Limbo electivo: la ciudad o el mar



Para Ahmel Echevarría

El de la representación de lo existente y lo inexistente, de lo innegable y lo impresumible, sigue siendo hoy el mayor dilema estético.

Antonio López García, pintor hiperrealista español, ¿no era acaso era el único que podía hacer aquello? Me lo he preguntado varias veces.

Tras visitar La Habana por primera vez, en una época falsamente amable (mediados de los años 80), traía consigo un prestigio técnico (y hasta metafísico) que yo seguía de cerca. Y ahora, viendo otra vez el conjunto tan diverso de pieles, rodillas y piernas sobre la pared citadina (no la marítima) del muro del malecón, tornaba a comprobar que debía ser él y no otro.

El conjunto tan diverso de pieles, rodillas y piernas sobre la pared citadina.

Sólo él podría hacer la serie, poner en bastidores de lino aquella manera de vivir en los bordes, y calibrar el aire triste de la ciudad como un profeta mudo del Antiguo Testamento.

Hoy vuelve, con 87 años y una vitalidad envidiable, a la Isla. 

La mudez de López García es la de quien sólo pinta. No necesita del lenguaje hablado. Tan sólo del lenguaje de la pintura (de cualquier modo, sus cuadros estén llenos de voces y ruidos).

Además, en su caso se trata de un hiperrealista en suspenso. O sea: no es un sectario del detalle que coquetea, jactancioso, con la precisión de la fotografía. Es un pintor. Y un pintor a ratos muy enraizado en la porosidad de Velázquez.

Un pintor a ratos muy enraizado en la porosidad de Velázquez.

Por ejemplo, la cautelosa precisión expresiva de los borrachos que pinta Velázquez en El triunfo de Baco, es la misma que, siglos después, vemos —con unas buenas vueltas de tuerca, claro está— en La familia de Juan Carlos I, de López García.

La mudez de un pintor como él, que pinta armarios entreabiertos, lavamanos, balcones, trozos de calles vacías. El siseo del vino en la vasija llena de esos borrachitos felices. Uno mira, desde cierta perspectiva, y nota que la superficie del vino se mueve.

La preparación de su “serie cubana” (la llama así) no tendría mayores inconvenientes, excepto los derivados del momento de tomar fotos y hacer apuntes. No es que López García necesitara pertrecharse de fotos. Pero tampoco podía poner el caballete en medio de la acera, junto al muro, en diversos puntos a lo largo de los 8 kilómetros de esa gárrula lombriz de piedra.

Vas al malecón, caminas y te sientas y vuelves a caminar y vuelves a sentarte, hablas, bailas, bebes, te tiras a descansar encima del muro… y no pasa nada. Pero si sales de un automóvil con un caballete, una silla plegable, una mesita y una caja con tubos de colores y pinceles, y te plantas ahí, en la acera, los policías vendrían a curiosear al instante.

Los policías vendrían a curiosear al instante.

¿Fotos para trabajar? No. Pero sí. Era la alternativa preferible ante las preguntas.

La serie iba a constar de ocho cuadros apaisados de gran formato: 160×220 cm. Aunque sus medidas ideales eran las de la Olympia de Manet (90×130 cm), con los años López García había empezado a preferir dimensiones bastante mayores, para coincidir, primero, con la expectativa del tamaño natural, y después con la rareza medio simbólica del gigantismo.

El estudio del territorio de los de abajo —así iba a titularse la serie, Los de abajo, en honor a Mariano Azuela, el novelista mexicano (también médico militar y maestro de escuela) que había escrito aquella obra homónima— empezaría con un recorrido, lleno de anotaciones, por un tramo bien largo: desde el Paseo del Prado hasta el monumento al Maine.

López García acumuló pequeños esbozos, anotaciones técnicas, descripciones apuradas, metáforas dudosas y frases que iba oyendo mientras caminaba. Sus andanzas (muy lentas ya, a causa de la edad) lo condujeron también a la Habana Vieja y a las proximidades del túnel de la bahía.

