oeste estadounidense se ha convertido en el patio de juegos de Juan-Sí González. Después de vivir en dos de las ciudades más extravagantes de la costa este, Miami y Nueva York, se trasladó en la bisagra del siglo al corazón más profundo, mudándose a Ohio, el barómetro natural de la política estadounidense.