Hermano mío:
Claro que te perdono. Por supuesto que no estás hablando mierda, y tampoco es verdad que estas cosas no te interesen: eres cubano, estas cosas siempre serán asunto tuyo.
Lo que creo que te pasa es que desde hace muchos años estás lejos, no has vuelto, no puedes sentir Cuba de la misma manera.
Tienes razón en todo, pero me siento obligado rectificarte algo: el miedo en Cuba no es abstracto, como dices. El miedo en Cuba es muy concreto.
El miedo es el estado de visualización de una situación personal no deseada. Sucede, básicamente, cuando algo en la realidad trae una imagen de valencia negativa, con implicaciones personales, a la cabeza de un individuo.
Provocar miedo es como depositar una ofrenda, como realizar un sacrificio. Es una imagen de alto impacto que tiende a afectar. Es casi imposible quedar indiferente.
En Cuba el miedo es muy real. El poder tiene el control absoluto de las instituciones, de la policía, del ejército, de los medios masivos de comunicación y de las leyes. Tienen todo, y el ciudadano no tiene nada. Si quieren mostrar algo, o a alguien, de determinada manera, lo hacen mediante un chasquido de dedos, como por arte de magia.
Pueden cambiar la vida de una persona de manera instantánea. Y la mayoría de la gente le tiene terror a eso.
No es que difamen a una persona a través de los medios; eso es solo una construcción. Es que un agente de la Seguridad del Estado va y le comunica al vecino, al amigo, al familiar, que la persona está estigmatizada.
Para la persona intimidada, el resultado no es un proceso racional. El vecino, el amigo, el familiar, puede pensar que todo eso es mentira, pero sabe que mantener relaciones con la persona estigmatizada puede provocar que hagan lo mismo con él en el futuro.
El poder no necesita sacar un arma, porque la prioridad en Cuba, desde hace años, no son los valores ni los derechos: es la supervivencia. No solo se vive mal, también se sobrevive mal. Y si alguien adopta determinada postura, el poder le hace saber que esa postura lo pone todo en riesgo, para él y para quienes le rodean.
No es extraño que pase lo que pasa.
No es que a un opositor o a un disidente lo vigilen, le impidan salir de su casa o lo lleven preso. Es que un buen día lo golpean, lo lesionan gravemente o lo matan, y no sucederá nada, porque el poder tiene la fuerza y la ley de su lado. Si a alguien le pasa algo, mostrarán que fue por otras razones. El poder jamás tendrá la responsabilidad porque sus mecanismos represivos, en teoría, no existen, y muchas personas dentro y fuera de la isla así lo creen.
En el campo cultural, la censura se ejerce de manera verbal y solapada. Nunca va a mediar un documento para prohibir. El funcionario, el mensajero o el agente de la “contrainteligencia”, dice que esto no se puede hacer o que aquel no puede expresarse, y punto.
Una vez, la directora de una institución artística tenía una reunión programada y aprobada con el agregado cultural de una embajada. Minutos antes de recibir al diplomático la llamó su superior, le orientó que no podía recibir a esa persona y que tenía que darle una excusa personal. Ella se negó a hacerlo, y perdió su trabajo.
Pero esta es una anécdota del ámbito de la cultura, que poco importa a la mayoría. Te voy a contar algo más general, con un ejemplo específico.
Unos creen que Silverio Portal es un hombre valiente, y lo admiran; otros piensan que es un marginal que se buscó su condena por no hacer correctamente las cosas. Pero unos y otros coinciden en una cosa: no quieren verse como Silverio, no quieren ser como Silverio.
Silverio Portal fue condenado a años de cárcel, fue golpeado sistemáticamente en prisión, perdió la visión de un ojo, la mitad de su cuerpo quedó afectada… Estos actos fueron denunciados en el mundo entero. Y no pasó nada.
Hoy Silverio Portal está libre, pero nadie ni nada le va a devolver la función de su ojo, ni su cuerpo. No tiene derecho a la justicia, y lo que muchos piensan es que debe agradecer estar vivo y en libertad.
En circunstancias normales, el ejemplo de este hombre debería estimular y empoderar a otros. Lo que provoca, en cambio, es retroceso y evasión. Precisamente porque el miedo no es abstracto.
