Este texto podría ser un reportaje, un falso reportaje al pie de la horca.
La memoria, aquí, entendida como patíbulo: los recuerdos trenzados a la manera de una cuerda con un nudo corredizo alrededor del gaznate.
El acto de recordar sería entonces el momento en que de súbito podría desaparecer la base firme bajo los pies.
Igual exagero, y evocar no es exactamente colgarse. Pero nostalgia y melancolía colindan. Son vecinas. Sinónimos.
¿Es un melancólico el que evoca demasiado?
Al nostálgico, al melancólico, le asiste el mismo derecho al pataleo que tienen los ahorcados.
Este falso reportaje podría empezar así:
“Fui a Gibara, al ex Festival de Cine Pobre, porque dijeron que en la última noche de concierto tocaría Habana Abierta. Y porque allí nació un tal Guillermo Cabrera Infante. Y, para ser sinceros, porque el programa de actividades no estaba nada mal”.
Sin embargo, no estaría consignando toda la verdad. Fuimos, mi esposa y yo, cordialmente invitados al Festival Internacional de Cine de Gibara (FICG). Ella, Cirenaica Moreira, es artista visual; asistía al Festival con un resumen de su 25/50. Pero este no es el momento de insertar una mirada crítica a dicha exposición, y tampoco debería incluir detalles privados. Mejor así.
De Gibara, el pueblo, yo solo conocía lo que quedó fotografiado en una película de Kike Álvarez: Marina. Lo único que he querido recordar son las escenas grabadas en exteriores. El paisaje.
Era una alta noche entre 1995 y 1996. Un amigo rasgaba las cuerdas de una guitarra. Otros dos tarareaban y yo no conocía la letra. Bajo el efecto de un zafio ron casero, mi cabeza iba decodificándolo todo; “comprándolo todo”, porque todo aquello comenzaba a parecerse a lo que mi cabeza apenas encontraba ya en los discos de Silvio (el Silvio, el Rodríguez y el Domínguez…), Pablo (Canto de la abuela, los Filin 4 y 5, Años 3…) y compañía.
El de la guitarra cantaba tan mal como malo era el ron —la amistad y las ganas de fiestear, de reunirse, lo perdonan casi todo—; a bocajarro nos disparaba los temas del álbum Vendiéndolo todo. Vanito y Alejandro y Lucha Almada desafinados a full por aquel amigo que, semanas después, me regaló el álbum grabado en un casete.
Debo subrayarlo: escuché el disco hasta que las letras y la música comenzaron a fluir por mi torrente sanguíneo. Y por mi boca.
Nostalgia y melancolía. Colindando.
Entonces esto no es un reportaje, sino mi derecho al pataleo.
“Yo no puedo olvidar nada, dicen que ese es mi problema”, dice Auxilio Lacouture en Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Auxilio, “ciudadana del Uruguay, latinoamericana, poeta y viajera… la madre de la poesía joven de México”.
Yo tampoco puedo olvidar nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual. Al menos eso creo yo, que soy el padre de la narrativa joven cubana, porque según una vieja frase popular: “padre es cualquiera, pero madre es una sola”.
Entonces, si mentaran la madre a los jóvenes narradores cubanos: ¿a quién estarían maldiciendo?
Sin embargo, sigo insistiendo en el uso, abuso sin lugar a dudas, de la primera persona del singular. Soy un testigo, un testigo de mí mismo; mi testimonio será útil, si acaso, a la hora de construir un contrarrelato.
Yo estuve en aquel concierto épico de Habana Abierta en 2003, el primero de las sucesivas cruzadas del grupo a Cuba. También estuve en otro que me decepcionó bastante: el segundo en La Tropical (¿en 2012?), y ciertamente el último al que peregriné, contra marea y viento.
Yo, que estuve en La Tropical, con lo cual me situaba ante la posibilidad de salir decepcionado de una nueva presentación de Habana Abierta, fui deslizándome por las jornadas de un Festival de Cine que se planteó abarcar todas las artes (aunque en la inevitable canícula de aquellos días, la literatura —parafraseando a Martí— como una viuda pasaba). Y decidí ir al concierto, más que como melómano o furibundo seguidor, en modo entomólogo.
No ha sido poca el agua que ha corrido. Dieciséis años después de aquel primer show en La Tropical, al escenario subiría un piquete de músicos cincuentones. El entomólogo, es decir yo, tampoco era un testigo precisamente joven.
¿Qué debía esperar? ¿Cómo sonarían los temas de un grupo que, en tanto músicos de la misma generación y team de guerra curtido en escaramuzas en la Casa del Joven Creador, en la peña de 13 y 8, en el programa de Juanito Camacho, en A Capella o en un olvidado Cáscara de mandarina también en la TV, fue poblando poco a poco un archivo incompleto y personal?
