Las mayas, las aztecas y las incas

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Tenía veinte años y viajaba. Faltaban unos meses para que cumpliera veintiuno. Me gustaban los camiones y los trenes, y lo que había al final del viaje en aquellos camiones y trenes.

Iba en camiones durante dos horas y media (o tres) a la provincia siguiente a la mía. El tiempo dependía del camión y de la cantidad de paradas que hiciera. Estaba enamorada, por supuesto.

Había una parada que recuerdo, donde tuve la instrucción de no bajarme. Ahí en esa parada no te bajes. Pero a veces la gente se bajaba para montarse en otro transporte. Y llegaba al centro más rápido que si seguía en el camión. Pero por si las moscas, no te bajes.

Nunca me bajé en La Caldosa. Así se llamaba la parada. Cuando el camión frenaba en La Caldosa yo sabía que faltaba poco. Ese amor duró años. Fue un amor trunco porque nunca se dio. Durante años se quedó el afecto, a veces incluso el gusto, pero no era de verdad porque a la hora cero, a la hora del sentido común, falló el lazo, no había nudo.

Fue un amor trunco porque nunca se dio.

Así que, a estas alturas, ni siquiera hay comunicación. Qué raro es todo. A estas alturas, mi memoria guarda cosas que tienen que ver con camiones, guardafangos, llantas, asientos sin espaldar, hierros, óxido. Mi memoria las guarda, selecciona y me dice: mira.

Entonces veo la terminal de camiones, que era la misma que la de trenes, pero del otro lado. Con la parada de taxis para el Amalia Simoni al frente.

La gente se distancia, las formas del pensamiento también, el sentido común se quiebra y deja de ser común, pero los lugares por donde pasamos, el mapa de los lugares, sigue perenne. Por eso me acuerdo de que el corazón empezaba a latir mucho más fuerte y seguido, al llegar a La Caldosa.

Me daba alegría y asma, al mismo tiempo. Y el corazón se me ponía en la garganta. Porque esa parada significaba que ya estaba cerca del final, que, si algún día me hubiera bajado en La Caldosa, la ilusión del encuentro me habría dado fuerzas para llegar caminando a Casa Piedra.

Al principio del párrafo, no recordaba ese nombre. Cuando tecleé “caminando” el nombre del lugar surgió. Pues ahí era donde estaba su casita, un cuarto de mampostería sin baño, como cualquier efficiency de Miami, pegado a la casa de la tía.

La primera vez que fui, llegando de improviso, recuerdo que la tía se asomó por la única ventana del cuadrado, sin saber que había visita. La visita y su sobrina se besaban en la cama, el único mueble casi, como dos jóvenes mayas, aztecas o incas, que necesitan comunicarse con Dios.

Lo demás está borroso, pero si hago memoria, puedo lograrlo: apagones infinitos, aguaceros, agua del riachuelo, qué mal tú cantas, porque voy a salir esta noche contigo, bolas de pan, azúcar prieta, carne de carnero, arroz congrí, oscuridad, mosquitos, mosquitos, bicicleta, inundación, mamá, la hermana, los primos, Jueves Tranquilo, Raúl Suñet, Freddy Laffita, Carlos Esquivel, no te vayas, sí me voy, no te vayas, sí me voy, te sigo esperando, llego a las dos.


Lo demás está borroso, pero si hago memoria, puedo lograrlo.

Una casa maya se dividía en dos habitaciones. En una de ellas estaba la cocina. Como la madre maya era su propia panadera, tenía que hacer las tortillas de maíz, sin sal y sin levadura, que tan populares son en todo México. Debió ser solo un poquito maya, en otra vida, la mujer a la que yo visitaba a los veinte años, después de viajar dos horas y media (o tres) a la provincia siguiente a la mía.

