“Bananas is my Business”, o todo acerca del fufú
Mientras vamos caminando en plena mañana soleada hacia Art Basel Miami Beach (ABMB), mi amiga S. y yo no podemos sino deleitarnos ante la excéntrica pasarela matutina que se desplaza por el Convention Ocean Drive. Le comento a S. que debía haberme vestido de Carmen Miranda. Yo que, obviamente, desentono con mi parca vestimenta negra en medio de tanto color y lentejuela.
Adentro, la atmósfera no es muy diferente. Al inútil despliegue cartesiano de los booths se superpone una suerte de horror vacui que hace malabares entre la imperiosidad de llamar la atención del potencial comprador y ese intento —no siempre bien logrado— de parecer espacio clean, “curado”, libre del estrés financiero, donde cada pulgada en blanco debe ser compensada por el valor del artefacto más próximo para equilibrar de algún modo lo pricy de cada pie cuadrado. Así, pues, vamos jugando a precios de obra por pulgada cúbica en desuso en cada booth. Créanme, esta es regla de oro para las ferias de arte.
Cada vez que me avanzo en las ferias —marcadas siempre inevitablemente por la condición sine qua non que las motiva (la plata)—, no puedo sino invocar a Yves Klein y su Zone de Sensibilité Picturale Immatérielle (uno necesita cierto espíritu Zen en medio de tanta euforia colectiva).
S. y yo vamos haciendo bromas —sobre la quema del recibo por la obra y el oro lanzado al río como consumación última de esa zona de sensibilidad pictórica intangible que el mercado ha desterrado definitivamente de la esfera del arte—, cuando nos tropezamos con lo que será el súmmum de la feria este año: Comedian, de Maurizio Cattelan.
Todavía no ha acontecido todo el circo mediático que sobrevendrá al gesto bien calculado de Cattelan y la Perrotin. La banana es solo eso, una banana amordazada con cinta adhesiva y fijada al drywall. La pieza, un clind’oeil a The Perfect Day (1999), del mismo Cattelan, parece cerrar en uróboros perfecto el círculo patético entre galerista, artista y ferias de arte en la que todos son presas de esa tela de araña a la espera del mejor postor entre los (art)rópodos (léase, coleccionistas de arte).
La banana se me antoja una parca extensión del gesto de Monzoni y le cuento a S. que Cattelan hace lo mismo todo el tiempo. Pero S. insiste en que no, en que hay algo detrás. Y yo le digo que no más que el stand de la otra galería, pero S. se resiste. Ella quiere —necesita— descubrir algo más detrás del gesto. Así son los believers: terminan por encontrar al gato negro que no existe en la pieza a oscuras (cuando de arte se trata, las piezas más oscuras suelen estar pintadas de blanco).
Jugamos entonces a que la banana es un símbolo cargado de polisemia. Y nos esforzamos en retrasar todo el periplo migratorio de la banana y la fórmula del error que, desde el trópico, la regresara al primer mundo trastocada en exótico fruto, merecedor de ser degustado, pinky up, con tenedor y cuchillo. Y de la etiqueta, inevitablemente, caemos en parajes más oscuros como la United Fruit Company, y Chiquita y Dole, y la globalización, y (Oops!) los Panamá Papers, no sin obviar, por supuesto, al plátano-microjet ni al plátano a puñetazos.
Empezamos entonces a repasar todas las bananas posibles del arte contemporáneo. Desde Andy Warhol, pasando por Angus Fairhurst, Wilfredo Prieto, Naufus Ramírez-Figueroa, Adriana Lara, hasta llegar, por supuesto, a Paolo Nazareth, quien presentara hace unos años (2011) también en ABMB su Banana market/Art market (cualquier similitud NO es pura coincidencia).
Y como suele suceder en estos desvaríos, una cosa lleva a la otra y de la banana saltamos a la manzana —¡¿de dónde salió el plátano-manzano?!— para encontrar la contraparte a Comedian, de Cattelan, en Apple (1966), de Yoko Ono.
