Gabriela Chang: Caracol despierto / babosa tenaz

En 2014, Patty Smith y David Lynch conversaron acerca de lo bello y lo “no bello” para la serie Encounters de la BBC, y ambos coincidieron en su rechazo a las normativas estéticas y al indiscriminado enjambre de ideas sobre la índole de lo sublime, para después privilegiar las undercurrents que antaño, en forma de “motivaciones misteriosas”, germinaban gracias a la Dama Inspiración. 

Esta, que tuvo su momento ideal y más depurado en el Romanticismo, fue suplantada por el hard work de la composición y sus cálculos —desde Edgar Allan Poe, digamos, e, incluso, desde William Blake—, para más tarde regresar triunfante y manifestarse por medio de sueños lúcidos, activaciones “nítidas” del subconsciente y otros fenómenos como la autotelia del arte y el rizoma hipermóvil de los sistemas artísticos. 

La conversación no se detuvo en las derivas de lo dionisíaco, pero adquirió un vaivén que la aproximaba a ellas desde la óptica de lo natural, lo orgánico y la irresistible gravitación de la cultura. En cualquier caso, se trataba de interlocuciones libres sobre las afinidades de dos mundos en apariencia disímiles. 

Smith cuenta cómo, cierta vez, su vecino le hizo el favor de podar su jardín, cosa que a ella le pareció espantosa: un acto de barbarie contra el esplendor espontáneo de la naturaleza. 

Lynch, por su parte, subraya la incontinencia conceptual y la vitalidad representativa de sus pinturas —hay que recordar que el célebre cineasta “abandonó” el cine hará veinte años, tras realizar Inland Empire en 2006—, y advirtió que no quería saber dónde radican el orden, el caos, la artisticidad, la carnalidad, lo auténtico ni, en especial, lo bello. 

La creatividad le dice al lenguaje que se calle.

“No queremos preguntar, no queremos saber”. Así dicen ambos en ese diálogo.

La discrepancia esencial que subyace allí, contra la cual solo se podría oponer, con relativa sencillez, la libertad irrestricta del arte y el carácter infinito de la conciencia creativa —que incluye, para Smith y Lynch, el mundo del inconsciente—, no revela de inmediato que el contradictor más fuerte es el lenguaje, las palabras. 

La creación y lo artístico rebasan las posibilidades del lenguaje, a no ser que este se ponga a tono con esas zonas inefables —característicamente inexpresables, indescriptibles o harto difíciles de explicar— donde la creatividad le dice al lenguaje que se calle, pues solo el silencio y el pensamiento simbólico alcanzarían a producir cierta ilusión de inteligibilidad.

Comprendo que detrás de la reflexión anterior subyace una idea restrictiva del arte y la literatura, y de sus poderes representacionales.

Es curioso —y, al mismo tiempo, no — que el que viene a ser hasta hoy el último largometraje de ficción de Lynch, Inland Empire, no posea una gramática al uso ni una sintaxis “patente”. Es como un fenómeno orgánico descriptible a partir de mil y una asociaciones químicas. Lo que entendemos o creemos entender es lo que no se ve y que, aun así, vive semioculto en los links, en las bisagras, en los hyphens.

A Lynch le gusta ese no poder controlar el alud de sentidos cuando las uniones empiezan a proliferar inesperadamente. Un caos innato y hermoso, como dice Smith sobre el que era su jardín original, antes de que el vecino lo “arreglara” con su tijera y su máquina cortadora de césped.

Alguien con devoción específicamente artística y literaria por el sexo.

Entre belleza, fealdad, caos, orden, sensualidad y repulsión —siempre en términos anticanónicos—, parece que el influjo, en Smith y Lynch, de Willem De Kooning, Odilon Redon y, en general, la estética del expresionismo figurativo y de la bad painting, determina la aparición de un tipo singular de cosa weird, de extrañeza cotidiana.

Uno observa las pinturas de David Lynch y lo ve trabajar y se da cuenta de que la angustia pernocta allí, muy atenta, por completo insomne y llena de astucia, pero sin acallar la llamada del sexo, por ejemplo, o de la sensualidad, o de las insinuaciones y “testimonios raros” del deseo, que, en determinados momentos, exhibe sarcasmo y lirismo a partes iguales. 

Pensando en todo eso, y en el cariz teratológico que se visibiliza a ratos —más en la conducta que en las formas— en Lynch y en la admiración de Smith por la obra del autor de Blue Velvet, recuerdo al pintor, ilustrador y grabador austríaco Franz von Bayros.

