¿Será probable la hipótesis de que buena parte del cine de Peter Greenaway se origina en su activísima lectura de la prosa de James Joyce? En The Tulse Luper Suitcases (2003), durante un debate entre varios personajes frente al ignoto y enloquecido —desde la serenidad más cautivante— Tulse Luper, varios escritores empiezan a ser evocados. Dos de ellos son los más importantes en ese diálogo. Se habla de Franz Kafka y la lengua alemana —el dilema de escoger entre el checo y el alemán como posibles lenguas literarias—, y también se habla de Samuel Beckett y la lengua inglesa —o de una “variante” irlandesa del inglés, que más tarde Beckett abandona en favor del francés—. Sendos retratos presiden la mesa.
Tulse Luper —explorador, crítico de arte, fotógrafo, naturalista y, sobre todo, coleccionista— es el joven de las noventa y dos maletas. Hoy acaso sería un acaparador de netsukes y sus historias. Se supone que el contenido de ellas expresa el contenido abreviado del mundo. O peor: el mundo en sí mismo.
Para que esto sea cierto, para que las maletas y la historia de Luper tengan un sentido, intervienen noventa y dos personajes y noventa y dos objetos que poseen un carácter más o menos simbólico. Los cruzamientos posibles, las interrelaciones que van produciéndose, generan un tipo de lenguaje a partir del cual se crea un modelo caótico, pero infinitamente ordenado, del mundo. Y no solo del mundo conocido, sino también del mundo según Luper lo imagina y que ansía conocer.
Entre paréntesis: tanto en Kafka como en Beckett el problema de la distinción lingüística estaba en el inicio del misterio de sus respectivas escrituras y en su final. Entre ambos puntos corren dos discursos que aluden al ideal de lo sintético. Ese ideal brota de sucesivos exámenes de lo inmediato. Exámenes acumulativos, estratificados, cuyos extensos y numerosísimos detalles jamás se desechan.
Las listas de Luper, archivero inverosímil y de curiosidad sin fronteras, lo transforman en un hombre sospechoso en varios ámbitos. Un mundo que ha perdido el entusiasmo por la vida y que se concentra en los negocios, la guerra y la política, lo ve como un vicioso sexual, un espía, un terrorista, un violador, un asesino moroso, un fabricante de doctrinas, un investigador de enigmas inútiles o un traficante de secretos poderosos e inestimables. Por eso siempre está siendo investigado y detenido; y sus escasos bienes, requisados y escudriñados.
Luper es el fisgón imprudente e impávido. Un hombre aparte. Un ser separado. Su fascinación consiste en hacer listas y más listas y llenar sus maletas de lápices, fotografías, cuadernos de anotaciones, perfumes, frascos de alcohol, pasaportes, trozos de carbón, peces, cartas, monedas y decenas de otros objetos. Y películas. Muchas películas.
Luper también colecciona orgasmos. Pero en su mente, claro está.
En uno de los tantos interrogatorios, el jefe de una estación de trenes se sorprende al comprobar —o suponer que sería posible comprobar— que es muy posible que Luper haya escrito, a esas alturas, sobre todos los temas y dilemas al alcance de su imaginación y sus preocupaciones. Esta peligrosa contingencia lo deja pensativo. Luper, diríamos, es el novelista total —en efecto, un Joyce reencarnado— o el hombre que, en la totalidad, prescinde del lenguaje y se pasa al bando de las imágenes y el sonido.
Uno tiende a pensar, enseguida, en el Joyce de Finnegans Wake, a quien le preguntaron, luego de comprobarse que su última novela manifestaba una especie de renuencia a la lectura —o cierta lectura—, si se trataba de música con palabras, a lo que Joyce respondió que era solo música.
La prosa de Finnegans Wake es un absoluto que deja de referenciar algo para referenciarse a sí misma. Luper, a partir de un momento, ya no es él y sus desvaídos orígenes, sino más bien el inestable conjunto de opiniones que lo arman y lo metamorfosean en un mito cotidiano, paranoico, tangible solo por medio de la voz de los demás, cuando se enfrentan a su legado material (el de las maletas y los objetos) e inmaterial (miles y miles de páginas de comentarios escritos por él).
(En La Habana, hace ya unos cuantos años, conocí a un loco —si es que lo era— que cargaba con una caja de cartón donde había decenas de libretas escolares repletas de una escritura diminuta. El loco decía que él lo anotaba todo. El espíritu de Joyce se entiende muy bien con el de la locura, digo yo.)
El desasosegante asunto que Tulse Luper introduce en el horizonte vital de quienes lo conocen, tiene que ver con la idea de la existencia como reconstrucción siempre aproximada de una realidad visible solo en tanto escritura poseedora de una autonomía. Si esa autonomía no existe o no pretendemos que es un hecho indefectible, las correlaciones tienden al infinito, las listas no acaban nunca, la red de sentidos se densifica hasta convertirse en algo incomprensible, pues la atadura a un referente no dejaría que esa escritura se consolidara como fenómeno con una identidad propia e independiente. He ahí el destino —y el desatino— mítico de Luper y sus noventa y dos maletas.