Y concluimos que el arte es una suerte de república bananera donde todo está interconectado y controlado por una muy bien establecida oligarquía, no exenta de la típica guerra de las bananas, donde cada comerciante busca salvaguardar su mercado a toda costa. Y que, no en balde, fue en La Exposición Internacional del Centenario, de 1876, en Filadelfia, Pensilvania, donde los Estados Unidos se abrieron al mundo del arte y —por supuesto— ¡las bananas!
Cattelan, después de todo, no parecía estar equivocado. Más tarde el precio alcanzado por la obra —que además, como Santísima Trinidad, venía en racimo de tres—, y el hit mediático, confirmaría nuestra hipótesis.
Al final, no importa el tipo de artilugio, todas las piezas dentro de la feria parecen gritar al unísono: ¡fufú! (y ya nos había advertido el preclaro Ortiz de su sentido fonético: food-food!, lo que en el campo del arte, por supuesto, se traduce en plata).
“Yes, We Have No Bananas”, o acerca del plátano-microjet
Por más que tratamos, entusiasmadas, de buscar bananas en los booths de ABMB que incluían artistas cubanos, fue inútil. Entre los habituales históricos del arte moderno insular (realizado dentro o fuera de esa Isla que, hoy por hoy, cada vez se desparrama más), fue grato constatar la sólida presencia de mujeres insoslayables como Zilia Sánchez (Galerie Lelong & Co), Loló Soldevilla (Sean Kelly) y Carmen Herrera (en la sección Universal Art Limited Art Editions). Conjunto de lujo al que se sumaban artistas contemporáneas de la talla de Ana Mendieta (Alison Jaques y Lelong & Co) y Belkis Ayón (David Castillo Gallery).
Sin título, 1978, de Zilia Sánchez, es una portentosa obra donde los dos lienzos modulares, idénticos como imagen en el espejo, se confabulan en la oquedad íntima que confluye al centro de la pieza. Senos trastocados en vulva que, si bien en apacible simetría, parecen placas tectónicas a punto de entrar en erupción. La ondulación del lienzo, como promontorios lunares o terrestres que marcan la producción toda de Zilia Sánchez, dota de una sensualidad sin par a la obra de raíz concreta, pero mulata al fin, de esta artista.
Justo en este momento, el Museo del Barrio exhibe Zilia Sánchez: Soy Isla (I Am an Island), la primera gran retrospectiva de la artista cubana afincada en Puerto Rico, organizada y presentada con antelación en The Phillips Collection, en Filadelfia.
Itiba Cahubaba (Esculturas Rupestres), 1981, de Ana Mendieta, encontraba el perfecto complemento en Meridian, la nueva sección curada de ABMB, donde una introspectiva habitación en penumbras acogía Untitled, también de 1981.
El video, en blanco y negro y silente, es un loop filmado en las playas de Guanabo, donde Mendieta registra la memoria de una obra efímera, donde justo son el tiempo y el elemento natural los componentes activos vitales a la pieza. Sobre la arena, como ofrenda, una frágil silueta construida con arena, como juego de niños en la playa, a medio camino entre humano, saeta, hoja, pulmones y vagina, se ofrece. Delimitada su existencia por el mar y la tierra, como un designio; las olas del mar con el inevitable crecer de la marea, lame la figura una y otra vez, hasta desvanecerse.
Recién terminada el pasado 16 de noviembre, la Gelerie Lelong & Co. presentó Ana Mendieta: La tierra habla (The Earth Speaks), exquisito resumen de la obra creada por Mendieta en su regreso a Cuba en 1980, después de dos décadas separada de su tierra natal.
También en Meridian, destacaba la kilométrica pieza de Flavio Garciandía, Auge o decadencia del arte cubano.
