Marco Castillo y la relación arte-diseño-arquitectura

La conformación de un imaginario social es parte de la autocreación y autorregulación de una sociedad específica. A través de un proceso de asimilación y reproducción de símbolos, esta elabora su propia identidad. 

Los sistemas cuyas ideologías son hegemónicas se apoyan en instituciones de poder como los organismos de masa o los medios masivos de comunicación con el fin de proyectarse a gran escala y, así, instaurar nuevos modelos sociales. La Revolución cubana, desde un inicio, actuó en este sentido como un proceso instituyente que edificó un sistema simbólico, valiéndose de subinstituciones, con el objetivo de conformar una nueva sociedad. 

Los artistas cubanos, en especial aquellos cuya carrera los ha llevado por derroteros que implican lidiar con políticas culturales complejas, a veces desgastantes, han conseguido trasladar conceptualmente los difíciles procesos por los cuales han transitado los creadores en su sentido más amplio. 

Para quienes nacimos dentro de este sistema, se nos hace lejano y confuso comprender a plenitud cuán drástico pudo haber sido el cambio para una generación de artistas, arquitectos y diseñadores que, en pleno apogeo de su carrera, tuvieron que imbricarse en un proceso social y político mucho mayor que, sin duda alguna, absorbió a toda la nación. 




Partiendo precisamente de la memoria histórica como núcleo discursivo, Marco A. Castillo ha conformado una serie de obras, instalativas en su gran mayoría, que marcan las líneas temáticas y estéticas de su trayectoria personal en el último lustro. 

Acude entonces a la huella imagética que se encuentra en manifestaciones que, por su naturaleza, se ubican en espacios cotidianos: la arquitectura y el diseño industrial. Se muestra reflexivo en torno a las creaciones y proyecciones paradigmáticas de los años 60 y 70; décadas, por lo demás, cargadas de una simbología socialista que desde la gráfica sirvieron de campaña propagandística. 

Su obra más reciente, aquella que ha sido producida desde 2018 hasta la fecha, se ubica en una zona donde el plano formal se funde con el conceptual en el sentido más crítico, producto de una investigación profunda que realizara de nuestra historia, cual si se tratase de una tesis sociológica. Desentraña los subterfugios ideológicos a través de los cuales se reconformó nuestra sociedad en los albores de la Revolución. 

Es ahí donde se hace evidente que piezas como Iván (2020) entablan un diálogo directo con la construcción de imaginarios que han sido creados y perpetuados en el socialismo y que, a través del arte, el diseño y la arquitectura, se impusieron de forma incuestionable desde los ministerios encargados de transmitir “valores” acordes a la moral comunista. 




Esta pieza en específico busca crear una ilusión óptica propia de la abstracción y de las experimentaciones del diseño gráfico de los 60 y 70 que se pusieron en boga en varios escenarios artísticos del mundo. Lo irónico, y a la vez sublime, es que consigue estas ilusiones a través de culatas de fusiles confeccionadas con madera. 

La instalación remonta a una época de contrastes dados por el elevado desarrollo industrial que había alcanzado Cuba gracias al Movimiento Moderno Internacional de los años 50 —para muchos especialistas una época de ganancias arquitectónicas aún no superada— y la abrupta militarización a la que fue sometida la sociedad civil en tan pocos años.

En este sentido, su relación con la arquitectura y el diseño sobrepasa el referente formal. Se apropia de los presupuestos del mobiliario y edificaciones de la época para, en un nivel ulterior, desarticular las razones por las que la producción industrial de dos décadas respondió a intereses gubernamentales y en la mayoría de los casos se quedó en ideas, proyectos truncos que jamás se llevaron a cabo. 

La revisitación crítica que propone se erige cual símil de un cúmulo de promesas que saturaron a toda una generación comprometida y que, en efecto, tampoco se vieron materializadas en ninguna de las décadas posteriores. La inteligente elección de la obra de diseñadores como María Victoria Caignet y Gonzalo Córdoba no es para nada fortuita. Sería demasiado ingenuo pensar que la relación con la arquitectura se establece solo desde el material empleado, los formatos o el referente historiográfico. 




