Jardín de postergaciones (tanteos sobre el cine de Wong Kar-wai)

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Zona de ligue

Supe de Wong Kar-wai gracias a Rufo Caballero. Una tarde de 2008 o 2009 íbamos caminando por la acera del ya ruinoso cine Actualidades, del que quedaban, todavía en pie, algunos vidrios y dos o tres vigas y paredes ensombrecidas, y aminoramos la marcha al ver que, por el fondo, unas sombras se movían rápidas y esquivas.

“Zona de ligue”, señaló Rufo. “De ligue y también de singueta, al parecer”, dije. Por medio de las debidas errancias lexicales, hoy se diría folleteo, una palabreja de raíz peninsular que bien podría sonar a literatura pornográfica de folletín.

Rufo se mató de la risa. “Bien dicho, Garra”, afirmó. Después indicó algo sobre una de las películas de Wong Kar-wai, In the Mood for Love (2000), pero no recuerdo si su referencia estaba relacionada o no con aquel cine que ya entonces era sitio de miradas, contemplaciones y fornicios, y la verdad, pienso ahora, es que no creo que la haya visto allí. O tal vez sí, quién puede comprobarlo.


Un destino inevitable y exorcizante

En las primeras películas de Wong Kar-wai que Rufo me proporcionó cuando dirigía la cátedra de Teoría del Cine en la EICTV, hay una especie de tirantez teatralizante —una rigidez dramática que se expresa bien en el trabajo de los actores— muy ligada al propósito de contar historias de acción, sentimentales —el sentimiento amoroso como escape hacia cierto grado de redención—, y caracterizadas, además, por grandes primeros planos y por una edición que anhela imprimir velocidad.

Son historias de personajes que están, por lo general, al margen (de la familia, de las convenciones sociales, de la realización personal) y que topan con la violencia como si se tratara de un destino inevitable y exorcizante.

Este núcleo, desde donde la cámara de Wong Kar-wai empieza a moverse inquieta, no ha cambiado mucho desde As Tears Go By (1988), pero, ciertamente, hay algunas modificaciones, algunos matices.

La violencia se explaya, se hace sangrienta, incluso se abarata, y entonces en el cuadro cinematográfico entra la seducción, propiciada por algo que su cine no ha dejado de relatar: cómo el yo se descubre o se completa, de súbito, en un desconocido o una desconocida, pero como si fuera una lenta carrera de obstáculos.


Es lo que hay

Hay una relación estrecha entre la iluminación nocturna, la violencia y las tensiones románticas en esas películas iniciales de Wong Kar-wai que son, digamos, un conjunto de excelentes ejercicios —acariciados por el influjo de la nouvelle vague y el neo-noir— de donde saldrían sus obras más atrevidas en términos estéticos: Chungking Express (1994), Happy Together (1997), In the Mood for Love y My Blueberry Nights (2007).

Estas simplifican la violencia al estilizarla —dejan atrás el asunto de las mafias, por ejemplo, y las convenciones ligadas al encuentro salvador entre un joven delincuente de buen corazón y una chica que lo ama y lo acepta sin poder redimirlo—, y más bien optan por la elucidación de la identidad personal en sujetos que, de súbito, se encuentran atrapados por situaciones capaces de volver a enrumbar sus vidas o modificar sus conciencias.

Por cierto, tengamos en cuenta que semejante proceso, parecido a esa carrera de obstáculos que ya mencioné, es visualmente complicado: en ningún momento el cuadro es fijo, ni pretende ofrecerlo todo a través de la simplicidad expositiva, como hace la cámara de Ozu. Escorzos, enfoques tangenciales, bokeh, resplandores o sombras en primeros planos muy cerrados, cristales mediadores, miradas de soslayo. Es lo que hay.


Un acercamiento sentimental

El de Wong Kar-wai es un cine que aplaza el contacto del espectador con las esencias vitales de los personajes y también es el del retraso del conocimiento de lo real, que se reconstituye una y otra vez cuando ciertos personajes deciden entender y comprender qué ocurre en sus vidas, mediante la comprensión del otro.

Parece sencillo admitir la presencia de un fenómeno así en un conjunto de películas donde se subraya la preeminencia de la imagen dentro de las relaciones interpersonales. Sin embargo, esa “sencillez” es un acierto de interpretación del cine como mirada multitópica, y más en un mundo que, sin dejar de ser asiático —nostálgicamente asiático—, es capaz de referenciar de varias maneras la occidentalización de la existencia en general y de los códigos culturales en particular.