Realizada en 2006 durante la IX Bienal de La Habana y pintada sobre lienzo en bastidor desmontable de 20 metros de largo y 1,50 metros de altura, Auge o decadencia es una pieza colaborativa en la que el icónico artista, residente en México, pidió a 158 artistas cubanos despojarse de sus poéticas personales —y otros lastres— para coexistir en ese impasse que es el acto pictórico resumido a su mínima expresión: bandas de color plano, extraídas de la “carta de color” del propio Garciandía, todas del mismo grosor en progresión lineal y perfectamente verticales.
Curiosamente, desde el punto de vista formal, la pieza asumía justo —y lo más posible sin proponérselo— ese momento pivote de la historia del arte cubano marcada por el nacimiento de la abstracción que significó, a un tiempo, la consonancia por vez primera del arte cubano con las últimas tendencias de vanguardia del momento y, por primera vez también, la gran escisión del arte cubano entre el “adentro” y “afuera” a partir de la censura y la migración masiva de muchos de los integrantes de esa generación, una vez instaurado el régimen de 1959. Nada de ello, sin embargo, se trasluce en la pieza que parece más bien un distendido patrón de pruebas en espera de mejor señal.
Otros artistas cubanos y/o cubano-americanos dentro del recinto de ABMB eran Enrique Martínez Celaya, Alejandro Campins, Yoan Capote, Carlos Garaicoa, Osvaldo González, Alexandre Arrechea y Hernan Bass.
Algunas de las piezas —todas indiscutiblemente bien hechas— jugaban con el savoir-faire, y esa pizca de trompe l’oeil, chiste y nota melodramática; fórmula ya tan manida dentro del arte cubano contemporáneo que empieza a ser sosa. Algo así como —diría yo para estar a tono con este edición de ABMB— un plátano-microjet.
Y es que en esto del arte y las bananas es como con la música: hay que tener buen oído. Ocurre un poco como con el chiste:
—Why is a banana peel on the sidewalk like music?
—Because if you don’t C sharp you’ll B flat.
(Sorry, en este caso, y como casi siempre, la traducción lo arruina todo).
“I like Bananas (Because they have no bones)”, o buscando guayabas bananas ando yo
ABMB ha terminado por tragarse a Miami. Se las ha arreglado para que el dinero convierta en satélite a la ciudad y en ciudad a la feria.
Hablando de satélites, la constelación que se desperdiga en torno a la feria madre acogió no pocos artistas cubano y/o cubano-americanos, concentrándose su mayoría en Art Miami.
Cernuda Arte y Bernice Steinbaum Gallery apostaron más por una suerte de pot-pourrit donde coexistían voces dispares que más que potenciar un diálogo fluido terminaba por ser una cacofonía. En la primera se presentaron obras de Juan Roberto Diago, Roberto Fabelo, Víctor Manuel García, Wifredo Lam, Manuel Mendive, José Mijares, Gina Pellón, René Portocarrero, Sandro de la Rosa, Tomás Sánchez y Alfredo Sosabravo; mientras que en la segunda coexistían Pavel Acosta, Ariel Cabrera Montejo, María Magdalena Campos-Pons, Enrique Gómez de Molina, Aurora Molina y Julián Pardo.
Tresart, más depurado, se concentró en obras de Belkys Ayón, Sandú Darié, Carmen Herrera, Roberto Fabelo, José Mijares y Tomás Sánchez.
A mi juicio, el mejor booth con obras de artistas cubanos era Pan American Art Projects (PAAP) donde se incluían obras de Ariamna Contino, Juan Roberto Diago, Carlos Estévez, José Manuel Fors, Julio Larraz, Sandra Ramos, Adislén Reyes, Jorge Ríos, José Ángel Toirac y Carlos Quintana.