Von Bayros, muerto en 1924, también fue hacedor de exlibris, y quiso regalarle uno a cierta dama —¿o era, ya en aquella época tan moderna, una persona génerofluida?— a quien en Viena se le conocía por el sobrenombre de Sweet Snail (Dulce Caracol). 

El exlibris al que aludo reproduce a un caracol medio art nouveau cuyo habitante tiene forma de pene. Es una criatura bestial. Posee un glande prominente —fastuoso, en realidad— del que brotan dos largas antenas, como esos hipersensibles cuernitos que todos conocemos. 

Encima del caracol, con una pequeña fusta bajo la axila derecha e inclinada sobre el glande —a punto de besarlo o lamerlo—, vemos a una mujer desnuda. Usa tan solo un ancho sombrero. La forma del caracol evoca la forma de unos grandes testículos.

Entre belleza, fealdad, caos, orden, sensualidad y repulsión.

No sabemos quién fue Sweet Snail. Tenía una biblioteca, al parecer. Leía bastante, quizás. Un artista no regala un exlibris a quien no vaya a usarlo o, en principio, apreciarlo. Es posible que se interesara mucho en el sexo. O era alguien con devoción específicamente artística y literaria por el sexo, o alguien en quien el sexo era una ocupación de importancia. ¡O ambas cosas!

Hace diez años usé el exlibris de Von Bayros para realizar la cubierta de la edición colombiana de mi libro Kashmir. En la contracubierta hay una foto de Nobuyosi Araki. 

Qué maravilla conocer a un ser así, Sweet Snail, donde todo parezca y nada lo sea, o donde todo lo sea sin parecerlo, o donde todo lo parezca y todo lo sea detalle a detalle, forma a forma, sensación a sensación, deseo a deseo, acto a acto. Un ser tan meditativo como impetuoso, y que es capaz de adueñarse de la sabiduría que proporcionan los excesos.

Y así llega el turno del pene, del falo, del fascinus. De la méntula. Los médicos antiguos usaban esa palabra para nombrar un estado convulsivo, espasmódico, de temblor en los cuerpos cavernosos del pene. La méntula es también un anélido, un gusano grande. Y decir méntula es como decir sanguijuela: llena de sangre, o voraz porque la necesita. He ahí la sangrienta realidad fisiológica de la pinga.

Von Bayros no escapa de las fronteras de lo galante, pues hereda el trazo imaginable en los libros del Marqués de Sade. Se beneficia del boudoir, de los vestidos, de la desnudez, de la inocencia pervertida, del ocio de ir de cama en cama sin preocupaciones ni pelucas. E imagina una babosa y su caracol transformados en cabalgadura fálica.

Detalle a detalle, forma a forma, sensación a sensación, deseo a deseo, acto a acto.

Si no fuera porque le hace varias reverencias al mundo de la sensualidad dieciochesca, cabría decir que Von Bayros está a un paso de Georges Bataille. Sin embargo, no es un vanguardista cabal. No es un pervertido cerebralizado. 

Conjeturando lo que pudo hacer y no hizo —o no quiso, o no le interesó—, a la mente viene lo que sí forjó Aubrey Beardsley: una sensualidad casi gótica, que se avecina de vez en vez al significado de la muerte, la sumisión, la laceración, el deseo ensangrentado. 

Beardsley es palaciego, pero piensa en la mazmorra, una mazmorra abstracta. La luz de los cristales de los grandes salones contra la oscuridad del confinamiento del cuerpo sexualizado.

De los mitos a la biología, los avatares del pene son ecuménicos y pertenecen a la Historia íntima de las sociedades. Configuran, con vitalidad sempiterna, una poderosa metáfora enciclopédica y proteica. 

Tal vez por eso he vuelto a ver por estos días —inevitablemente quizás— al pene-caracol, pero transmutado, gracias a la perturbación que él mismo ocasiona, en elemento constitutivo de un quehacer artístico (visual) en cuya frondosidad se oculta un relato. 

Cuando ves una historia subsumida en un cúmulo de fotografías, o dibujos, o pinturas, lo que en realidad estás viendo es una ficción suplementaria, un megarrelato, un hilo, un sendero unitivo. Y si él es enunciable, quiere decir que allí la regencia es ejercida por una poética. Tras ella hay craft, tejeduría. Se te invita a contar, a relatar. 

Me refiero, en este caso, a la lectura gótica de un pathos que es incapaz de vivir sin la antropofagia ritual, el orgasmo místico, la efusión de la sangre, la mutilación, la curiosidad por probar con la lengua la textura de una flor medio fálica, las ganas de saber qué se siente si dejas que una polilla se te pose en la cara y camine por ella estremeciéndote. El cuerpo en constante tensión, bajo asedio, como un territorio que no quiere y sí quiere entregar sus misterios.