La nostalgia es algo muy persistente, y el archivo es una gaveta de cintas que más de una vez fueron mordidas por los cabezales de una Daytron doble casetera. Una imagen censurable, no por obscena, sino por el patetismo, es aquella donde al entomólogo se le ve sonreír cuando toma en sus manos el casete de Vendiéndolo todo.
Hay un carajal de capítulos de mi vida relacionados con ese disco.
Pero no es cierto, al menos no todo es cierto: esto no es más que un falso reportaje.
Heme aquí, situado en una suerte de banda sonora y no en el verdadero escenario donde por primera vez escuché a Vanito y Alejandro: los años 90, un país paralizado; un país sin combustible, sin comida, sin futuro, más todo lo que un joven de aquel entonces echaba en falta.
“Nada peor que un sueño hecho pedazos, nada peor…”, cantaba mi amigo en el contén del barrio, estribillo que a su vez cantaban Vanito y Alejandro.
Después del Vendiéndolo todo supe de Barbería, Medina, Kelvis, Nam San Fong, Pepe del Valle, Villalón, Superávit por la radio… Boris se iba de control con lo que en aquellos días me parecía una especie de neotimba alternativa, rockanroleada y feroz. Casete a casete, tema por tema, fueron, junto con David Torrens, definiéndose como mi banda sonora personal y las rutas de un mapa. Acaso el mapa de una generación, mi propio mapa.
Cualquiera de los amigos del entomólogo diría: los discos de Habana Abierta se fueron mezclando con los sonidos de nuestra realidad. Es una frase exagerada, pero se ajusta. Habana Abierta, por ejemplo, fue parte de la banda sonora en nuestras guerrillas a Canasí: esas acampadas en la costa norte que son capítulos de vida de mi grupo de amigos; capítulos contenidos a su vez en el devenir político de Cuba.
Porque no se trata de Canasí, un punto en la costa norte de la isla, sino de un largo segmento de sucesos: balseros echando precarias embarcaciones al mar, putas y policías girando y chocando en las espirales del turismo sexual (cuyo cuartel general estaba en ninguno y en casi todos los hoteles situados a pocos metros del mar), el secuestro de un “vaporetto” que cruzaba la bahía, las pedradas al Deauville y los cabillazos del Blas Roca y aquel doble concierto de Carlos Varela en el Karl Marx justo en los días del Maleconazo, y el remolcador hundido…
Y Habana Oculta primero, y Habana Abierta después, haciéndose viral en Cuba, desatándose, contaminando.
El acto de recordar es tremendamente engañoso. Cuando se recuerda, suele ejecutarse una operación que, como en matemática, se redondea por exceso o por defecto. Un acomodo de intensidades, estados de ánimo. Y las fechas comienzan a correrse de lugar porque no es Funes el Memorioso quien, bocarriba, ejecuta ese salto hacia el interior de sí mismo.
La fecha en que ellos escuchan por primera vez los temas de Vanito, Alejandro y Lucha Almada, y las fechas en que Habana Abierta graba sus discos, dejan de ser exactas para el entomólogo. Por ejemplo, el Vendiéndolo todo y el Habana Oculta aparecieron en 1995; el Habana Abierta en 1997, y en 1999 el 24 horas…
Importa menos la exactitud y más la intensidad. La dura intensidad de aquellos años. Importa más la causa que originó la escritura de esas canciones; a fin de cuentas se trata, dicen mis amigos, de algo muy personal, y les asiste el derecho de diseñar con esos discos una banda sonora para los acontecimientos que tuvieron como escenario la costa norte.
Pero hay un punto en que la memoria personal debe entroncar con la memoria colectiva.
En el Museo de Ciencias Naturales de Gibara, la colección de animales disecados duerme el sueño de los justos. Se trata de un museo detenido en el tiempo. El típico museo al que ahora van algunos (pocos) turistas old fashioned. Y yo, por supuesto, soy uno de esos old fashioned guiris, armado con una cámara.
Invitado a la misma edición del FICG a la que fui, Wilfredo Prieto intervino el museo. Con su exposición Ética y Estética, contaminó el lugar con objetos propios de la naturaleza (una piedra, unos cítricos) y la vida cotidiana (una taza de café, una lámpara), más una esferita hi-tech. En la base de la osamenta de la ballena, bajo el cráneo, Wilfredo Prieto colocó seis limones verdísimos. Y la esferita. En fila.
Los limones, la esferita y la osamenta resumen la noche del concierto.