Especialmente, las obras de Fors y Diago interactuaban en excelente contrapunto y complemento. Sin embargo, como a veces suele suceder en estos casos, la escala de Magic Carpet, de Diago, ubicada demasiado próxima a Columna, de Fors, echaba en cara a esta última lo comedido de su escala. Hubiera sido más sensato, a mi juicio, sacrificar las pinturas de Reyes, que no encajaban por demás en la lectura general del booth, a fin crear una mejor sinergia Diago-Fors que eran el punto fuerte de PAAP.
Por supuesto, tratándose de Miami, las obras de Toirac no pasaron inadvertidas (tal vez algunos recordaran Bananas, de Woody Allen), así que no sobraron los “entusiastas” frente al booth. Curioso, sin embargo, que sobre la arena de Miami Beach se exponían las obras de Arles Río, en Untitled, bajo la dirección de Omar Pascual Chauchaud. Bananas are slippery….
El Apartamento, que tiene una nómina de envidia, presentó obras de Ariel Cabrera Montejo, Osvaldo González, Orestes Hernández y Arles Río. Las piezas de Cabrera Montejo, como siempre, un festín a los ojos que contrastaba con el depurado ejercicio de rigor de Osvaldo González, a mi juicio de las mejores piezas en Untitled, junto a las obras de Juan Miguel Pozo presentadas por La Sindical, quien también trajo trabajos de Diango Hernández y Odey Curbelo.
Pero sin duda fue la obra de Cristina Lei Rodríguez, incluida en Looks of Freedom II y a cargo de Blackpuffin Curatorial, la propuesta más interesante de Untitled en lo que a Cuban-Miamian se refiere.
Pillar / Core Sample (2019) son columnas erigidas a partir del proceso de construcción-destrucción-reconstrucción, que devienen a un tiempo ruina y soporte de nuestra contemporaneidad y nuestra construcción histórica. Las piezas cargadas con tierra, rocas, microplásticos, escombros no degradables, entre otros, procedentes del suelo donde está localizado el estudio de la artista en Miami y de las arenas de Miami Beach donde se expone la obra, devienen reflexión acerca de la historia y nuestro devenir.
Tomando como punto de partida la legendaria frase de Herman Melville: It is not down on any map; true places never are (“No está en ningún mapa; los lugares reales nunca lo están”), la instalación cinética a cargo de del dueto Antonia Wright y Rubén Millares, que se exhibe al exterior de Untitled, consta de dos astas conectadas por una cadena motorizada donde 16 banderas bajan y suben en movimiento perpetuo. La instalación alude a las dinámicas de poder y la forzosa interconexión entre naciones.
La obra de José Ángel Vincench estuvo bien representada en Art Pinta, por Klaus Steinmetz. El conjunto desplegaba 5 pinturas de largo formato con su distintivo sello dorado y una escultura, permitiendo el despliegue de la poética de Vincench donde abstracción, censura, deconstrucción, banalidad y mercado van mano a mano.
Lo más interesante en materia de arte cubano, sin embargo, no estaba en las ferias. Había que buscarlo en ese satélite que es Miami durante ABMB y para ello, había que salirse de todo lo que brilla y no necesariamente vale para meterse en el platanal de Bartolo.
En el platanal de Bartolo
Entre las muestras de artistas cubanos y/o cubano-americanos abiertas al publico durante la denominada Miami Art Week, destacan las siguientes: Juan Roberto Diago: The Past of this Afro-Cuban Present (Lowe Art Museum), Tomás Esson:Miami Flow II (Fred Snitzer Gallery), Carlos Estévez: Cities of the Mind (Lowe Art Museum), Teresita Fernández:Elemental (Pérez Art Museum), Filio Gálvez, Reynier Leyva Novo: Black Galvanized Device (Andrew Antonaccio), Julio Larraz: Behind the curtain of dreams (Ascaso Gallery), Baruj Salinas: Infinite Ocean (The Americas Collection) y José Toirac: Waiting for the Right Time (Pan American Art Projects).