Una de las primeras cosas que comprendió fue que, para conversar, los aposentados en el muro del malecón eligen cuidadosamente hacia dónde mirar: si al océano, o si a la ciudad (su borde accidentado, filoso).

Si al océano, o si a la ciudad.

Entre ellos y ese borde corre la avenida. El océano, parejo, no ofrece más que su misterio en tanto camino y frontera. La ciudad, en cambio, es allí un margen donde se acumulan edificaciones saturadas de contrastes: un remate inclasificable, lleno de lujos y miserias, de opulencia nueva y pobreza antigua.

Dime, en serio, ¿qué te complace más, el mar o el arroyo de la sierra?

Por si las moscas, y porque al anochecer el mar es oscuridad y parapeto (y sombra para quienes hallan, en el sexo urgido, una devoción renovada, por ejemplo), los pies, las piernas y las rodillas dan a la iluminación de la urbe.

No puedes, en algún segmento medio tenebroso del muro, darle la espalda a la ciudad. Te rajan la vida y te roban y te lanzan de cabeza contra el arrecife.

Pero las autoridades, pertrechadas con centenares de cámaras, procuran iluminarlo todo.

¿Será cierto que la observación del arte modifica la inmanencia del mundo? ¿Que la observación del mundo representado influye en el aspecto y en las derivas del mundo? ¿El mundo y su inmanencia son una ficción, una quimera, puesto que el mundo es como es sólo cuando lo vemos y precisamente porque somos capaces de verlo?

¿Será cierto que la observación del arte modifica la inmanencia del mundo?

Otra vez, aquí, las paradojas cuánticas de la observación y el examen. López García no está muy al tanto de estas cuestiones, ni se interesa en ellas, pero yo tenía la esperanza de que sus cuadros dignificaran (ignoro si esa palabra es la correcta ahora) la tensión de la orfandad y de la pobreza: pies colgantes, sucios o limpios, calzados o desnudos, con zapatos deportivos de goma, chancletas humildes, zapatos elegantes, botas muy machas, botines emputecidos y tenis de marca. Pantorrillas peludas y peladas, blancas y negras. O amarillas. O terrosas. Tatuadas o no. Flacas y gordas. Enfundadas, acaso, en jeans ceñidos, o bajo telas incoherentes, desusadas, calurosas.

El hablar de las rodillas y de los pies. Ese hablar. Esa fabla. Fábula. Nada de rostros. No hay rostros. López García no quiere saber ya de rostros, al menos aquí, en el muro del malecón. Dice que hay un lenguaje insonorizado, pero muy expresivo, que se desata cuando dos rodillas se tocan, o se avecinan, o cuando los pies se mueven y manifiestan sorpresa, o nerviosismo, o felicidad, o duda, o impaciencia.

Por cierto, ha tomado nota de una rodilla recién operada. Una faena quirúrgica que busca devolverle a alguien su libertad ambulatoria, para quizás atraerlo al ámbito peripatético de la sabiduría.

Atraerlo al ámbito peripatético de la sabiduría.

Ha descubierto, en esa rodilla, una dignidad sonriente: la de quien regresa a los otros y abandona con firmeza la soledad. Es una rodilla fea, casi repulsiva, pues ostenta una cicatriz cosida con hilo negro de suturas y que parece un ciempiés.

Entonces ocurre algo imprevisto: una mano se posa encima de esa rodilla, la acuna, la mima, la acaricia. No se oye nada. Existe una especie de lejanía del dolor. Junto a ese minúsculo y acendrado paisaje, otro se destaca con denuedo: unos tenis muy usados y muy varoniles acercándose a unos zapatos de obvia masculinidad y de gran estilo, hechos de piel.

¿Qué historia se desgrana allí? ¿La de un CEO que desembarca en La Habana y se aposenta en el muro, procurando darle caza a un jovencito del Cerro o de La Lisa?

Todo puede ocurrir en el muro del malecón. Todo. Hasta la presencia allí del pintor Antonio López García, al anochecer, ávido de diminutos gestos que irán a parar a una serie, Los de abajo, donde La Habana vuelve a repetir su belleza equívoca, su fealdad acrisolada, su metamórfica tristeza.






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