Si tal y como ha demostrado Lilian Guerra en Heroes, Martyrs and Political Messiahs in Revolutionary Cuba, 1946-1958, el relato despótico cubano y su principal figura, Fidel Castro, formaban parte de un inmenso constructo mesiánico que se empezó a “inventar” mucho antes de 1959 y continuó a través de los años como razón de Estado, no estaría mal tampoco hablar de otro de los dispositivos que muchas veces se coloca junto a ese mesianismo del que hablaba antes pero en verdad es otra cosa: la escatología.
O mejor dicho: lo escatológico, el desecho, la éskhatos.
Sobre todo porque en el caso cubano el orden apocalíptico: el más allá, la idea de ultratumba, el sacrificio (solo para nombrar algunas de las inscripciones de su fase ideológica), se confunde demasiadas veces con la redención o el patriotismo para, en este caso, ejercer un control que suele ir más allá del castigo y la ley.
Un buen ejemplo sería aquel discurso del Reprimero (Reinaldo Arenas dixit) a raíz de los sucesos de La Coubre, en 1960, donde lanza por primera vez el famoso “Patria o Muerte”, un lema que a posteriori marcaría todas sus intervenciones y se convertiría en el emblema principal de la escatología revolucionaria cubana.
O su actitud suicida ante Nikita Jruschov ―documentada en varias cartas e investigaciones― en plena crisis de los misiles a principios de los años sesenta. Cartas en las que llega a escribirle al jefe de Estado soviético: “[…] creo que la agresividad de los imperialistas los hace extremadamente peligrosos, y si ellos se las arreglan para llevar a cabo una invasión de Cuba ―un brutal acto en violación de las leyes universales y morales― ese sería el momento para eliminar este peligro para siempre, en un acto de la más legítima autodefensa. Por dura y terrible que sea la solución, no habría otra”.¹
Apocalipsis que ha marcado la retórica revolucionaria toda, la cual durante decenios prometió un futuro abundante, al cual solo se entraría pasando por todos los obstáculos (la consigna era “Exigencia, disciplina y rigor”) que la Revolución encontraría en su ascenso hacia el comunismo, sabiendo a toda costa que mentía, que la utopía de un futuro glorioso o una nación gloriosa o una antropología suprema solo podría ser sustentada bajo censuras y campos de concentración, imposiciones y muchas (muchas muchas) cárceles.
Esto fue lo que sucedió grosso modo con la figura de Ángel Delgado, artista cubano que en 1990 realizara “La esperanza es lo último que se está perdiendo”, performance biopolítico ejecutado en la muestra El Objeto Esculturado, llevada a cabo en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, en La Habana.
Acción que consistía en aparecer de manera espontánea en una exposición colectiva a la que previamente no había sido invitado y defecar encima del periódico Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba.
Lo que sucedió después (es decir: la manera en que la violencia arte fue aplastada por la violencia Estado junto a la salida ―el “explote”― de muchos de los artistas del momento a raíz de la éskhatos que generó aquel suceso) ha sido profusamente contada, incluso por el mismo Ángel Delgado, en varias entrevistas y textos.
Violencia que, resumiéndola mucho, podría decirse que lo llevó a convivir durante seis meses en tres cárceles cubanas: Combinado del Este, Micro 10 y Correccional de Alquízar, y a halar una prohibición pospresidio que de alguna manera se ha mantenido hasta hoy, momento en que muchos artistas cubanos emigrados a principios de los años noventa están regresando al circuito oficial de la isla a vender o exponer.
Ángel pasó toda su condena entre delincuentes comunes. Lo que significa no solo estar aplastado por la mitología, las obsesiones, las imágenes, la violencia y la no-compañía del otro en presidio, sino por su propio “trauma-prisión”.
Ahora ¿qué sucedieron en esos seis meses de “tanque” de Ángel Delgado? ¿Qué vivió? ¿Qué hizo? ¿Qué pensó? ¿Qué maquinizó?
Lo primero que habría que saber es que en aquellos momentos Delgado era un artista poco conocido, con algunas colaboraciones en cuatro o cinco exposiciones colectivas, y su entrada en el world ranking del arte cubano estuvo atravesada por aquella colaboración político-fisiológica, por aquel acto donde se mezclaba ideología y excremento.