Pero el cine de Kar-wai cuenta historias —aunque sean historias diferidas, demoradas—, por más que contarlas —con un grado cada vez mayor de suntuosidad— lo sumerja en un aura de inquisiciones acerca de la soledad de las multitudes y la conciencia del paso del tiempo, en relación con las opciones que tiene el individuo para hallar lo que busca, si es que sabe qué buscar.

Un ejemplo caracterizador es el de las situaciones prototípicas donde hay un acercamiento sentimental —la ambigüedad, en este asunto, es otro elemento caracterizador del cine de Kar-wai.

En dichas situaciones aparece un tipo de enlace que va lacerando y transmutando a los personajes, cuando Ella, digamos, le cuenta a Él los sinsabores y las dudas que padece en su relación con un tercero, y Él le ofrece consejos a Ella para que la situación se resuelva o se clarifique, en un proceso que va poniendo al desnudo, para ellos mismos y para el espectador, ese estado único conformado por la naturaleza especial de ese enlace y por el estatuto inefable de la compañía.


Cruzamientos fortuitos

La película a partir de la cual el cine de Kar-wai empieza a ordenarse, en cierta medida, alrededor del trenzado de varias historias más o menos convergentes, es Days of Being Wild (1990).

Allí vemos a una mujer sórdida que adopta a un niño filipino por dinero, un joven extraviado —ese mismo niño, cuando crece— que maltrata a las mujeres, una mujer marchita que necesita compañía —la mujer que adopta al niño, convertido ahora en un joven ansioso por cambiar de entorno y alejarse de una mujer que se resiste a envejecer con dignidad—, un policía que quiere ser marinero y se enamora de una desconocida con quien comparte algunas confidencias, un delincuente —el joven de marras— que, en Filipinas, escapa de sus acreedores gracias a la ayuda de un hombre —el policía— y que es baleado en el tren donde huye, y una prostituta enamorada del delincuente, pero celosa a causa de una mujer —la desconocida con quien el policía se ha cruzado antes— que ignora qué hacer con su vida.

Pocas veces el cine que se hacía hace treinta y tantos años pudo declarar su deuda —una deuda digna, digamos— con la materia novelesca, introduciendo esa condición sin atarse a la tiranía del lenguaje hablado.

He ahí una especie de poética con la que Wong Kar-wai alude a los cruzamientos fortuitos de unos sujetos con otros —como en Chungking Express—, al sentido de la oportunidad vital en tanto forma de la voluntad, y, además, a la reactivación creativa de la memoria y el paso del tiempo.

Las identidades, que creíamos unificadas, se desdoblan en varias, y es así cómo una trama entrecortada, que sobrevive gracias a sus muchas ramificaciones, deviene un retablo, una representación mural que los personajes van completando a medida que aprenden a alcanzar nitidez en el proceso de verse a sí mismos en los demás.

Trenes nocturnos, relojes de pared, ventanas o mamparas, puertas entreabiertas, oleadas de lluvia, cabinas telefónicas, cortinas, espejos. Siempre hay barreras y tamices. La percepción (en oficinas, cafeterías, pasillos, vanos de puertas, escaleras) no es inmediata.

El acto de ver resulta incoativo, prolijo, perifrástico, pues vendría a ser el correlato de sucesos a punto de, acontecimientos que se encuentran en el borde de una resolución a la que se llega con mucha dificultad.

Cuando la cámara se detiene en un personaje cuya importancia va creciendo a medida que se mueve —el movimiento de los sujetos adquiere una especie de consciencia como marca de estilo en el cine de Wong Kar-wai—, el cuadro alude a una lejanía obligada. Y el cuadro es allí el resultado de una mirada que no puede funcionar si no es por intermedio de algo (un vidrio empañado, una celosía, una ventana, un adorno, una tela traslúcida).

De modo que, a los efectos de ese acto de ver, en tanto análogo de la aprehensión del significado del yo, de la identidad del yo, el cuadro cinematográfico se metamorfosea en la conquista de un voyeur.

Los desencuentros, la necesidad de poner fin a la soledad, la búsqueda de un camino en la persistencia y la continuidad de ciertos actos, son tópicos que el cine de Kar-wai moviliza en el interior de esa tejeduría de subtramas que no aspiran a lo simétrico, pero sí a lo secuencial, al encadenamiento, a las conexiones.

Por eso algunas películas suyas tienen el sabor de lo episódico y forman pequeños conjuntos que, a la larga, se constituyen en tenaces ensayos sobre la comunicación humana en condiciones difíciles.