El cine de Greenaway no es el único, hoy día, que pone en circulación, dentro de una espesa red de interapelaciones, todos los sistemas de la cultura, pero sí cabe decir que es el que se muestra más drástico y contundente, y que, en rigor, es el que, con perentoriedad rayana en lo brutal, desautoriza a la mirada atenta —al desestimar su suficiencia— y nos invita a aproximarnos dos o tres veces a determinadas películas suyas desde distintos ángulos emotivos o desde distintos puntos de vista estéticos.
Es, en definitiva, un cine riesgoso —hay excepciones donde Greenaway corteja, aunque de modo novedoso, la convención dramática, como The Cook, the Thief, his Wife and Her Lover, de 1989— donde proliferan los espacios indefinibles —intervenidos por una dirección de arte impulsiva y de aplastante lucidez— en los que hay mucha agua, dos o tres reclinatorios, multitud de muebles —Greenaway siempre cuenta con varias camas, por ejemplo—; varios grupos humanos dispuestos de modo teatral —como en un escenario dentro de otro gran escenario—, estatuas vivientes cuya presencia sirve para causar algún efecto conceptual, transparencias que son transiciones irresolutas, grabados antiguos que subrayan la prestancia del cuerpo, representaciones mitológicas interculturales, split-screens llenas de textos muy bien caligrafiados, desnudos pujantes y por lo general bastante paródicos, y un apego creativo a las tradiciones literarias más inseminadoras —las parábolas bíblicas vétero y novotestamentarias y la obra de William Shakespeare, pongamos por caso.
En Prospero’s Books (1991), una adaptación alucinante de The Tempest, de Shakespeare, el trabajo de Greenaway adquiere dimensiones ensayísticas mucho más obvias. La biblioteca de Próspero (un libro de los colores, uno sobre geometría, otro de anatomía, otro de cosmografía, otro —antes perteneciente a Orfeo— de las entradas al infierno) es la de un conocimiento preciso —pero mágico— del mundo.
Por otro lado, Próspero le asegura a Miranda, su hija, que la biblioteca es un ducado lo bastante grande —quizás se refiera al hecho de que la biblioteca ya es una fortificación del intelecto y el espíritu— como para oponerse a las alevosías y las infamias. Próspero es el genuino duque de Milán, condición de la que lo ha despojado Antonio, su hermano.
Para representar el sentimiento de protección de un padre (Próspero) ante la posibilidad de que el amor (de Ferdinand) le robe a su hija (Miranda), Greenaway, siguiendo las palabras de Shakespeare, apela a lo extravagante de un escenario abstracto, enigmático, dominado por los símbolos (pavorreales, un obelisco, una pirámide, un campo de trigo) y por un lenguaje pomposo que, sin embargo, toca tierra precisamente gracias a los libros, pues la biblioteca es total, abarcadora, universalista, cósmica.
Como las maletas de Tulse Luper, la biblioteca mágica de Próspero deviene enumeración del mundo. Un mundo contable es contabilizable y mensurable. Y es, no hay ni que decirlo, un mundo barroco, intercultural, donde la preeminencia de la imagen traza senderos alternativos de acceso a la verdad, a pesar de los libros, a pesar de las palabras. Esa es una de las enseñanzas del cine de Greenaway.
En la biblioteca también existen un bestiario de los animales del pasado, el presente y el porvenir; un libro sobre el amor físico; un libro de las utopías; un libro de historias de viajeros; un libro de sitios arqueológicos; un libro acerca de las uniones monstruosas; y un libro que detalla todos los movimientos posibles del cuerpo. Y así, poco a poco, vemos cómo se fabrica un conjunto enorme de goznes que juntan los hechos de la trama con sus explicaciones posibles en el plano de los sueños y en el plano de la mitología.
Greenaway relee a Shakespeare y coloca, en cada página, miles de notas al pie que hacen de The Tempest una historia con diversos tipos de legibilidad: la teatral, la fantástica, la histórica, la antropológica, la estilística, la visual, la onírica, la sexual y la operática. En esta última las demás quedan subsumidas en favor de un espectáculo donde tal vez Greenaway logra hacer lo que ha anunciado: reinventar el cine independientemente de la representación y por el camino de una semiosis que tiende a la totalidad.
En el camino de Próspero, cuya esencia (cultural e ideológica) es la práctica de la demasía (notable en los esponsales de Miranda y Ferdinand), el monstruo Calibán no encuentra sitio. La región donde vive Calibán está llena de ruinas, arena y espejos. Por otra parte, Próspero se debate entre la venganza y el perdón, y escoge el perdón. Pero antes cierra todos sus libros —él es, gracias a Greenaway, el antecedente genuino del hiperlector joyceano que hace posible la aparición de una dimensión novelesca como la de Finnegans Wake— y abre su corazón. Y comprende, al fin, que Calibán debe estar allí, en el mundo, y también en su mundo. El último libro, el de los juegos, nos advierte. Todos los demás son destruidos o lanzados al agua. Definitivamente el corazón humano no es libresco.