Lo segundo: Ángel pasó toda su condena entre delincuentes comunes. Lo que significa no solo estar aplastado por la mitología, las obsesiones, las imágenes, la violencia y la no-compañía del otro en presidio, sino por su propio “trauma-prisión”, como le llama él mismo en un correo privado.
Trauma que como resulta evidente no solo era múltiple, sino que implicaba también defenderse de la prepotencia del otro (en este caso: el Estado), quien a la vez que te condena te somete a su “salud”, a su reeducación ideológica y arbitraria, ya que nunca te condena por lo que haces, sino por lo que él, según su propio despotismo, cree o interpreta que has hecho.
Reeducación que como bien afirmó Michel Foucault solo puede conducir a una “productividad negativa”, con imaginarios negativos y dialécticas negativas, donde los hombres a la vez que una carga para la institución penal (penal totalitaria, no lo olvidemos) están siempre al borde del vacío, del “coso” al que el poder aspira a convertirlos.
De esto es precisamente de lo que habla esta serie de Ángel Delgado. Una de las más singulares del mundo Cuba y sus alrededores, como escribe Gerardo Mosquera en un ensayo: “No conozco ningún otro preso ―artista profesional o no― que haya dejado algo semejante. No es ‘outsider art’, al ser hecho por un profesional, pero participa de la libertad y el funcionalismo personal directo que encontramos en un Artur Bispo, Henry Darger o Howard Finster. Carecen de toda aspiración ‘artística’ trascendente; fueron hechos para el instante, sin la pretensión de testimonio histórico. Tal vez sea ‘outsider art’ hecho por un insider en una situación outside del campo de producción artística. Son actos de libertad en varios sentidos”.²
Una obra que se compone de 102 dibujos (actualmente solo hay 101), más esculturas hechas de jabón y pañuelos pintados con lápices de colores y cold cream, una de los pocos productos de higiene a los que tenían (o tienen) acceso los presos en Cuba.
“Las esculturas las hacía con instrumentos plásticos confeccionados a partir de cucharas y cepillos de dientes. En este caso al igual que en los pañuelos, yo hacía las esculturas para sobrevivir, intercambiándolos por comida, cigarros (que es como el dinero en la cárcel) o cualquier otro objeto de utilidad.
Las esculturas son una técnica carcelaria, y las hace cualquiera con la intención de regalársela a una novia, padres, etc. O simplemente para tenerla debajo de la cama, sobre todo cuando eran esculturas de imágenes religiosas”.³
Esculturas que el artista ha continuado haciendo a posteriori y conservan, como decía el conocido crítico de arte en la nota anterior, esa “libertad en varios sentidos”, tanto conceptual como matérica.
Los dibujos más que imagen [son] diario donde se relata la gramática del encierro: la culpa, el tiempo, las peleas, el ocio, el “escape”.
Pero ¿qué hablan, cuentan o muestran estos dibujos que muchos conocen como “papeles del tanque”, a raíz de una exposición en Aglutinador en los años noventa, donde algunos de ellos fueron exhibidos junto a ropa y utensilios que Delgado utilizó en prisión y en verdad responden al nombre de Si la memoria no me falla?
Para mí hablan especialmente de dos cosas: 1) el secreto, en su relación y diferencia con el poder, en este caso el castrocarcelario, y 2) la éskhatos (skatós), como citaba antes, como relato de cotidianidad, excremento, “lucha” diaria.
De ahí que muchos de ellos se ejemplifiquen con escenas de no-vida, como si los dibujos más que imagen fueran diario donde se relata la gramática del encierro: la culpa, el tiempo, las peleas, el ocio, el “escape”. O las técnicas de sobrevivencia a las que está abocado cualquier persona que pase un tiempo en la cárcel.
Esto hace que, por ejemplo, en uno de los dibujos Ángel Delgado narre su paso por la enfermería, su encuentro con el psiquiatra de prisión, las fechas en que estos ocurrieron: “y no porque estuviera loco, sino porque era una manera de salir de la celda”. (Véase Ángel Delgado: Si la memoria no me falla, Ediciones Incubadora, Colección Documenta, 2018, p. 36).
Y en otro (p. 44) se vea a un hombrecito en el pico de una montaña con una piedra a mitad de camino, como quien sabe que ya lo peor está pasando.
Esto hace también que en muchos de estos dibujos aparezcan diferentes utensilios: cucharas, cuchillos, bandejas de comida, pilas de agua, tazas, navajas, rejas, juegos…
Y en otros (p. 39, p. 45) símbolos de homosexualidad.