Es otra metáfora, aunque incompleta. Porque al esqueleto habría que ponerle todo cuanto haría de esa ballena provinciana mi versión del cachalote de la novela de Herman Melville. Mi Moby Dick personal.
Aunque resulte exagerado, ese cachalote se corresponde con la noción que tenía yo de Habana Abierta en aquellos días en Gibara.
Dice Walter Benjamin que el único placer que el melancólico se permite, el único placer poderoso, es la alegoría.
A los pies del escenario hervía un público desesperado por que iniciara el concierto. Los jóvenes, los muy jóvenes, eran la mayoría.
Una masa decentemente incorrecta, eso eran. Una masa que bebía, a pico de botella, Havana Club y Ron Santiago. Que te soltaba en la cara el humo de centenares de cigarros. Que, indecentemente correcta, no quería saber nada de Polito Ibáñez como telonero: “¡Habana Abierta, cojones!”, gritó un chamacón a mi lado cuando Polito se paró frente al micrófono.
¿Telonero o primer invitado? Dudas metafísicas: ¿para qué? Mientras fumaban y bebían como cosacos a los que se les murió el caballo, aquellos jóvenes cantaban las canciones ya probadas por Polito en previos conciertos. Para no restarle méritos, a Polito le pidieron más. Pero hasta aquí llegamos con él.
Para mi asombro, en los cosacos reunidos a mi lado vi más de un rostro conocido. Un nostálgico diría: fue una jugarreta del destino… Jugarreta, destino; vaya palabras. Pero no hay manera más acertada de situar a un entomólogo en aquel lugar y en aquel momento.
Para su asombro, es decir, para mi asombro, los cosacos eran físicamente parecidos a los amigos con los que, en los sucesivos contenes del Barrio Cuba, fui conociendo los discos en solitario de los miembros del team Habana Oculta, Habana Abierta, 24 horas y Boomerang.
Preguntarle a Wilfredo Prieto: entre los jóvenes del público y el entomólogo, ¿quiénes eran los limones y quién la esferita hi-tech?
Cierta vez, el entomólogo escribió:
“… me atrevo a decir que, viviendo lejos de Cuba nunca esos músicos estuvieron más cerca [de Cuba]. Y se nota en los CD 24 horas o Boomerang o en los discos de sus integrantes en solitario. Hay amor y música, rabia y música, dolor y música, y fiesta. Mucha. Cuba, las claves de Cuba, los colores de un trozo de tierra anclado en el Caribe, y la clave [de son] están. Y para colmo no solo suena muy bien, sino que además la gente sufre y goza en las fiestas con las grabaciones de Habana Abierta.”
Y además dijo:
“Fuera de Cuba descubrieron la música cubana”.
Gibara, un pueblo empeñado en salir de la decadencia. Una decadencia tan parecida a la de Caibarién, o a la de Faya, según el documental El tren de la línea norte, de Marcelo Martín. Una decadencia tan parecida a la de cualquier otro pueblo cubano que haya podido encontrar en una vieja tradición popular o en un evento cultural de cierto rango, es decir, en el turismo, un asidero, un filón.
Allí conversé con Vanito Brown (cuando yo me sentaba en los contenes de Fontanar, el apellido artístico de Vanito era Caballero). Y con Alejandro. Y con Barbería. Y con Nam San Fong. Y también con Eduardo del Llano y Juan Pin Vilar y Reinerio Tamayo. Y con Rafael Grillo y Antonio Enrique González Rojas.
Fueron días cocinándome a fuego lento, en los que no pude conseguir (hasta mi regreso a La Habana) la dirección exacta de la casa natal de Guillermo Cabrera Infante.
Sostuve conversaciones sin la dicotomía de cine o sardina, esa espada que pendía sobre el joven Cabrera Infante cuando todavía no era Caín.
Hablé de la obra visual de Tamayo, de las canciones de Medina y Alejandro, del premio principal del Festival entregado a El viaje extraordinario de Celeste García, de Arturo Infante, premio que en realidad debió ganar Las dos Fridas, de Ishtar Yasin (porque su tejido narrativo es denso, bello, complejo, y, contrario a lo que pueda pensarse, su final no es cursi ni patético).
Y hablé de la fotografía y las instalaciones de Cirenaica Moreira, de la guitarra de Nam San Fong, del nuevo disco de Barbería (Fuerza y luz), de la saga de Nicanor O´Donnell y de cuanto dijo Vanito en sus discos y en los minutos finales del concierto.
En el FICG no estuvo presente la literatura. Si estuvo, no fue otra cosa que una leve estela. No la vi pasar. O no dejó efecto alguno.