Una poética del cine derivable del examen crítico/lúdicro de una obra de Shakespeare —me refiero a una lectura rizomática, paródica, interventora— puede dar cabida a una escritura visual catedralicia y operática. Lo mismo ocurre en una lectura de parábolas bíblicas en torno a varios personajes implicados en un triángulo: dominación social-entrega sexual-praxis religiosa.
Las derivaciones mitopoéticas de Shakespeare son extraordinariamente ricas —propician una visualidad transhistórica, por así decir— y se han expandido con el paso de los siglos. Sin embargo, el caudaloso patrimonio de un artista del grabado —y también de la pintura, aunque en menor medida— como Hendrick Goltzius, también se expansiona dentro de la enumeración, las listas y en un ámbito escénico donde el dibujo se pone en movimiento.
En Goltzius and the Pelican Company (2012), Greenaway elabora una ficción alrededor de la polémica figura del grabador holandés, que se ha presentado, con sus trabajadores, ante el gobernador de Alsacia. Estamos entre los siglos XV y XVI, y Goltzius le ofrece al gobernador un gran libro de grabados que se centraría en figuras conspicuas del Antiguo Testamento. Para seducir y convencer al gobernador, Goltzius —quien fue, en realidad, un experto en el claroscuro lineal y uno de los más eficaces y atrevidos dibujantes de la historia— le dice que su compañía hará, además, verídicas representaciones de cada parábola.
La enumeración es de nuevo aquí la espina dorsal que mantiene la unidad (módulos articulables) del filme. Pero Greenaway va más allá, quiere relacionar las parábolas con determinado número de vicios y tabúes, y regresa a su peculiar barroco acumulativo, lleno de transparencias y textos que van escribiéndose a medida que la película avanza.
El primer ejemplo es el más definitivo de todos: la representación del pecado original, cuando, frente al Árbol del Conocimiento, Adán y Eva comen la fruta prohibida. La escenificación, frente al gobernador, está llena de enumeraciones. Goltzius pone en manos de un Dios ambiguo —que es el Bien y el Mal juntados por la tentación— un conjunto de tarjetas con palabras como manzana, mordida, pecho, cuerpo, boca, mano, beso, pene, dedo, vientre, vagina y muchas otras, para que Adán vaya escogiendo y ordenando el mundo sensorial del cuerpo, el universo donde su ser está a punto de aposentarse.
Los actores de la compañía, desnudos, van gestualizando paso a paso la versión del mito y Greenaway subraya, con una socarronería espléndida, el momento de la excitación, cuando, sin renunciar a los detalles de la erección, la enmarca en una especie de caricatura del pene erecto, que gira sobre su base como las manecillas de un reloj. Al final, ayuntados como un perro y una perra, Adán y Eva tienen sexo. La palabra definitiva es esa: perro.
En inglés, perro es dog. Y, por supuesto, Greenaway no desaprovecha la ocasión de invertirla: dog es igual a god. Dios como un perro. O mejor: La divinidad proviene de esa posición donde el sexo es animal y natural, hasta que la postura animalizada cambia —ella renuncia a estar en cuatro— y los amantes ya se miran a los ojos en un tránsito simbólico de la animalidad a lo sagrado.
El asunto de la enumeración, asociado en el cine de Greenaway a la representación de la representación —como sucedía en una de sus películas más significativas: The Draughtsman’s Contract, de 1982, y como vuelve a problematizarse en Nightwatching, de 2007, su joyceanamente novelesca lectura de Rembrandt—, constituye una advertencia contemporánea y para el devenir de las artes sobre la invisibilidad del carácter fonocéntrico de los límites de lo artístico.
En un mundo donde la conceptualización de la realidad pasa por infinitas enumeraciones asociativas, toda autentificación del arte depende del lenguaje. La red de sentidos es ya tan inextricable —parece decirnos Greenaway— que, tras el deseo de independencia de la imagen —y su semiosis— con respecto a las palabras, lo único que queda por hacer es regresar a las palabras, convocadas en silencio o atraídas —en este caso al cine— desde el interior mismo de un relato fílmico que marcha al encuentro de su codiciada especificidad, su ansiada autonomía.
Un jabón, unos pelos, un enano singón y una camisa Calvin Klein
Riverón es uno de los poquísimos narradores cubanosque hace lo que quiere con esas difíciles acotaciones de los diálogos, tras la cuales —ya lo he dicho: la mayor parte de las veces se trata de un ‘asunto de oído’— una página puede elevarse a la categoría de irrepetible.