Visualidad gótica: Cuba y la carne

Hablar, en Cuba, de la carne, es viajar a tres regiones conexas y aposentarse en ellas simultáneamente: la carne sexualizada, la carne trucidada (asesinatos, feminicidios en su inmensa mayoría) y la carne comestible, que deviene cada vez más un manjar incorpóreo. 

Asumido el toque de lo monstruoso, en ese mundo donde el crimen de sangre se manifiesta como solución patriarcal e inexorable de los dilemas sentimentales, lo demás queda en manos de lo azaroso, la pobreza material, la fascinación erótica, el humor, la economía doméstica, el “folleteo” —así se le llama hoy a la singueta cotidiana, a la intimidad material de las parejas sexoafectivas—. Haz zapping ahí y verás.

Vislumbro la carne, los mitos de la sangre, el bodyhorror, el sexo y la imposibilidad de resistirse al deseo, y no puedo evitar pensar en Molina’s Ferozz, o Molina Feroz.  

La historia de Caperucita Roja ha tenido diversificaciones notablemente singulares que apuntan hacia la parodia, el homenaje, la apropiación y otros procedimientos en torno a la autoridad y el predicamento de una tradición —o leyenda— más o menos clásica. No hay más que tomar en cuenta la movilidad extrema de una fábula hiperdensa. Una movilidad que es la del enclave espacio-temporal, lo que permite imaginar y desarrollar juegos culturales prolijos. Los personajes centrales admiten, incluso, reformulaciones de sus identidades sin que por ello pierdan el contacto —siempre creativo— con el referente.

En Ferozz… Jorge Molina construye una especie de texto visual hiperrealista. Al tiempo que uno comprende que se apoya en una conocidísima narración, se las arregla, no sin valentía, para ofrecer al mismo tiempo lo que ya sabemos o intuimos mezclándolo con las sorpresas que la trama aporta. Eso que ha dado en llamarse latin horror resplandece para dar paso a lo sobrenatural, lo fantástico y lo gótico, pero con marcas y gestos dramáticos que lo aproximan al mundo pop, al kitsch, al arte popular. 

¿Puede haber una estructura gótica enclavada en el mundo rural cubano? Lo que vemos en la película, ¿es el mundo campesino cubano, en algún punto de la historia? ¿O acaso se trata de un espacio-tiempo mental y transhistórico?

Violencia, codicia sexual, desdibujamiento de las fronteras entre la suciedad y la limpieza del cuerpo, trucidación de la carne. Todo esto sobre un trasfondo no enjuiciado, no juzgado: la naturalidad de la naturaleza. 

El latin horror tiende a huir de la inflexión citadina y es uno de los fenómenos más interesantes del cine. Y aunque hay una especie de reducción de su riqueza en esa etiqueta genérica, no podríamos obviar el hecho de que, con el tiempo, allí ha venido a manifestarse una prudente diferenciación con respecto a los mitos centrales del horror y también con respecto al carácter dominante de esa mitología. Ahí están los hombres lobos de origen arcaico, pero igual perviven, tan licantrópicos y sanguinarios como ellos, los de esa latinidad periférica (subdesarrollo, creencias, magia, portentos) que no se lleva bien con la Ciudad ni con el Progreso.

La sangre periférica entraña alguna dosis de parodia. Quizás no puede evitar ser paródica. Y más si accedemos a ella —a su visualidad excesiva, a su explosión, a su mecánica gore— siguiendo el camino de un mito de tanta potestad —y tan absorbente y tiránico, diríamos— como el de la Caperucita Roja. Que el Lobo Feroz sea un licántropo, ya es agua pasada. Pero que lo sea en un universo pastoril nada amable, lleno de violencia y sexo, dispone los hechos para que sean observados desde otro ángulo; más en presencia de masculinidades ridiculizadas o reprochadas de forma ambigua.

El campo cubano puede ser idílico —desde el siglo XIX y debido a convenciones románticas muy conocidas—, misterioso, fiero —por sus mitos más lúgubres— y expresionista. En él habitan criaturas temibles, como el cagüeiro. Pero en la película de Molina ese campo tiene, incluso, algo de medievalidad, de inmovilismo temporal, de sistema convencional de gestos y actitudes, y deviene lugar que se halla fuera de la historia. Allí transcurre esta película, que con el tiempo se ha convertido en una especie de punto y aparte dentro del cine cubano.