De los mitos a la biología, los avatares del pene son ecuménicos y pertenecen a la Historia íntima de las sociedades.

Hablo de caracoles-penes que acarician, lentos y precisos, los labios menores de una muchachita sin edad. Me refiero, además, a unas gatas invitadas a cenar, a una niña solitaria y ociosa que sale de la escuela y no sabe qué hacer salvo ceder al impulso de probar —a ver qué sabor tiene— la postilla que se le hizo en el codo, disfrutando de la idea de arrancársela de un tirón, o por trocitos. 

Jovencitas que, sin gritar, se dan golpes en un baño hasta romperse la nariz y la boca y sangrar como es debido. Jovencitas que se arañan, extasiadas y confusas, tras tener un momento de sexo por primera vez. Hay pañoletas rojas manchadas de rojo (estamos en Cuba, pero la intrepidez de un beso en ese baño, antes de la mutua golpiza, genera un episodio universal acerca de la índole rabiosa de ciertas ansias).

Todo eso es el arte de Gabriela Chang. Eso y muchísimo más. Y, en cuanto al pene-caracol, se diría que el imaginario que ella despliega en torno a él revela una voluptuosidad silenciosa y muy húmeda, como la huella que deja la babosa encima de la piel. 

Chang usa, para incrementar ese efecto, la contrastación entre las líneas precisas y las veladuras. Y dibuja dos tipos de goteo: el goteo cristalino de la baba (la que la criatura deja al reptar y la de la vulva que la tolera con fruición) y el denso goteo de la sangre.

El caracol-pene de Chang, dialogando con sus amorosas doncellas pendencieras —uno puede suponer que son capaces de mucha querencia y, a la vez, de mucho daño, como si siempre estuviesen dispuestas a hincar y morder con tanta saña como delectación—, es un ser casi doméstico. 

El cuerpo en constante tensión, bajo asedio, como un territorio que no quiere y sí quiere entregar sus misterios.

¿Acaso podría representar la reducción de la masculinidad —lo que importa de la masculinidad y la define al cabo—, transformada en mascota? No sabemos. Es rico no saber, como dicen David Lynch y Patti Smith. 

El pene-caracol avanza por todas partes. Es un juego que se juega muy en serio, y semejante seriedad se apoya en la precisión de Chang, como si pretendiera representar con mucha nitidez un sueño que se encuentra a punto de desvanecerse o una fantasía deseable y deseada, igual que la de esa gata que lleva en la boca el trofeo de un pene cercenado.

Quimeras y ensoñaciones cinéticas. Una parte de estas obras se ancla al anime. Chang y el anime. Su anime, su película. El pene-trofeo, el pene metamórfico, el pene-juguete. Un juguete vivo. Un hipnoglifo de gran espesor conjetural. 

Y, aun así, notamos que una de esas doncellas se masturba con una muñeca Kokeshi. Al tener, como es tradición, el cuerpo cilíndrico, muy básico, sin brazos ni pies, y una cabeza bien elaborada, una muñeca Kokeshi sirve, aunque esté hecha de madera, para una demorada y eficaz masturbación.

¿Alguien se acuerda del huevo hervido, ya tibio y sin cáscara, que un hombre introduce en la vagina de una mujer, aprendiz de geisha, en El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima? ¿Era Sada Abe, cortadora del pene de su amante? ¿Era otra mujer?

(Ni lo intentes, niña. Un huevo ya cuesta 60 pesos. Y si es un cartón, 1800.)

Todo va juntándose paso a paso. El caracol, la babosa, el pene-organismo-lúcido y hasta el pene-ajolote de las mexicas que temen ser preñadas al entrar en las aguas de algún lago mágico. 

¿Y si en vez de una oreja, Jeffrey —el joven y heroico personaje de Blue Velvet— se hubiera encontrado, en la tranquila hierba de Lumberton, con una gata devorando un pene como si tal cosa? 

¡Las gatas impávidas de Gabriela Chang, yendo y viniendo a sus anchas por el jardín sedicioso de Patti Smith! O sus jovencitas desnudas, llenas de cortaduras y arañazos y mostrando, en algún episodio de Twin Peaks, sus torneadas vulvas pelonas con una mezcla de desamparo y frescura.

En La Habana, Walpurgisnacht.


© Imagen de portada: ‘Red Ribbons’, 2020 (detalle); Gabriela Chang.





Omar Santana

A pensar

Omar Santana

‘A pensar’ es una entrega de la serie ‘Cosa seria’, una columna de opinión del artista Omar Santana, en Hypermedia Magazine.





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