La Habana gótica: caminando hacia el castillo del asesino

¿Se espera de nosotros, visitantes y espectadores de la Historia, que seamos optimistas y que acatemos el horror en tanto cosa de la Historia —que no volverá a pasar, que no regresará—, como el Holocausto o Shoá —pondré este ejemplo—, que nace en la Endlösung, o la llamada “solución final” de los nazis ante el “problema” judío? 

Pero no es lo mismo un visitante de Auschwitz que escucha la voz de los muertos —real o imaginariamente—, que ese mismo visitante, en condiciones especiales, moviéndose una noche por entre las cámaras de gas y que de repente oye un silbido, una respiración entrecortada, vacilante, en forma de susurro. 

En la primera experiencia hay un horror dolido, que puede hacer llorar. En la segunda, nace el espanto. La primera es hija de la poesía, de una épica que acaso se asocie a lo hímnico, a las odas. La segunda pertenece al orbe de lo sobrenatural, especialmente si —ficción de ficciones— el visitante entra en una de las cámaras y descubre que algo vive o sobrevive allí, en una latencia a medio camino entre la vida, el padecimiento incesante y la muerte.

Se espera mucho de nosotros. Yo creo que demasiado. Las brujas fatídicas profetizan a Macbeth: Be lion-mettled, proud, and take no care who chafes, who frets, or where conspirers are: Macbeth shall never vanquish’d be until great Birnam wood to high Dunsinane hill shall comer against him (“Ten el brío de un león, sé altivo y no atiendas a quien se incomoda, conspira o se inquieta: Macbeth no caerá vencido hasta el día en que, contra él, el bosque de Birnam suba a la colina de Dunsinane”). 

Estamos en el futuro. De cierta manera, el fin se parece al futuro, o al revés. El único consuelo será que no habrá más de lo mismo.

Estamos en el futuro. De cierta manera, el fin se parece al futuro, o al revés. El futuro espejado en el fin. Shakespeare lo sabía. El único consuelo será que no habrá más de lo mismo. O eso creemos, llenos de esperanza. 

El Gótico es un universo lleno de personajes generalmente introspectivos y de espacios contaminados por la maldad —en sus formas más usuales, regulares o canónicas— y de monstruos e historias atroces. Es un orbe-mecanismo revelador de verdades horribles que esos personajes quieren ocultar, proteger u olvidar. Un sistema —no estaría mal llamarlo así— al que no le queda más remedio que reconstituirse, una y otra vez, dentro del relato, y por eso su carácter es, en lo esencial, novelesco.

Supongamos que algo se tuerce otra vez. El exterminio actual de los judíos —imaginemos ese absurdo lógico en una distopía— sería no en las cámaras de gas, sino en la sistematicidad rítmica de la expulsión, el descrédito, el asesinato de la reputación, la vigilancia en busca de pruebas, la condena, la cárcel, el gueto. Vigilar y castigar (Michel Foucault). ¿Carceri d’invenzione, eh? Quizás.

El mundo gótico, espacio-tiempo mental de la cultura, siempre existió, aunque el nombre alcanza su estabilidad en el siglo XIX con la entrada de ciertos toques medievalistas en el imaginario romántico. 

El Gótico es un universo lleno de personajes generalmente introspectivos, revelador de verdades horribles que esos personajes quieren ocultar, proteger u olvidar.

Pero en el siglo XVI William Shakespeare lo prefiguró con una nitidez llena de referencias dramáticas donde lo ominoso y el mundo del mal adquieren una musculatura y un ritmo constantes, hasta que aparece un artista: Giovanni Battista Piranesi. 

En meditaciones sobre los grabados de Piranesi, bien conocidos por la posteridad bajo el título de Cárceles imaginarias (Carceri d’invenzione), Aldous Huxley y Serguei Eisenstein coinciden en decir que allí nace, modernamente, el ámbito de lo extraño y lo siniestro. 

Las carceri subrayan lo fatídico, lo aborrecible, lo que tiende a alejarse de la buenaventura y de la luz. Sin embargo, siempre habría una suerte de luz aciaga en el Gótico: esa que permite ver o adivinar la monstruosidad. 