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La cámara-mirada

En cuanto a la forma, a ello se suma el significado y la fuerza apelativa que llega a poseer, durante el diálogo directo, la naturaleza lateral —la observación mediatizada, oblicua— de la verdad.

La fragilidad del conocimiento del otro tiene que ver, por supuesto, con la inconsistencia y la maleabilidad de ese entorno físico-temporal-emotivo que la cámara de Kar-wai va fabricando a medida que deambula por anuncios lumínicos, pequeños espacios semicerrados, pasadizos, recovecos donde es casi necesario cerrar el plano encima de los rostros, las manos, los pies, o acercar —al espectador— los objetos y las superficies.

A esto se añadiría un trasfondo intercultural —marcado por la música, los paratextos visuales y la constante ruptura de la representación tradicional— que dialoga muy bien con el relieve —en tanto paisaje— de esos referentes citadinos que Kar-wai maneja con frecuencia: Taiwán, Hong-Kong, Shanghai.

Uno de los aciertos de esa manera de hacer cine, donde la observación no es representación sino añadidura —de preguntas y de certezas momentáneas (muy transitorias) con respecto a un conjunto de indagaciones cruciales—, se encuentra en la cámara-mirada, que se aparta con radicalidad de un encuadre lleno de certidumbre.

Como las mediaciones son constantes y las revelaciones —en torno al yo— muy escasas, la cámara llega a ser justo lo que anhela engendrar: una mirada técnicamente competente y sentimentalmente no confiable.

Hay ausencias registradas (gestos, actitudes y formas que se hallan fuera de campo, por ejemplo) donde la certidumbre crece. Ausencias que llegan al paroxismo de las elisiones en In the Mood for Love, una obra maestra cuyo vigor nace en lo que no ocurre, en lo que no vemos, y en los actos que los personajes prefiguran en sus mentes y que jamás ejecutan, en contra del deseo.


Comunicar experiencias

In the Mood for Love se dio a conocer entre Happy Together y My Blueberry Nights. Las tres son, creo, el núcleo duro del trabajo de Kar-wai, que se hace tanto más expresivo cuanto menos depende de ese tipo de lenguaje teatral donde Robert Bresson veía lo opuesto del cine.

Estas películas señalan una madurez estilística y evidencian que el cineasta prefiere, en última instancia, relatar historias en el límite, centradas en la desorientación emocional (relaciones incompletas o que nunca se iniciaron, por ejemplo), el examen feroz de la vida propia y la convicción de que la única gran pregunta, capaz de abarcar casi todas las demás, es la que concierne a si vivimos con o sin amor.

En ese núcleo duro hay algo que permite pensar en una madurez estética (madurez de un pensamiento estético) y en una madurez artística, cuyos elementos identificadores (gestos de estilo) ya no descansan en el carácter discontinuo y fragmentario del relato —o, más bien, el conjunto de relatos que habitualmente convergen en las películas de Kar-wai.

Me refiero a un hecho preciso: más que narrar, y por encima del acto de contarnos determinada vivencia crucial, lo que le incumbe al director es la posibilidad de comunicar un sentimiento, un estado mental, una situación emocional.

Relatar es fácil, lo complejo es comunicar experiencias, lo que nos invita a pensar. Aun así, la comunicación de experiencias es un acto narrativo.

En Happy Together, por ejemplo, no importa mucho que una parte de la trama —en un blanco y negro que trata de alegorizarse en la violencia, lo ajeno y lo extraño— transcurra en una Buenos Aires suburbana, monótona, sin encanto. Lo determinante es la dependencia mutua de los personajes, su manera de agredirse, de posesionarse del amor mediante el cuerpo y la embestida físico-verbal.

Lo primordial, lo indispensable, es verlos juntarse y separarse, y espiarlos cuando se sumergen el uno en el otro, y experimentar la confusa turbación del sufrimiento, que echa raíces en el sexo, pero también en el anhelo de autodegradación y ultraje.

Ni la indignidad ni el impudor están ahí para ser juzgados. Lo transcendental es la certeza —o no— del amor. Me he referido a una confusa turbación: cuando, en uno de los varios intentos de arreglo, uno de los amantes se tapa la cara, está indicándonos que, por pudor, no desea que veamos su desconsuelo.

La escena, una de las más hermosas y tristes de la historia del cine, es en blanco y negro y transcurre en una carretera enorme y desierta. Pero ese desconsuelo tiene un lado bello, enramado en la entrada simbólica del color, cuando de súbito aparecen las cataratas del Iguazú y escuchamos la voz de Caetano Veloso.


