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La única vez que he tomado una decisión estética, y concretamente literaria, bajo los efectos (inevitablemente, añadiría) de consideraciones éticas y emotivas, ocurrió el día en que me dije que no iba a intervenir en nada que tuviera que ver con aquella novela de Luis Pavón. La puse a disposición de dos lectores especializados, como era y es usual en Cuba, y me olvidé de ella. (Más tarde salió publicada en las ediciones Verde Olivo.)
Volví a ver a Pavón al cabo de dos meses (en una ocasión se comunicó conmigo por teléfono, interesado en saber cómo iban las cosas con su libro), luego de visitar él la dirección de la editorial. Yo estaba en mi oficina. “Le pido que no se deje influir por criterios que no sean literarios”, me dijo moviendo una mano de modo extrañísimo. La frase no es textual, pero sí muy aproximada.
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Naturaleza muerta con abejas, la novela de Atilio Caballero, era (y aún es) uno de los textos más notables entregados a la editorial. Recuerdo que la decisión de publicarla fue casi inmediata. La puse en manos de una editora y el trabajo fluyó bien. Escribí la nota de contracubierta del libro. (Aunque no era una práctica habitual, yo mismo me encargaba de escribir algunas notas, con cierto sabor ensayístico, para acompañar a textos que ya sobresalían en el panorama narrativo de aquellos años.)
La nota dice, al final: “En la red de acontecimientos que alcanza a urdir, Naturaleza muerta con abejas es una obra de gran frondosidad conceptual y notable ejecución estilística”.
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Cuando la novela de Atilio Caballero por fin apareció en Cuba (se publicó inicialmente en Olalla Ediciones, en 1997), yo, como he dicho, no trabajaba ya en la editorial Letras Cubanas. La publicación coincidió con la de mi libro Síntomas. Allí, en un ensayo titulado “El sujeto y la imaginación alegórica”, le dediqué unas palabras escritas tras la lectura del manuscrito y que me gustaría recordar ahora, veinte años después: “(…) resulta obvio que Naturaleza muerta con abejas, en cuya elaboración interviene una prosa meditativa y esmerada, se ajusta al dibujo de una alegoría del sometimiento humano, y que esa alegoría, por su carácter integral en cuanto a la impugnación que alcanza a hacer, es de índole antiutópica. Como construcción verbal descuella por su capacidad de poner en juego, otra vez, el debate entre la Libertad Razonada y el Poder Inconvincente, el sujeto despierto y las instituciones, el hombre pensante y la voluntad inapelable de la fuerza. En términos diacrónicos, y como miembro de una estirpe que cuenta con pocos ejemplos en la literatura cubana, el texto se coloca en la misma línea de La carne de René, la primera novela de Virgilio Piñera. Esta comparación, que podría parecer ambiciosa, es, sin embargo, tan lícita como inevitable (…) cuando la Utopía comienza a autorreferenciarse, o sea, a distinguirse ella misma como única verdad posible, entonces surgen empeños ajenos a la razón: abolir el pasado real o reescribirlo, por ejemplo, y materializar la propia Utopía, que siempre es un querer ser, no algo conseguido. La Utopía sin razón es terrible, parece decirnos Atilio Caballero”.
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Cuando un libro expresa rotundamente su excepcionalidad, por lo general ocurre que, además, está bien o muy bien escrito. Ese era (o es) el caso de la novela de Atilio Caballero, lo que posibilitó adelantar el trabajo. Cuando las artes finales del libro están listas, o casi listas, es práctica común en Cuba que el jefe de la redacción revise cierta cantidad de páginas, en busca de erratas o saltos, y esto también lo hace el director de la editorial.
El libro estuvo listo para irse a la imprenta (por aquel tiempo se imprimía bastante en Colombia), pero empezó a demorarse en la dirección de la editorial. Cuando estimé que la demora ya no clasificaba como algo normal (es un libro breve, la edición cubana no sobrepasa las 168 páginas), pregunté qué sucedía. Entonces supe que las artes finales ya no se encontraban allí, sino que habían sido enviadas a la presidencia del Instituto Cubano del Libro. La novela estaba siendo censurada.
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No recuerdo con exactitud si fue durante la edición de mi antología Aire de luz, o si fue a raíz de la censura de Naturaleza muerta con abejas, o si se trataba ya del efecto de mis frecuentes publicaciones, desde 1996, en la revista Encuentro (curiosamente, lo que más molestaba a las autoridades institucionales es que mi nombre aparecía en la cada vez más nutrida lista de colaboradores). El caso es que, al seguir oponiéndome a censurar, tuve una fea discusión con el director de la editorial. Me dijo: “Yo no voy a hacer tu trabajo”. La discusión prosiguió de manera aún más desagradable. La atmósfera era tan perentoria y concluyente que comprendí que aquellos eran mis días finales allí.
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En un número doble de la revista Encuentro (el 6-7, o quizás el 8-9) venía una promoción de la edición española de Naturaleza muerta con abejas. Decía: “Una novela de riesgo”. Encuentro circulaba bastante por aquellos días y pude imaginar que aquella frase iba a incrementar las sospechas de los censores. Supongo que así fue.
“En la narrativa actual siempre hay una dosis de crítica, ¿no es verdad, Garrandés?”, me había preguntado un funcionario que empezaba a desempeñarse en su cargo. Yo, que sabía a qué estaba refiriéndose, le respondí que sí y le ofrecí algunos argumentos.
“¿Por qué no mandan ya la novela a imprenta?”, pregunté en concreto. Él sabía qué novela era, aunque el breve diálogo tenía que ver más bien con el realismo. Pero podía percibir una mezcla de temor y expectativa. Al mismo tiempo se me evaluaba como un funcionario. Yo, con una sonrisa, insistía en que no lo era. En todo caso, un escritor que fungía como funcionario y que, en relación con libros observados con sospecha, podía negociar en el territorio de la literatura.
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Negociar significaba explicar por qué la paranoia, y la agresividad que la acompañaba, debían dejarse a un lado. Negociar significaba persuadir a quien tuviera que persuadir.
Cuando de cierta forma estás, durante algún tiempo, cerca de una fiera —y esto vale como metáfora y como realidad metafórica, no tengo ni que explicarlo—, tienes que convencerla de que no eres su almuerzo, o su cena. Pero eso es hasta un día en que ya no puedes (y, en ocasiones, ni quieres) suministrarle a la fiera argumentos apaciguadores ni nada parecido. Poco después, a fines de febrero de 1998, renuncié.