Y se trata no tanto de la monstruosidad física, que podríamos relacionar con el aparato del carnaval y de lo pantagruélico —recordemos lo monstruoso como derivación de cierto conceptismo que hace las paces con el barroco—, sino más bien una monstruosidad del alma, del paisaje interior, de secretos sorprendentes e inimaginables que no se quieren revelar, a no ser que sea forzoso hacerlo y, en efecto, se haga, pero lentamente, paso a paso, para que el monstruo, que siempre tiene sus defensores, nos deje con la boca abierta.

Dice Macbeth, rey asesino, tiránico, ebrio de poder: All causes shall give way: I am in blood stepped in so far that, should I wade no more, returning were as tedious as go over (“¡Es preciso que todo ceda ante mí! Estoy tan sumergido en la sangre, que, si no avanzara más, retroceder sería tan difícil como seguir”). 

Sin embargo, siempre habría una suerte de luz aciaga en el Gótico: esa que permite ver o adivinar la monstruosidad.

Bien por ti, Thane de Cawdor. Ya da lo mismo que sigas o que retrocedas. Ocurre que la maldad, el horror y la mentira pueden alcanzar el punto de no retorno.

He estado leyendo a Shakespeare desde hace cuarenta años.

Más allá de contextos y superficies, el Gótico se sostiene en algo extraordinariamente corrosivo: el secreto.  

Los relatos góticos clásicos, llenos de violencia física y sicológica, están ambientados en escenarios pavorosos y desolados —hasta ahí vamos bien: la desolación y el pavor son parte de lo nuestro, ¿no? 

Por lo general, un castillo, una casona, una abadía en ruinas, o una mansión laberíntica —esto ya es literatura y ensueño romántico. En los relatos góticos clásicos, dominados por el misterio, el secreto, una constante sensación vinculada a lo aciago, la tristeza y lo funesto que nos lleva al terror —¿les suena?—, abundan las habitaciones encantadas, los objetos significativos y los pasajes subterráneos, los ruidos recónditos y temibles —imaginación romántica, repito—, las verdades que no pueden revelarse —oye eso, rey ensangrentado: ¡caliente, caliente!—, las tumbas profanadas, las escaleras secretas y los fantasmas. 

Pero acá no hay fantasmas. O al menos no de ese tipo. Aunque si te pones a pensar en los muertos… 

En estos tiempos hay que crear, al menos, ciertos mundos privados. Mundos fuera del Palacio, fuera del alcance del Palacio.

Estas cuestiones se encuentran traspasadas por el sentimiento de lo bello y lo sublime —entendidas ambas categorías según las ideas de Edmund Burke e Immanuel Kant, digamos—, de donde brotan —con el recogimiento, el rechazo, la inevitable atracción y el estupor— lo fantástico y lo sobrenatural debido a estados de la conciencia que el Romanticismo reservó a ciertas metáforas de lo portentoso, desde la perspectiva del alma infinita —como creía Charles Baudelaire—, lo íntimo y la espiritualidad atormentada. 

Tales son los fundamentos sobre los cuales se eleva el Gótico, que alcanza su expresión más duradera —y una legibilidad para todas las épocas de la cultura— precisamente porque el Romanticismo llega a transformarse en un movimiento universal, con gestos, enunciaciones, apariencias y discursos que mutan y se enriquecen de época en época.

Ahora bien, en cuanto a lo anterior, habría que decir que ese gótico inmediato, al alcance de la mano, tangible y hasta respirable, trae hoy, aquí, un compromiso con una belleza revulsiva y en estado de ignición. Una belleza activa y pugnaz, que no es romántica —de acuerdo con los estándares— y sí lo es, porque está en función de crear un enclave propio, un emplazamiento de la libertad del cuerpo y el espíritu en tiempos y circunstancias en que la libertad es un bien que vale mucho y se convierte en trofeo riesgoso. En estos tiempos hay que crear, al menos, ciertos mundos privados. Mundos fuera del Palacio, fuera del alcance del Palacio, o más bien fuera del alcance de los asesinos que Macbeth envía contra sus enemigos. 