O violencia.
O muerte.
Como si la única producción real de una cárcel, más allá de su oclusión del tiempo-deseo, fuera la de marginalizar la experiencia, condensarla en un escenario donde la desesperanza, la frustración, la anonimidad o los fantasmas hacen que te ahorques o entregues, que avances en línea recta hacia la no-salida.
¿No decía Primo Levi que el primer objetivo de las razias y las dilatadas transportaciones a los judíos era precisamente la desmoralización, hacerlos sentir que estaban a merced del poder y con ellos se podía hacer todo lo que uno (el Estado-uno) quisiese?
Muchos de estos dibujos [son] también largas cartas que el prisionero 1242900 enviaba hacia el exterior, dentro de un todo secreto.
Pues eso.
De ahí que muchos de estos dibujos sean también largas cartas que el prisionero 1242900 ―número de AD en la cárcel― enviaba hacia el exterior, dentro de un todo secreto. Todo que en aquel momento solo podía ser leído por su hermana, única persona que tenía las claves del alfabeto inventado por él mismo para burlar la censura prisión y, de paso, la de los presos de la misma celda o bloque, quienes no podrían tampoco acceder a aquellos papeles que de alguna manera los retrataban.
No dejan de ser reveladoras aquellas “cartas” donde Delgado recrea su propio performance (p. 48, p. 90), el hecho exacto que lo había colocado in situ: con aquel periódico, aquellos huesitos, aquella deposición, aquel hueco en medio. O esos otros plagados de imágenes religiosas o velas, tal como muchos que han pasado alguna temporada “en cana” llevan en su cuerpo.
Cuerpos que también quedan traspasados por el dolor en dos de los dibujos más fuertes de toda la serie ―páginas 37 y 111―, donde en el primero se ve un pie pisando una hilera de clavos (una representación que recuerda la animalidad a que eran sometidos los esclavos en los barracones durante la colonia española y en la gramática radical de AD significaba los seis meses de prisión que cumplió), y en el otro, una cabeza siendo aplastada por una bota: el odio.
Cosa que no solo vendría a simbolizar los abusos militares dentro de una cárcel, sino el estado de sitio total: tanto el que vivíamos en aquella época (con la censura, la vigilancia, las instituciones, los discursos, la paranoia…), y quizá el que vivimos ahora, con ese Gran Hermano siempre a punto de desplegar la violencia sobre uno.
Tal y como muestran estos dibujos.
Y tal como vienen a ejemplificar en Si la memoria no me falla esos manchones de color que de vez en cuando aparecen en ellos: blancos, rojos, mostaza…, los cuales no significan nada más allá de su propia carencia, de la ausencia de materiales y de la frustración ―supongo que en la cárcel se diría “obstine”― que semejante hecho, injusto en toda regla, causaba en el propio artista, linchado por la escatología castrista y usado, como se ha dicho ya en varios foros, como escarmiento contra una situación (la de los artistas en su guerra estético-conceptual contra la castrificación de la cultura) que al Estado cubano se le había ido de las manos y necesitaba, de manera déspota, llevar de nuevo a buen puerto.
Involución que se hace evidente en los artistas que vienen a posteriori, menos políticos y más decorativos que los de la década precedente y, mucho más fáciles de manipular por el Comité Central o sus instituciones culturales, dirigidas todas por el PCC.
¿Representa este discurso escatológico del que hemos venido hablando el hábitat donde la obra temprana de Ángel Delgado se mueve y desde donde se construye un proceso que llega hasta hoy?
Pienso que sí, y como decía al principio, esa escatología (la del performance y la de esta serie) representa una reacción a un discurso, a una imposición, que vivimos todos los que crecimos en Cuba, y Ángel, de manera brillante, resolvió tanto con sus esculturas o pañuelos como con estos dibujos.
Objetos todos donde más que cárcel hay observación, experiencia, secreto, violencia y día a día.
Objetos todos donde, más que prisión, hay salidas.
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Notas:
¹ “Crisis de octubre. Cartas entre Castro y Jruschov”, en: Cubanet (sección Documentos).
² Mosquera, Gerardo: “Arte preso. Ángel Delgado 1242900”, en: Andrés Isaac Santana (ed.), Nosotros, los más infieles. Narraciones críticas sobre el arte cubano (1993-2005), Madrid: Cendeac, 2016.
³ Correspondencia privada con el artista.
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