La casa azteca también se dividía en dos habitaciones. Una era el dormitorio y la otra era la cocina. Ahí, al alba, la madre y las hermanas preparaban los alimentos. Había en el suelo un metate, especie de mortero de piedra usado para moler maíz, con el cual se hacía el pan. La molienda del maíz era una labor de mujeres. Para trabajar en él, debe la mujer arrodillarse.

La casa inca no tenía puerta ni habitaciones, se dividía en rincones. En un rincón estaba la cocina y en otro rincón el dormitorio. Las mujeres servían la comida con una gran cuchara de madera, después se sentaban aparte y comían solas. Todas las mujeres aprendían a tejer desde niñas. La mujer inca es la mujer araña. No era inca la mujer a la que yo visitaba a los veinte años. Era azteca, no inca.

A los veinte aprendí a comer pescado en forma de filetes rellenos de jamón. Ella me llevaba a un restaurante, a veces, las primeras veces, y comíamos filetes rellenos de jamón. También rellenos de jamón y queso. También empanizados. Varias formas de filete de pescado que se hacían en una cocina de un restaurante cubano, de una pequeña provincia al oriente del país no maya, no azteca y no inca.

Una pequeña provincia al oriente del país no maya, no azteca y no inca.

A los veinte aprendí a comer azúcar. El primer cuento de mi primer libro de cuentos relata aquel aprendizaje olvidado mejor de lo que pudiera contarlo ahora. Azúcar a borbotones y por placer, poniendo gorda a la caries del amor. Había tratado de olvidar el azúcar o transformar su experiencia. Era una experiencia desagradable anterior, que pertenecía a los años de la enseñanza primaria: Cuba, pan con azúcar de 1994, 1995 y 1996.

Nos conocimos de muchas formas. Primero en La Habana y después en un parque de aquella provincia tan calurosa que parecía mentira, parecía inaguantable. Al frente del parque, una Casa de Cultura. ¿Cómo tú puedes vivir aquí? En ese parque yo era la cosa nueva, pequeña, extraña, que venía de otro lado y llamaba la atención. Creo que ya tenía algunos tatuajes de esos hechos con tinta china y máquinas inventadas.

Alguien llamado Raúl Suñet quería pasarse la noche conmigo, conversando. La gente cantaba y bebía alcohol y se reía. Cómo me hablaba de Marilyn Mason en aquel parque del 2005 de una provincia de Cuba. Cómo me hablaba del pelo largo que teníamos los dos y que seguro era un signo. Pero no era ningún signo porque yo me escabullí, a mí me gustaba otra cosa. Raúl Suñet después se suicidó en Miami, el mismo año que nació mi hijo. Un suicidio del que no se sabe nada y parece mentira, parece inaguantable.

El sol de la provincia a la que me refiero es diferente. Los grados Celsius no cambian de un territorio a otro, pero algo por dentro se empieza a quemar. El corazón, el pensamiento y la sangre ya se han calentado sobremanera para cuando el camión frena en La Caldosa. Bulle el cuerpo y pica la piel. Sentía que entraba a una enorme olla y que me cocinaría.

Ya en el alojamiento, el mismo día que regresaba, mucho antes de subirme al primer camión de hierro que haría una parada regular en La Caldosa, la mujer medio maya medio azteca me besó.

Fui yo quien se lo pidió, con apuro incontenible de inca de veinte años. Y la mujer me besó. Debí regresar cantando alguna canción de Freddy, mientras un hilo de soga se trenzaba con el otro:

Yo quisiera ser tan simple
que pueda morirme en tus ojos,
estar contento del cuerpo,
pedir solo un nido y el aire.
O regalarte en Navidad flores de plástico
y un cisne enorme de acrílico.
Pero he leído de más
o se ha vuelto frío mi corazón
y no puedo ser sincero.



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La boda de las mujeres y la perrita shar-pei

Legna Rodríguez Iglesias

Esa perra después se murió. Una de las novias también se murió. Esas fueron las primeras mujeres que yo vi casarse.






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