En el caso de Juan Roberto Diago: The Past of this Afro-Cuban Present (Lowe Art Museum), asistimos a una muestra compendio de la carrera de este artista cubano interesado en la revisión y exploración en primera persona de las tensiones raciales latentes a lo largo de la historia de la Isla y que continúan todavía presentes en el fracturado tejido social cubano. La exposición, curada por Alejandro de la Fuente, comprende un total de 40 obras entre pinturas, dibujos e instalaciones, que recorren desde los principios de la trayectoria del artista y hasta el 2019.
Tomás Esson: Miami Flow II (Fred Snitzer Gallery), es la elongación de ese fluido erógeno que embarra y desborda toda la obra de Esson, salpicando a troche y moche, y donde lo popular, lo interracial y lo urbano colindan, se atropellan y copulan entre sí. Como bien advierte su título, Miami Flow II es una orgía donde el cuerpo, resumido a partir de lo que Esson considera los cinco elementos fundamentales de la vida (vagina, senos, boca, ano y pene), es trasmutado en exuberante elemento vegetal (sorry, no bananas), que se reproduce exorbitado en clima propicio.
Por su parte, Carlos Estévez: Cities of the Mind (Lowe Art Museum) es una muestra de labor de menuisier. Compuesta por nueve pinturas realizadas entre 2017 y 2019, Cities of the Mind es, sin lugar a dudas, un momento resumen en la vasta carrera de este artista. Asistimos a mapas imaginarios reconstituidos, no a partir de la mera trama urbana, sino de la historia misma que erige y da sentido a una ciudad, a ratos imaginada, creando nuevos mitos que contienen a su vez a ese animal ontológico que las habita.
Teresita Fernández: Elemental (Pérez Art Museum de Miami Dade, PAMM) comprende una visión integral de la carrera de Fernández desde mediados de la década de 1990 y hasta el presente, donde el uso no convencional de materiales naturales, profundamente asociados con los cuatro elementos prístinos, se convierten en la piedra angular que articula el discurso de la artista en torno al fragmentado paisaje estadounidense contemporáneo. La exposición también incluye el trabajo más reciente de la artista, en el que se contrasta la naturaleza sublime de los paisajes tradicionales con el clima político actual de los Estados Unidos.
Julio Larraz: Behind the curtain of dreams (Ascaso Gallery) es la tercera parte de esa trilogía integrada por dos exposiciones personales anteriores del artista (Coming home y Made in USA, 2013 y 2016 respectivamente). La colosal muestra es un compendio que resume el particularísimo estilo neofigurativo de Larraz, donde el efectivo uso de la luz, siempre plana, frontal, pródiga e implacable, es una suerte de fogonazo de la memoria o alucinación del recuerdo que trastoca y sobrecoge invadiéndolo todo con ese halo metafísico tan caro a su pintura.
Baruj Salinas: Infinite Ocean (The Americas Collection) es la más reciente muestra personal de Salinas, pintor cubano descendiente de judíos, cuya pintura está marcada por la condición diaspórica; eco y resumen de las disonancias que conforman la identidad de este artista, para quien la pintura es un acto trascendente y el desplazamiento, una condición del individuo actual. Compuesta por veinte pinturas donde se hace evidente el indiscutible dominio técnico de Salinas, Infinite Ocean es una suerte de sinfonía visual donde el océano deviene firmamento y guía de esa experiencia errante que es la existencia contemporánea.
José Toirac: Waiting for the Right Time (Pan American Art Projects) es una muestra digna de museo, compendio de años de trabajo de este artista cuya estrategia creativa consiste en la revisión y desmantelamiento de procesos históricos y políticos y donde la obra —lo mismo que la historia y el poder— se somete a pruebas de ensayo y error, negociación y censura. En la sala principal, la imagen de Fidel Castro es contrapuesta a productos publicitarios (al final, si algo tienen en común ambos la publicidad y la política, es que buscan vendernos algo a toda costa y por los medios más subrepticios). La esfera política queda al descubierto en tanto mero mecanismo mercantil.