La abuelita del relato que Jorge Molina pone en escena es una anciana vil, lunar, sádica, andrógina y se entrega a la magia. Caperucita Roja le teme y la odia, pero su madre casi la obliga a que le lleve la tradicional cesta con golosinas.

El tío “bueno”, asediado de diversos modos por las insinuaciones tanto de la madre como de la hija, practica una variante barroca del vudú, en cuyo ritual hay baños de sangre que le hacen extraer a su Mr. Hyde. Pero todo conduce al sexo, o a la presunción del sexo, que es intervalo de tics y señas y recinto de la verdad interior. Sexo solar, como la secuencia —sin huellas de época excepto por lo que cantan— de las jóvenes desnudas en la laguna; y sexo lunar, oscuro, impetuoso.

Molina recalca lo dionisíaco —ha declarado ser, además, una especie de arqueólogo de la oscuridad del alma moderna— y muestra la inocencia del deseo que va descubriéndose, o que va complicándose en su propia invención. ¿Cerebralidad o candor? No sabemos a punto fijo. 

La joven (Miranda), que luego se revela como Caperucita Roja, juega desnuda en su cama con un perrito. Este empieza a lamerle la vulva. Ella gime, se acaricia y el animal se metamorfosea en un utensilio recién descubierto, semejante a aquel clásico conejo de Walerian Borowczyk, a quien Molina, claro, dedica su película. Pero la abuela rijosa, vestida de negro, interviene y castiga a la joven: la pone sobre sus rodillas y le da unas nalgadas muy artificiosas, muy estudiadas, y que desatan un goce torcido, ondulante. El mundo rural del subdesarrollo puede ser muy zoofílico. Y los perritos indefensos y hambrientos resultan de pronto muy adecuados.

Molina repasa dos figuras universales, las incrusta en el campo insular y las convierte en mitos subsidiarios de un orbe colosal: el de la carne. El gótico, para él, es la ritualización de la conducta de los personajes —como en el sueño donde Miranda se deja acariciar por su tío, y ambos descubren que la suya es una vagina dentada capaz de morder y devorar—, pero en su sujeción a esos mitos. Por eso las imágenes adquieren una plausible viscosidad cultural.

Si a la mezcla de candor áspero, vulnerabilidad general de los sentidos y grotesco natural le añadimos un sistema de causas y efectos dominado por el absurdo y por motivaciones propias del cine snuff, tendremos entonces algo como Cebú (2012), un corto de Pablo Belaubre cuyo guion parece inspirado en el mundo carnal y cárnico de Virgilio Piñera, y donde el propio Molina, allí actor, interpreta a un carnicero (Iván) de súbito visitado por una mujer (Marushka) corpulenta, alta, en extremo gruesa, que lo seduce. 

Tras un intercambio lleno de insinuaciones, ambos tienen sexo, pero son sorprendidos por la esposa (Susana) del carnicero, cuyo aspecto grácil, como de gacela con ira, viene a ser el opuesto de la bovina visitante. El sexo, en realidad una mixtura de lo chusco y lo atroz, está dominado por apetencias que van más allá de su realización concreta —la gorda y el carnicero dibujan una empatíadonde se enraízan las posibilidades del humor negro y el body horror—, y tal vez sean esas empatías las que advierte Susana cuando apuñala al carnicero en mitad del coito.

Al final ocurre el asesinato de Marushka —Iván la descuartiza y está a punto de ponerla a disposición de los clientes—, pero Susana no le perdona la infidelidad, en especial con una mujer tan espaciosa, malmandada, excesiva. Y lo mata. Es de suponer que Susana, quien ahora ocupa el puesto de Iván como nueva carnicera, ha molido la carne de ambos. El anillo de Iván resplandece en el fondo de la bandeja donde el picadillo, abundante y muy fresco, va siendo despachado en porciones a los clientes.

Economía, discurso, gramática, erótica y política de la carne: del desmoche y la trinchadera al sexo. Del deseo a la pesadilla. De la masticación al aullido.


Bonus: ‘Molina’s Ferozz’






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Enzzo Hernández: rituales, cuerpo, escritura

Alberto Garrandés

No se me ocurrió otra cosa, invadido por el estupor y la idea de la consagración a lo luminoso, que pedirle a Enzzo que posara para mí mientras yo, despertando al pintor que ya había sido, pintaba su cuerpo con símbolos egipcíacos, escribía fragmentos de mi libro en su piel.