Yo vi a dos mujeres casarse en el año 2010. Las casó Soleida Ríos, frente al mar. No había olas pero sí viento. Y gente. La gente no era mucha pero eran los que eran. Los que las novias quisieron que estuviéramos ahí. También había una perra, shar-pei, casi todo el tiempo en mis brazos. Esa perra después se murió. Una de las novias también se murió.
Esas fueron las primeras mujeres que yo vi casarse. Eran diferentes en todos los sentidos. No tenían el mismo color de piel ni el mismo color de ojos. No habían nacido en el mismo país y nunca vivieron él. No hablaban el mismo idioma. No hacían las mismas cosas cuando se despertaban. No comían lo mismo. Solo se parecían en los cabellos, largos y sueltos, como si el viento fuera a llevárselos en cualquier momento.
Olvidé rápidamente lo que decía el acta de casamiento, escrita por Soleida Ríos, pero sé que hablaba de lazos y de alianzas. ¿De qué otra cosa iba a hablar? La gente necesita aliarse a otros, anudarse, intercambiar promesas. Y necesita hacerlo en público, aunque sea un público exiguo. La gente necesita contagiar. Yo he querido casarme pocas veces. Creo que a lo sumo, lo he deseado dos veces, nada más.
La perra shar-pei había nacido enferma. Sus hermanos fueron vendidos a precios de shar-pei en La Habana de ese año, precaria y miserable, como siempre. La shar-pei entre mis brazos no pudo ser vendida porque no crecía bien, a la par de sus hermanos. Y nos fue regalada, a mi pareja y a mí, como una bomba de tiempo. Las perras enfermas son bombas de tiempo. Los amores enfermos son bombas de tiempo. Explotan así: por el medio. Y se bifurcan.
Hicieron una alfombra con telas de colores para que las dos novias pasaran. Eran telas de colores pero también transparentes. Les entraba la luz. Parecía una película. Ellas caminaron durante unos segundos que ahora se extienden en mi memoria. Fue una marcha nupcial verdadera, a pesar de todo. Caminaron entre gente que las miraba extasiada, contagiada de verdad. A mí ni siquiera eso me hizo desear casarme. La comida que comieron después de matrimoniarse fue vegetariana. La perra shar-pei estaba sofocada.
Las manos entrelazadas para lamerse las palmas y luego el beso final, de dos mujeres extrañas, extranjeras, que decidían casarse a pesar de todo, conmovió a la gente congregada junto a ellas. Estábamos siendo felices con una felicidad ajena. Se sentía maravilloso. Se sentía que la felicidad iba a desaparecer en cualquier momento.
Siete años exactos después fui invitada a casar a dos mujeres. Eran mis amigas y decidieron casarse. Se casaron por papeles pero también querían casarse de manera contagiosa, a través de ceremonia con amigos y familias, en un patio decorado para el caso. La gente necesita aliarse a otros, anudarse, intercambiar promesas. Y necesita hacerlo en público, aunque sea en un patio particular de Miami. Y necesita música.
Olvidé rápidamente lo que decía el acta de casamiento, escrita por mí, pero sé que hablaba de lazos y de alianzas. ¿De qué otra cosa iba a hablar? La perra shar-pei no existía hacía tiempo, ni ella ni varias otras que murieron en La Habana. Parecía una película sin indicios de maldición.
Trabajé desde temprano ese día vestida como notaria casadora de mujeres. Salí de la librería donde hacía cualquier cosa, entre otras vender libros publicados en español, y fui directo a la boda, a leer aquella acta escrita con tanto afecto:
Hoy es sábado, 4 de marzo del año 2017, han pasado sesenta y tres días desde que empezara el año, alrededor de tres lunas nuevas, tres menguantes y tres llenas, sin contar las crecientes, porque creciente, más que nada, es este minuto, y crucial, el minuto más escandaloso, más extraño y extenso y pacífico, el único minuto del año donde el resto de las cosas fabulosas son mínimas, no bastan.
Hoy no importan los libros, los viajes, los recuerdos, los juguetes de infancia, las canciones de nadie. Hoy solo importan tú y tú.
Hoy es sábado, lunes, martes y domingo, jueves y hasta viernes. Hoy es todos los miércoles en Miami, Florida. En el tres veintiuno de Miami, Florida. En Catalonia, hoy, tal vez lloro de miedo. Me dan miedo las ganas de quedarme dormida cerca de ustedes dos.
Ante mí, sin ningún oficial, sin registros civiles, sin vestidos de novias, sin encaje, son presentes y reales, tú de 41 años de edad, soltera, natural de Camagüey, y tú de 29 años, soltera, natural de Santa Clara; así como todos ustedes, testigos e invitados, que vinieron, como yo, a querer y a desear.
Habiendo dicho, las pretendientes, su absoluta voluntad de unirse en matrimonio, y cumplido con las formalidades y requisitos para su efecto, sin que se haya suscitado oposición alguna, doy lectura a la manifestación de los demás documentos pertinentes.
Entonces te interrogo a ti, sobre si estás segura de contraer matrimonio con ella, y recibirla como a tu esposa. Y habiendo tú contestado que sí, te interrogo a ti, sobre si estás segura de contraer matrimonio con ella, y recibirla como a tu esposa. Y al haber contestado igualmente que sí, yo, Legna Rodríguez Iglesias, vendedora de libros más o menos baratos, redactora de actas a nombre de una ley y en virtud del ministerio que por ella ejerzo, reconozco y las declaro a ustedes legalmente unidas en matrimonio.
Para siempre siempre siempre.
Dios mío, para siempre.
Y me acuerdo de ustedes en un automóvil viejo, yéndome a buscar al aeropuerto.
Y me acuerdo de ustedes cocinando espaguetis.
Y me acuerdo de ustedes en la playa, mojadas.
Y me acuerdo de ustedes montando bicicleta.
Y me acuerdo de un yeso, en la pierna tuya.
Y me acuerdo de ti diciéndome que la amas.
Y me acuerdo del viaje a China y de las conversaciones, levantarnos con ella y acostarnos con ella.
Me acuerdo de la orquídea.
Me acuerdo del día que no pude mirarlas.
Y me acuerdo de todo lo que aún no ha pasado, pero que cuando pase, ya sabremos juntarnos y bailar en el fuego, bajo todas las lunas.
Por ahora termino, para cuya constancia firman ante mí ellas, las más nuevas esposas, nuevas de paquete, las más lindas.
Del nuevo matrimonio, con ustedes y el tiempo, doy fe.
Aunque a mí ni siquiera eso me hizo desear casarme.
© Fotos: cortesía de la autora.
‘And I need you more than ever’
Eso se baila así: cantándolo díscolamente, gritando el estribillo y la parte que dice que te necesito a ti esta noche, que te necesito esta noche más que nunca.