El binomio arte-arquitectura ha estado marcado sobre todo por la funcionalidad que se le otorga a la segunda sobre el primero. ¿Pero qué era verdaderamente “lo funcional” en un país que debía transformarse en todas sus esferas en pos de conformar un nuevo sistema? Un sistema que requirió de la destrucción de todos los símbolos del pasado y la creación de nuevos símbolos e imágenes para instaurarse como único y verdadero.

Por supuesto, los artistas, diseñadores y arquitectos habrían de acompañar esta transformación. El sujeto debía perder su condición de individuo para fundirse en el colectivo. Y, el creador, convertirse en un reproductor de ideologías que participase activamente en todos los procesos socialistas. Tampoco es que tuviese muchas opciones. 

Vemos entonces cómo Marco hace suyo el concepto de arquitectura desde el momento en que el término “construcción” adquiere segundas y terceras lecturas, tratándose no solo de la edificación en sí, sino también de la construcción de ideologías que se anteponían a la creatividad. 

Galván (2019) es una obra donde se explota al máximo esta relación. Inspirada en el mobiliario que Joaquín Galván y Rodolfo Fernández crearan para el pasillo de protocolo del edificio de gobierno de Cuba, reproduce un separador con el mismo tipo de madera empleada en los años 60 para la confección de muebles nacionales y que rescataría las tradiciones cubanas a través del uso de materiales tropicales. La obra contiene, además, letras pintadas de blanco emulando un alfabeto cifrado que formaba parte de los mecanismos de comunicación utilizados durante la Guerra Fría. 




Cada uno de los elementos, desde lo material hasta lo simbólico, han sido colocados con el fin de trasladarnos a una década convulsa en la que todos fueron protagonistas sin ser conscientes de ello. Era, precisamente, detrás de ese separador, donde se gestaban y dictaban los procesos por los cuales debía transcurrir el “hombre nuevo” en Cuba. 

El mueble, otrora diseñado para un edificio de gobierno, adquiere en la obra de Castillo una connotación eminentemente política, y a la vez reflexiva, que versa sobre ese rol que el individuo puede jugar en dependencia de en qué lado del separador se posicione. El lenguaje encriptado de los 60 ha sido desarticulado, despojado de su contexto y devuelto en arte para las nuevas generaciones nacidas en Cuba.

De igual forma, y con muchísima más agudeza, la serie Córdoba (2020) pretende deconstruir el diseño mobiliario de Gonzalo Córdoba y convertirlo en una obra magistral que permite ser expuesta a modo de instalación casi escultórica o bidimensionalmente en una pared. 

No importa cómo, Córdoba no solo es un tributo a un maestro de maestros recordado por la historiografía del diseño cubano —que dicho sea de paso, no existe estructurada ni documentada en libros de manera metodológica—, sino también es una tesis de “la mutación” en su sentido más abarcador. 




El mueble de Córdoba muta incansablemente en múltiples versiones, sus elementos formales evolucionan de círculo a estrella de manera cíclica; en cambio, permanece intacta su esencia material. El mimbre y la madera representan ese remanente que quedó del Movimiento Moderno de los años 50 dentro de las grandes renovaciones de la época, absorbido en los 60 con un nuevo propósito y recontextualizado por Marco Castillo en 2020. 

En resumen, ha encontrado en la arquitectura y el diseño industrial un espacio ideal para discursar sobre aquellas preocupaciones que le atañen como individuo, como artista, como cubano nacido en 1971, con todo el peso simbólico que este año carga. 

Incluso en sus piezas aparentemente más abstractas, como pudieran ser las pertenecientes a las series Low Relief y Cuaderno, los referentes arquitectónicos y gráficos indican que están ancladas a un contexto del cual son indisolubles. 

Un cuaderno de dibujo ha sido calado de tal modo, que simula unas escaleras y, a su vez, conforma un juego visual entre dos palabras que se contienen una dentro de la otra y en las que se lee “Estado-Pueblo”, por solo citar un ejemplo. 

Los conceptos construir y deconstruir alcanzan en Marco Castillo una poética tal que se manifiestan, incluso, desde el sentido más literal en su obra. ¿Será acaso que debemos tomar el pasado simbólico y desarmarlo para reconstruirlo íntegramente reformado? Al igual que el mueble de Córdoba evoluciona por ciclos, ¿debería nuestra sociedad romperse para recomponerse de nuevo? De ser así, solo nos correspondería descubrir cuántas serían sus posibles versiones.


Marco Castillo (galería)





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