Un parpadeo constante



El ojo traduce. Yo ando por ahí, caminando y fotografiando. Atrás quedan calles y escenarios. La mayoría, sin brillo, entumecidos. Como si ya hubieran largado la cáscara que antes tuvieron. Libres, pero no de pecado.

No niego que aún se conserven unas cuantas reliquias en La Habana de Lezama Lima. Sin embargo, su propia morada tiene un basural que la oculta. El museo permanece cerrado. Mucha gente de Centro Habana, que vive cerca, nunca lo han visitado. Y con seguridad, sólo una minoría ha leído su poesía. Es un conocido desconocido. 

El tiempo es un medidor engañoso. Adentro es una cosa y afuera se desmigaja todo. Nosotros mismos vamos rompiéndonos, como láminas delicadas. Solo nos damos cuenta si nos miramos detenidamente. Y, a veces, hasta el espejo se equivoca cuando nos devuelve a un extraño personaje, uno que nos inventamos para no asumir el que ya nos parece ajeno. 

Por eso, cuando vagabundeo por la ciudad, hago tomas fotográficas rápidamente y evoco al fotógrafo norteamericano Garry Winogrand, quien invariablemente tenía el lente abierto y sorprendía a la gente que se cruzaban con él, pues no sentía ni la más mínima vergüenza de meterles su cámara, indiscreta e intrépida, casi en la cara. También lo hacía de lejos, captando escenas simultáneas.

A eso podría llamársele “robo en acción de la vida pública”. Era un maestro en la fotografía callejera, eso nadie lo puede objetar. El artista, nacido en Nueva York, supo representarla con extrema resonancia y vigor. Así, los sujetos conforman la ciudad y viceversa. 




Con desparpajo o naturalidad, quedaban atrapadas las personas, los sentimientos implícitos, desbordados. Como la foto del veterano de guerra, sin piernas, con sus manos apoyadas en la acera, rodeado por los rostros indiferentes de la multitud. Es tan sólo un fantasma mutilado que a nadie le interesa.

Cuando le preguntaban si buscaba historias, lo negaba. Sencillamente, necesitaba, le urgía, registrar los hechos cotidianos. Lo obvio es que en sus imágenes está el reflejo de los años sesenta y setenta. Décadas divertidas y trágicas: amor libre, drogas, la guerra de Vietnam, revolución sexual, fiestas, actividades políticas y otras variaciones. Es drama humano, puramente inscrito, como una pictografía sin adornos. Dicho en sus propias palabras: “Mi único interés en la fotografía es la fotografía”.

He leído sobre ciertas punzadas envidiosas en el círculo de fotógrafos. Algunos le arrancan el pellejo con sus críticas. Otros, no han tenido reparos en repudiarlo abiertamente. 

Conocí a uno que lo nombra “El Loco Winogrand”. Imposible negar que fue un artista significativo de su generación. Se sabe que dejó guardados cerca de 250 000 fotogramas sin revelar. Una muestra que, tras su muerte, se exhibió en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York y en Europa. 

Se diría que, en sus últimos años, ni siquiera intentaba ver su trabajo terminado. Hacía foto tras foto, imparable en su carrera, tal vez dueño de una fugacidad que no quería celebrar. Ojo abierto y ojo cerrado, luego.

A lo mejor yo me parezco en eso del ojo abierto y luego cerrado, porque tampoco mis fotografías son impresas en papel, sino que las conservo en el celular y en la laptop. En algún momento haré un álbum y las pondré en una galería de arte. O fundaré mi propia galería.

A menudo me hago la idea de que con una cámara profesional podría ser mejor. El otro día una vecina me avisó que está vendiendo dos cámaras, una Zenit, rusa, y una Brownie Reflex. Enseguida me enamoré de ambas. Quedé decepcionada, luego de analizar que no hay rollos para ninguna y sólo podría comprarlas un coleccionista.

El oficio de la imagen es pasar hambre. Es común trabajar en la fotografía familiar para ganar dinero. Quinces y bodas. Aunque no en funerales. Ha pasado de moda usar el obturador para recrear a los fallecidos. A la muerte ya no se la reverencia. Se cree que es morboso sacar una foto a un cuerpo inerte, como si fuera un gorrión muerto entre las hojas secas de un jardín. Aunque puede que haya poesía en tal faena. 

Durante el día, cuando hay apagones en mi zona, me gusta salir a explorar. La caminata bajo el sol agota, hace sudar mi frente bajo la gorra y las gafas se me resbalan de la nariz, pero siempre me topo con algo a lo que debo poner atención. 

La observación es un aliado sustancial. En una pared se puede hallar un símbolo. En una tendedera miserable se percibe cómo vive una familia cubana. No hay límites para las miradas. Cuando regreso a la casa, ¿se corrige el trasfondo?, ¿es natural robarse lo que no es de uno? 

Cuando miro, no pido permiso. Es un parpadeo constante. Atrapo y salvo. Después, vendrá la revisión de los errores. Conforme o no, estoy registrando lo que sucede. Quiero integrarme a los demás, sentir sus presencias. Residir un poco en cada uno de ellos.

Quizá sí estoy dejando constancia de la fealdad, de una muerte trascendental, obstinada. Ofrezco entonces, el estatismo de una escena, un lugar, un gesto de los que pasan, a los que se detienen a esperar, a esos que no osan pensar en cambios y, simplemente, van por ahí como zombis. Imagino que la cámara ya se los ha tragado con todas sus pertenencias. 



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