Pero los que más estimulan, legitiman y normalizan el miedo en este contexto no son la gente común, sino una clase social acomodada que, de una u otra manera, se beneficia con lo que Cuba representa para buena parte de la opinión pública.
No se trata de una clase legitimada por el dinero, aunque algunos tengan soporte financiero opulento por la vía que sea. Se trata de personas que ven y necesitan ver como sinónimos las palabras “Cuba”, “Patria”, “Revolución” y “Soberanía”. Esto los lleva a identificar “Disenso” con “Anexionismo”, por ejemplo. Ante quienes ven el país y la historia reciente de otra manera, sus mecanismos mentales los ponen a la defensiva. Ven amenazado su patrimonio material e inmaterial al contemplar la posibilidad de coexistir con otras ideologías. Por supuesto, el poder los usa a su favor, tenga o no una relación umbilical con algunos de ellos.
De manera clasista, racista e intolerante, desautorizan muchos modos de discrepar con lo que ha sido el Estado cubano en los últimos 62 años. Con tal de desautorizar, recurren a la academia, a la izquierda, a la moral, a la sacralidad nacionalista y a la subestimación de todo lo que no pasa por el filtro legitimador revolucionario. Son los educadores del “dentro/fuera” de la Revolución.
Si una posición crítica ante el sistema no pasa por denunciar el embargo estadounidense, inmediatamente la desautorizan. Como si los problemas del país tuvieran que ver exclusivamente con el bloqueo.
Si alguien señala el deterioro del sistema educativo o de salud (que la Revolución se comprometió a hacer funcionar de manera óptima), lo tildan de ignorante y neoliberal. De esta manera sacan a patadas de la discusión sobre Cuba a todo aquel que no legitime el último medio siglo como lo más trascendente de la historia del país.
Cacarean la Cuba martiana, “con todos y para el bien de todos”, pero en la oración siguiente apostillan ese “todos”, excluyendo a quien ellos consideran que no está alineado con sus ideales de justicia social y de nación.
Con Denis Solís pasó algo que nunca podré olvidar: lo condenaron en juicio sumario, sin testigos, sin derecho a contactar a su familia o a un abogado, pero para mucha gente pesó más lo que le dijo al policía en una situación extrema y en respuesta a la invasión de su domicilio. Blanquearon el atropello apelando a su color político y su color de piel. Para muchos, llamar homosexual al oficial y gritar “Trump 2020”, justificaba la penalización. Con ese mecanismo inconsistente, desestimaron posicionarse ante una arbitrariedad.
En un intercambio a propósito del tema, le pregunté a una persona si consideraba que Denis Solís debía estar preso. Me respondió que no, pero a continuación me dijo que ese muchacho no valía el papel y la tinta con que debían firmar su libertad.
Esa misma persona me acababa de decir que pocos han hecho tanto contra el racismo como la Revolución Cubana.
Como ves, acá el diapasón del miedo es enorme. Va desde el miedo que paraliza, que hace mirar a otra parte, hasta el miedo que se trasviste de honor, de convicción, de sensatez, de paladín de la verdad.
Yo también tengo miedos, y muchos, pero a lo que más miedo le tengo es a verme como alguien que siente que su libertad acaba cuando comienza la libertad del otro. Yo necesito sentir que mi libertad comienza, precisamente, porque comenzó la libertad del otro.
Me da más miedo imaginarme incorporando a mi lenguaje un trombo gramatical, maniqueo y contradictorio como “oposición leal”.
Me da más miedo visualizarme legitimando el adentro y el afuera de algo tan abstracto y matizado por el oportunismo.
Me da más miedo sentir que Cuba es un ejercicio de fuerza.
Mi Cuba es un estado de ánimo, y lucharé porque ese ánimo tienda al bienestar de todos los cubanos…
Basta por hoy. Recuerda que te quiero y que te extraño. Sueño con un par de cervezas para los dos, con un buen libro o con una trigueña que se parezca a Ana Mendieta y nos pinte fiesta a ambos…
Un abrazo.
Marica trumpista
Cuando estaban a punto de realizarse las elecciones en Estados Unidos, un amigo de Facebook escribió un post en el que se preguntaba cómo era posible ser maricón y trumpista a la vez. Sentí ganas de dejarle un comentario. Los argumentos me parecieron muy obvios, pero no comenté el post. Preferí darle vueltas a la idea en mi cabeza.