La exposición comprende además una sala cronológica que recoge, año por año, cada uno de los proyectos censurados a lo largo la carrera del artista con una cápsula explicativa en código QR (Quick Response) como apoyo a cada pieza. El título de la muestra parte de la archiconocida justificación al uso por los censores de cultura: “lo siento, el proyecto no tiene nada de malo, pero no es el momento adecuado para que se muestre”.
He dejado para el final Black Galvanized Device, por ser una muestra —si se quiere— efímera, a ritmo de feria y, sin embargo, la que mejor sabor me ha dejado de la temporada de ABMB. Ubicada en un warehouse de Wynwood, Black Galvanized Device comprende la propuesta de tres artistas: Andrew Antonaccio, originario de Nueva York y radicado en Miami, Filio Gálvez, originario de La Habana y radicado también en Miami, y Reynier Leyva (El chino) Novo, quien reside y trabaja en La Habana.
Los dos primeros han venido trabajando como dueto bajo el nombre 2Alias, interesados en esa interacción no exenta de tensiones entre estética tradicional y nuevos medios, espacio público y espacio privado, razón que explica perfectamente, la integración de Reynier Leyva Novo en esta muestra.
En la primera sala, el visitante es recibido por dos obras de Filio Gálvez, GSV Marinas y Text Predictive Poetry. La primera, distribuida a lo largo y ancho de la galería, evoca lo que podría ser uno de los espacios públicos de distensión por excelencia (la playa). Las toallas cuelgan despreocupadas airándose al sol y una proyección sobre la pared del recinto recrea esa sensación de infinitud y libertad negada por la propia imagen. Tanto la imagen proyectada como las impresiones sobre las toallas han sido obtenidas por vía del Google Street Vision (GSV), accediendo —e invadiendo—quién sabe desde dónde, el espacio personal de cada individuo captado en cámara y expuesto al público asistente.
La construcción laberíntica de la instalación, que nos obliga a un diálogo íntimo con cada uno de los retratados, así como los rastros del cursor y movimientos de cámara ex profeso sobre la imagen, acentúan la fragilidad del individuo frente a los dispositivos con los que convivimos a diario sin siquiera preguntarnos acerca de sus consecuencias inmediatas y a mediano y largo plazo.
Si GSV Marinas se concentra en el efecto perverso del mundo tecnológico, donde voyerismo y vigilancia van mano a mano, Text Predictive Poetry utiliza la capacidad de aprendizaje del software.
Distribuida en dos de las paredes del recinto, Text Predictive Poetry es una serie íntima compuesta de siete elementos. Cada pieza está integrada por un libro de poesía impreso (Gálvez ha seleccionado los últimos siete libros de poesía merecedores del Premio Pulitzer) y un tablet con audífonos sobre la pared, que como eco nos recita la poesía generada por el software que se despliega ante nuestros ojos.
Text Predictive Poetry aparea la opción predictiva del IOS 13.2.3 software y el concepto de ingenuidad como motivación inicial. Para ello, Gálvez utiliza un proceso de borrado y reescritura de la memoria convirtiendo al iPhone en herramienta de creación. Antes de comenzar cada pieza, la memoria del teclado es reseteada; luego, el artista imprime la memoria del software al mecanografiar los poemas del libro en cuestión, dotando al software del ánima del autor/libro.
Terminado este proceso, la nueva “sensibilidad” del artefacto actúa como (co)autor de ese acto colaborativo de escritura entre el artista, el escritor y el software. Gálvez introduce las primeras letras de un vocablo que el software predice, determinando el proceso de escritura. Un nuevo poema impregnado de la sensibilidad del autor original (ese otro autor interactuante en esta obra colaborativa), mediatizado por el software y la impronta de Gálvez, se va desplegando ante nuestros ojos en un maravilloso cadáver exquisito.