Captar las expresiones de la tristeza

Más distanciados, más líricos, y acaso más contenidos, los sucesos que refiere Kar-wai en In the Mood for Love tienen que ver, en lo fundamental, con la posibilidad del acceso al amor. ¿Cuán poderosa es la opción tangible del amor, aun cuando no se realice?

Al parecer es muy enérgica y, en especial, heroica. La expectativa cierta del amor, en ciertas condiciones, puede dar acceso a una sobresaturación, a un juego de resistencias que se opone a otro juego: el de la perduración de mundos ya elaborados y relativamente estables (el matrimonio, la familia), pero que han perdido su lozanía.

Kar-wai habla del vínculo que entablan dos desconocidos instalados en una casa de huéspedes. Ella espera a su marido, un empresario siempre ausente. Él aguarda a su esposa, secretaria de un industrial.

Al cabo, y luego de días y días de roce —entre la curiosidad social y lo doméstico—, ambos comprenden que el marido, el empresario y el industrial son una misma persona, y que tiene una amante de identidad presumible. Esta sospecha se comprueba durante una cena. Ella nota que la corbata de él es idéntica a la de su marido y él descubre que el bolso de ella es igual al de su esposa.

Estas coincidencias son abrumadoras. Y, tras convencerse de que ambos están siendo engañados, dialogan acerca de las coyunturas vitales, el paso del tiempo y los instantes que conforman la felicidad. Kar-wai es un artista excepcionalmente dotado para captar las expresiones de la tristeza.


El abismo de lo confesional

Lo primero que aparece en My Blueberry Nights es un cruce ruidoso de trenes rápidos en medio de la noche y, a continuación, una cafetería llena de comensales. Estamos visualizando un emblema, un sello, una divisa audiovisual. Ahí empiezan las historias.

No es que el entrelazamiento de los relatos intente subrayar la importancia de cada uno para los otros, en una especie de juego lógico. Lo que Wong Kar-wai quiere destacar es la peculiaridad distintiva de tres o cuatro vidas comunes. Procura revelarnos esto: que, al buscar lo excepcional y enfrentarse a él, no hace falta diseñarlo, ni fabricarlo, ni usar —para mostrarlo— personajes ataviados por lo caprichoso o lo raro.

Lo único que necesita es adentrarse en el núcleo inestable de esas vidas y hurgar un poco, como ocurre en In the Mood for Love (dos extraños que se precipitan hacia el abismo de lo confesional, lacerados por la soledad y la infidelidad) y como también vemos en My Blueberry Nights (otra vez dos extraños que se precipitan hacia el abismo de lo confesional, lacerados por la soledad y la infidelidad). El principio activo donde se origina la acción es el mismo en dos filmes muy diferentes.

Hay un momento cuyo bordado resulta notable en esa obra que marca el inicio de la etapa norteamericana de Kar-wai, con actores —excepto Norah Jones, que interviene además en la música de la película— que suelen involucrarse en la mainstream de Hollywood.

En dicho momento, y tras confesiones mutuas en torno al extravío y las decepciones del amor, o los espejismos que el amor suele esconder incluso a su pesar, el personaje de Norah Jones (Lizzy) acepta un plato de pastel de manzana con helado que le ofrece Jeremy (Jude Law).

Después vemos un paisaje expresionista —en la totalidad del encuadre, el helado va mezclándose, derretido, con el pastel— y, de inmediato, un tren pasa al amanecer. ¿Se trata de una secuencia resolutiva, en términos de táctica formal, y que alude a ese sentimiento de remanso ante las pérdidas sentimentales?

La cámara se desplaza distante —Wong Kar-wai en estado puro— y va tasando los obstáculos, traspasando los cristales y los letreros, escondiéndose detrás de ciertos objetos, escudriñando en una lejanía cómoda, o acercándose sobre los rostros, buscando y hallando los restos de pastel y helado en los labios de Lizzy, que duerme encima de la barra de la cafetería mientras Jeremy la observa y siente algo raro, antes de aproximarse y limpiarle la boca con la suya.

Tras ese momento, Lizzy emprende un peregrinaje donde aprende a sentir —un asunto de discernimientos y palabras— y se dedica a abandonar el pretérito como sitio, en busca de una nueva travesía vital.


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Un suave desconcierto

Quiero retomar algunos aspectos de In the Mood for Love. Espejos, cristales, relojes, anuncios lumínicos, lámparas encendidas, resquicios, cortinas traslúcidas o tejidas, ventanas.