La belleza gótica de La Habana es pendenciera y agresiva en el mejor sentido, pues busca rescatar al sujeto y levantarlo por encima del detritus ideológico.

Lo más peligroso de este mundo es la emancipación radical del yo. 

Todo eso deriva directamente del pathos según Aristóteles: lo emotivo y lo sentimental como agentes de transformación. La belleza gótica de La Habana es pendenciera y agresiva en el mejor sentido, pues busca rescatar al sujeto y levantarlo por encima del detritus ideológico. Ese sujeto, libertario e inconformista, se pone, pues, en peligro, puesto que usa su voz. La voz propia. Es un sujeto que acaba por ser ácrata en medio del absolutismo.

Lo que Serguéi Eisenstein quiere decir cuando habla de la continuidad vertiginosa de la perspectiva en las Carceri d’invenzione, es que Piranesi nos ofrece un mundo inacabadamente infinito, o infinitamente inacabado, que se abre tras de sí —tras sus propios detalles, diríamos— de manera repetible

La enormidad, en comparación con el sujeto humano común, no sugiere otra cosa que el escándalo metafísico de su propio corazón. Es como si Piranesi hubiera visto el interior de una parte de la extrañeza humana y hubiera subrayado, de esa forma, la vastedad de un paisaje interior que amenaza con decirnos que el hombre es ilimitado, lo mismo para el bien que para el mal. Cosa que resulta, por supuesto, muy inquietante, aunque no nos toma por sorpresa porque hay pruebas más que suficientes.

Dicen que en La Habana gótica impera, gobierna o manda eso que aún se denomina la Revolución. A estas alturas, ella es ya como una novia tóxica. De esas que exigen fidelidad absoluta. Quiere mantener a millones de novios a su lado, pero no hace prácticamente nada para que eso ocurra. El número de novios disminuye.

La Revolución quiere mantener a millones de novios a su lado, pero no hace prácticamente nada para que eso ocurra. El número de novios disminuye.

Anhela una aprobación explícita, impone límites colosales, se expresa con una emotividad altisonante, amenazadora, restrictiva, y suele ser insensata y brutal. Es egocéntrica, subraya una y otra vez que hay muchas cosas que se le deben. Quiere tener razón en todo y es profundamente insegura.

Mientras tanto, y entre tanto barullo doloroso, uno hace una pausa. Hay una idea/imagen que podría obsesionarme —pero suavemente. ¡Estamos en el Caribe! En el tétrico y deleitable malecón de La Habana gótica, durante la noche rociada por la sal de la bahía, hay putos —y putas y putes o putxs. 

El espectáculo es maravillosamente libre, limpio, espontáneo, y además silencioso y discreto y tenaz. Y todas esas cualidades generan un tipo especial de autenticidad y de belleza. Presumo que un circunspecto y prudente doctor Jekyll no accedería a articularse con esas criaturas: seres de la verdad de la vida hoy. Tendría que aguardar por la aparición del temerario y exaltado míster Hyde: la sazonada autonomía del monstruo. 

Qué clase de pendejo el doctor.

Las weird sisters, brujas que ven el futuro, engañan a Macbeth y lo condenan. ¡Son Moiras suplementarias, agravadas por la justicia del mal! 

Los soldados del ejército del hijo de Duncan, el rey acuchillado por Macbeth, cortan ramas con follaje para ocultar su número. Son pocos, mas no por ello desconocen la dignidad que de súbito se tiene ante el espectáculo del crimen. No por ser pocos carecen de valentía cuando deciden enfrentarlo. Y caminan hacia el castillo del asesino. 

Todo un bosque va subiendo la colina de Dunsinane.


© Imagen de portada: Prisiones de la invención, de Giovanni Battista Piranesi.




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Quiero que un hombre me mire y me vea

Alberto Garrandés

Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.






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1 Comentario
  1. Parece que sí, que el bosque de Birnam comienza a subir la colina del Palacio de la Revolución, aunque allá dentro nadie sepa quién es Shakespeare.

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