Pero sí estaban, como patrocinadores, los negocios privados. Eran muchos. Y podías saber quiénes habían colaborado con el Festival si te detenías en una lona, digo yo, blanca, que lo era, grande, con logos de negocios privados e instituciones estatales que se repetían hasta el infinito: esa lona donde los adolescentes aparcaban para hacerse un retrato de grupo.
En el FICG no estuvo presente la literatura, pero en el programa cupo la obra Diez millones, de Carlos Celdrán y Argos Teatro, y eso está muy bien, pero no como variante performática de una obra literaria.
En el FICG, los escritores…
Pero este no es el texto donde la literatura debería tener un espacio.
Este es el texto sobre el concierto de Habana Abierta donde el público solo escuchó los temas de siempre, esos con los que sus integrantes plantaron bandera en La Tropical, en su primera Cruzada. Y en aquella otra, que me dejó un mal sabor. Como el ron casero en los duros años 90, que a pesar de todo me tragaba. Y, al igual que hice con aquel alcohol, me bajé el concierto.
Y es que, en mi cabeza, algo no andaba bien. Como un animal que acude con no poca frecuencia a los recuerdos, es decir, que se pone solito la soga al cuello, veía allí algo quizás trágico. ¿El (mal) sabor del fin? ¿Una final adelantada? ¿El lugar donde no debes jamás regresar, porque una vez allí fuiste feliz?
Entonces, en la zona VIP del público, que indeteniblemente pasaba de VIP a vip, de mayúsculas a minúsculas hasta diluirse por completo, solo quedaba defender los milímetros de espacio disponible mientras el entomólogo se preguntaba qué hacer cuando apareciera en el escenario su Moby Dick; qué debía hacer cuando sonaran aquellas canciones compuestas en plena juventud (y que en plena juventud escuchara) por el team Habana-Moby-Abierta-Dick; y si aquellas canciones no serían más que pura nostalgia recalentada sobre el escenario.
Y entonces apareció.
El cachalote.
Las canciones de entonces parecen funcionar, pensó el entomólogo.
Las canciones de entonces no solo sirven para la pachanga de los nostálgicos, de los melancólicos, porque Moby-Habana-Dick-Abierta conectó con los jóvenes indecentemente correctos como los que tenía a mi lado, esos en cuyos rostros yo vi el rostro de aquellos amigos que huyeron de Cuba, y del futuro de Cuba, y que ahora solo participan del futuro en forma de remesas, y en los dólares dilapidados en los bares de la Fábrica de Arte Cubano, en el O´Reilly 304, en las 5 Esquinas…
La energía desatada en el escenario fue la misma, pero con un poco más de octanaje, que aquella energía al interior de mis conversaciones en plan off the record de los días previos.
El cachalote embistió duro.
Cuando se finge un ataque, no es ataque sino finta. Y, según cuál sea el deporte, el falso ataque es penalizado por los jueces. El público de un concierto es un juez. Y el público, en Gibara, no penalizó a Habana Abierta.
Aquellas viejas canciones que servían para casi todo —cuando casi todo parecía tratarse nada más que de la vida y sus derrotas— todavía sirven para alguien y para algo que no es precisamente la nostalgia.
Que el cachalote no se dejara atrapar era la mejor variante para solucionar un conflicto. Mi conflicto allí.
Entre otras cosas, fui a Gibara porque dijeron que tocaría, en el cierre del FICG, Habana Abierta.
Vanito, Alejandro, Medina y Kelvis aparecen en mi novela Días de entrenamiento.
Vanito, que entonces era Vanito Caballero, es uno de los personajes de esa novela mía que temporalmente se tituló Boomerang. Barbería no está. Es un desliz, lo advertí tras regresar de Gibara. Si se reedita, Barbería entrará en escena.
Ellos están contenidos (incluidos) en el libro, en el capítulo “Un ángel amarillo”, donde el cachalote despliega mucha energía vital, aunque en modo balada.
Están incluidos, pero no atrapados. En Días de entrenamiento mi cachalote sigue vivo, coleando.
Casi al final del concierto, algo sucedió. ¿O solo estaba ocurriendo para el entomólogo?
(Hay que recordar el environment, la alta noche de Gibara, la temperatura y la humedad, el olor a salitre, y que dentro del público los rasgos de los viejos amigos del entomólogo se repetían en los cosacos convocados por Habana Abierta).
Casi al final del concierto, a la derecha del escenario, fue izándose una luna llenísima de principios de julio.
El falso neón de la luna llena es un detalle que el entomólogo siempre recuerda de las guerrillas en Canasí. Como si todas sus acampadas hubieran coincidido con luna llena. Como si la luna llena fuera la única luz en las noches de…
Dejémoslo ahí.
La alegoría es un placer poderoso.
Memento mori
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