Objetos que son como obstáculos o como tamices por donde viajará la mirada. Zonas de tránsito donde la cámara se aposenta, con intenciones de transformarse en un voyeur a veces no confiable, porque o bien no vemos los rostros, o bien solo escuchamos las voces. A veces son los pies, solamente los pies. O los torsos. Y esa es la cámara de Wong Kar-wai: evasiva, pero escudriñadora y enfática.

Estamos en Hong Kong en 1962. El señor y la señora Chow alquilan una habitación en el mismo edificio donde lo hacen el señor y la señora Chan. El señor Chow está a menudo solo, pues su esposa tiene mucho trabajo. La señora Chan también suele estar sola: el señor Chan viaja constantemente y apenas se le ve.

La observación mutua, detenida en algunos detalles, más la aproximación del señor Chow a la señora Chan terminan por revelar que el señor Chan y la señora Chow están teniendo una relación. El caso es que el señor Chow usa una corbata idéntica a la que usa el señor Chan, como ya dije. Y todo se descubre.

En In the Mood for Love, y en muchas otras películas suyas, la cámara de Wong Kar-wai expresa, reitero, una distancia, un interés y una lucidez sobre el hecho de no poder registrar lo invisible del sentimiento, que al cabo es su raíz inefable.

Tras saber que sus respectivos cónyuges los engañan, el señor Chow y la señora Chan empiezan a salir juntos, pero sin entablar relaciones de intimidad física. Los oprime un suave desconcierto.

Kar-wai repite una y otra vez ciertas secuencias de los paseos y parece redundante. Sin embargo, la posición de la cámara —que cambia sutilmente—, el uso de las sombras de los personajes deslizándose por los muros de la calle y la persistencia de ciertas frases arman un discurso acerca de la impotencia romántica ante la necesidad de descubrir y expresar la médula de los sentimientos.

Hay instantes de especial relevancia, también repetidos con voluptuosidad, y donde la anticipación de lo erótico, en la relación de la señora Chan con el señor Chow, se transforma en un mundo autónomo, creciente, que no debe vulnerarse, como en efecto no se vulnera ni se “contamina” con el sexo.

Él está subiendo la escalera del edificio y ella baja y las miradas se cruzan con una mezcla de anhelo, respeto y desamparo. Él mira sus ojos, pero nota el contoneo grácil del cuerpo de la señora Chan, cuyas caderas son enérgicas, poderosas. Ella, por su parte, no deja de advertir la naturaleza reverencial y suplicante de la mirada del señor Chow. Supongo que allí nace toda la imantación posterior.

Coinciden muchas veces, hablan de ellos mismos, de lo que están haciendo, de lo que quizás deberían hacer y de lo que no harían jamás para no ser como los adúlteros con quienes conviven.

Y entonces nos damos cuenta, antes de que ellos lo hagan, de que el señor Chow está fascinado por la señora Chan hasta el punto de amarla —llega a decírselo—, y que en ella la atracción hacia Chow se manifiesta de modo inequívoco, cuando ensayan la futura despedida —el momento en que se dirán adiós— y el llanto la invade. Cada quien fantasea con la idea de irse con el otro, pero ninguno de los dos decide hacerlo.

Un jardín de postergaciones.


Este monstruoso desencuentro

Los años pasan, el señor Chow se marcha, como la señora Chan, y entonces un día ella regresa con un niño —no sabemos si es hijo del señor Chan o de otro hombre— y se reinstala en el edificio. Nadie la reconoce. La antigua casera ya no vive allí.

En otro momento posterior el señor Chow vuelve, con un regalo para la señora Chan. Cuando pregunta por ella, como si el tiempo no hubiese transcurrido, un hombre le dice que al lado viven una mujer y un niño. Chow —acaso por la presencia del niño— no asocia a esa mujer con la señora Chan y ni siquiera toca la puerta para averiguar. Este monstruoso desencuentro es absoluto e incalificable. Y solo el espectador sabe de él.

El señor Chow conocía que los antiguos, cuando querían guardar un secreto no compartido, subían una montaña, buscaban un árbol, practicaban un agujero en la corteza, decían allí las palabras del secreto, susurradas, y, por último, taponaban el agujero con hierba y barro.

Chow se va a Camboya, al templo de Angkor Wat, y en uno de los muros, mientras es observado por un peregrino (un niño), dice el secreto de su amor. O el secreto de su actitud, por medio de la cual pudo preservar algo de la pureza, o algún fragmento sagrado de su paisaje interior, tal vez el único de su vida. Pero de esto no tenemos ninguna seguridad. Tan solo de la visión tristísima de un hombre que renunció al amor práctico —físico, hacedero, material— para irse al templo de Vishnú y dejar allí, en la oscuridad de la piedra, una parte de su alma.






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