El segundo recinto de la galería acoge las obras de Reynier Leyva Novo. Flanqueando el paso del perímetro, en los dos muros laterales: The Weight of the Land y Estética líquida, ambas de 2019.
The Weight of Land es una continuación del trabajo de revisionismo histórico que caracteriza la obra toda de Leyva Novo. Está compuesta por tres piezas, cada una dedicada a una superpotencia (Estados Unidos, Rusia y China) y a su expansionismo territorial a través del tiempo, que es redibujado a partir de los tratados, convenciones y alianzas que a lo largo de la historia han justificado la usurpación de tierras y el consecuente crecimiento del imperio en cuestión.
Cada pieza se compone de tres elementos sustanciales. El primero, la enumeración de cada uno de los documentos históricos que reconfiguran las fronteras territoriales; el segundo, la secuencia de mapas organizados en sentido cronológico y grabados sobre acrílico transparente y cuidadosamente fechados. Leyva Novo se concentra únicamente en las fronteras que se dilatan y se encogen —sobre todo se dilatan— con el paso del tiempo, en un carrusel de mapas que invita al receptor. El último elemento de la pieza resume el área cúbica de terreno actual y, como es de esperar, asume la fisonomía de un cubo negro pletórico en tinta; al fin y al cabo, el territorio es equiparable a los tratados que justifican su cuestionable pertenencia a un imperio o nación.
En la pared opuesta, Estética líquida asume una perspectiva mucho más personal. A nivel de conjunto, la obra se compone de seis recipientes de plástico traslúcido, contenedores de gasolina (las cantidades de carburante varían de uno a otro). La disposición secuencial, como espectro gráfico de un ecualizador de sonido, nos incita a la búsqueda de los potenciómetros que animan la misma. Cada banda responde al sistema de referencia (la cantidad de combustible no utilizado en un viaje imposible) que es recreado a continuación de cada envase en narración ficcionada. Estética líquidaes un poema visual que parece entroncar con los postulados de la relatividad especial y la relatividad de la simultaneidad.
Entre las dos piezas, y dispuesta sobre el suelo como estanques oscuros o pozos ciegos: 12 Leyes que no proclamaré, también de Reynier Leyva Novo. Los rectángulos inundados de tinta negra fresca, cuyos vapores tóxicos parecen emular con la bencina aledaña, refieren cada uno a documentos inexistentes (La Constitución perfecta; El Decreto que deroga todos los decretos; La carta que nunca escribí a mi madre; El libro de poemas que olvidé, entre otros).
Lo mismo que The Weight of the Land y Estética líquida, 12 Leyes que no proclamaré es una pieza anclada al eje del tiempo, pero a diferencia de las dos primeras, que transcurren en sentido lineal pasado-futuro, esta última, como metrónomo, obliga al movimiento pendular entre el pasado y el futuro. Asociado también al eje temporal: la inercia devenida inacción se traduce en estanques que replican nuestra imagen como Narciso.
Al final de la galería, la instalación Viral Amplified, de Andrew Antonnacio, es el eco propicio que parece reverberar en ondas la polifonía de voces de una ciudad de cada vez más obviada por el real state, las ferias de arte y los gobernantes de turno. Al fin y al cabo, Miami no dista mucho de ser también una república bananera.
Terminada la euforia del Miami Art Week, todos nos retiramos exhaustos a casa, cada cual con su banana.
Del otro lado del estrecho, como pez pega, empieza el Havana Art Weekend. Y sí, habrá muchas bananas, en todas las versiones posibles e imaginadas y, claro, tratándose de “La siempre Fiel”, habrá también algún que otro plátano a puñetazo.
Galería
Tito Trelles: memorias de un fotógrafo triste
Murió Tito Trelles. Se lo tragó el pantano. Como a Grandal, Jesse Ríos, Gay García, y a tantos otros. Miami es un huevo negro.