‘Nochescencia’: ir a ninguna parte

Emmanuel Lévinas “habla” de la Isla

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De este lado. Del otro lado.

Si no fuera porque uno sabe perfectamente que allí, del otro lado, no hay ni mente ni conciencia crítica del caos, sino un cúmulo absorto de fetichismos nefastos (que subrayan, al final, la obstinación de enaltecer un utopismo cuya consecuencia es el desprecio por la vida), diríamos que, al caminar por las calles de La Habana (es la ciudad que conozco), todo apunta hacia una nochescencia (que, a diferencia del anochecer geográfico, se refiere al cuerpo, el espíritu, a la condición de lo vital entre la amargura y el descrédito de la noción de futuro).

Lo que Emmanuel Lévinas llama la brusca conciencia de la monotonía del tiempo. Sólo que aquí el tiempo se detuvo y empezó a ralentizarse dentro de la idea del progreso, igual que un tornillo que gira sobre sí mismo. La rosca perdida. El círculo vicioso. La rosca imaginaria que ya ni aprieta ni suelta. Disfunción de la rosca. Mapa del espacio prendido con precarias tachuelas al mapamundi. Isla rodada y rodante. Esparadrapo y curitas.

La rosca imaginaria que ya ni aprieta ni suelta.

A veces tienes la opción de calcular las dimensiones de la profundidad, si lo que te rodea permite que tengas una conciencia de lo sagrado.

¿Habría más sentido si todo fuese no más que un sueño? Pero no lo es. En términos de metáfora absurda, todo participa en una fantasía desordenada.

Hay masacres reales, además. Feminicidios al por mayor, deterioros veloces del cuerpo por falta de medicamentos. Todo intenta desgarrar o desgarrarse: tampoco hay dinero. “Cuba está en candela”, dice un músico que procura establecerse en Europa.

Entre paréntesis: cuando alguien mata a una mujer, el crimen se hace más espeso, más lento, más diverso, dura más en la imaginación y en las “imágenes no imaginarias”.

Discusiones fútiles como complementos de ese goce amargo de lanzar vituperios, en un contexto dominado por las idolatrías y los dogmatismos y la ignorancia y la irresponsable improvisación.

Uno vive hasta un punto, un límite, y ese límite está fijado de antemano. No tengo pruebas, pero tampoco dudas. Y si no fuera así, el universo sería una perfección anárquica y eternamente confusa. Pero tal vez sea ese el propósito.

Una perfección anárquica y eternamente confusa.

Lévinas citando a Heidegger, en quien el sustantivo ser busca verbalizarse. Dice que Heidegger le devuelve a la palabra ser su capacidad de acción perpetua. El “pasar” del ser, su acontecimiento a lo largo del tiempo. El ser pasa, sucede. Ser significa acaecer.

Pero, en lo incierto, no hay posibilidad de ser. No eres. No vas a ser. El “oficio de ser” como puesta en escena, dentro del pensamiento, de una pregunta: qué significa ser. O, en concreto, cómo se mide la significación de ese acto (el acto de ser) en la Isla.

El problema mayor que se le plantea al hecho de ser en la Isla es, parece decirnos Lévinas, cómo conectar lo que resulte de la decisión y el acto de ser (el individuo dentro de sus libertades representacionales) con el acto de constitución de lo real (la conciencia no puede evitar modelar y configurar lo real y el resultado es la dificultad de ser, la dificultad para ser).

Lo dicho cuenta tanto como el decir. Así, pues, el lenguaje enclaustra un conocimiento y un estilo. Si el porvenir de los individuos se equipara a la clarificación del acto de ser (o sea, hacer que ese acto sea efable y pueda describirse), entonces en el contexto cubano la diferenciación entre ser y existir se hace perentoria, rotunda.

El desarreglo básico, el error esencial, de acuerdo con Lévinas (y sigo pensando en un Lévinas que imagina hoy a la Isla sin saberlo, que mide el peso de la isla), reside en considerar que el destino es una meta, un desenlace, un final. El destino está en el presente y es algo que se mueve. No puedes esperar más.

Lo que redime, las ideologías de la redención, los programas redentores. Qué clase de mofa.

Porque uno se niega a reconocer que el destino sea el hecho de que te mueras “redimido” y ya.

Excepto en la intimidad, que posee varias formas enriquecidas hoy por el contraste con la devastación del afuera y por la incertidumbre (de diferentes tipos), la mayor parte de la relación entre los sujetos hoy, en Cuba, se produce en el territorio del dinero y los alimentos y el vínculo entre dinero y alimentos. El tiempo se escapa así. Por una brecha que no deja mucho espacio para pensar.

La mayor parte de la relación entre los sujetos hoy, en Cuba, se produce en el territorio del dinero y los alimentos y el vínculo entre dinero y alimentos.

El tiempo no es tan sólo el desesperanzarse del sujeto a solas consigo, ni exclusivamente el proceso de calibración del mundo desde su perspectiva. El tiempo es, en Cuba, la relación misma del sujeto con el otro, con los otros.

Dejando fuera la intimidad como refugio, el tiempo de los cubanos de abajo (hay una novela mexicana, de Mariano Azuela, titulada así: Los de abajo, donde se alude a las más bajas capas bajas) se vuelve ceniza irreparablemente.

Se busca el tiempo perdido. No hay mucho que hacer con la memoria, excepto fijarla y que sea útil.

Lo que más se ve es un existir, no un ser. Lo privado de la experiencia de ser, que según Lévinas es lo más entrañable y recóndito de uno, va perdiéndose.

Si el mero existir es muy comunicable aquí (en una cola para comprar pollo o picadillo, por ejemplo), la intimidad queda resguardada por una soledad que tiende, en los de abajo, a las semejanzas y las analogías.

Y, sin embargo, hay aislamiento. Cada quien en lo suyo. Cada quien en busca de lo suyo. En tiempos de desastre, el yo se acoraza, se aísla. Aunque también el yo se comparte cuando el desastre se avecina a la desesperanza. Lo que Lévinas llama “engañar a la soledad”.

En tiempos de desastre, el yo se acoraza, se aísla.

En la cola del pollo y el picadillo, el conocimiento compartido es gárrulo, parlanchín y hasta incauto, y se manifiesta, claro, en la magnificación de lo dialógico. Pero ese conocimiento no es, por lo general, un ir a otras “partes” ajenas al pollo y el picadillo (por ejemplo, una obra de teatro, una película, el concierto de Fulano, un serial de televisión), sino que expresa, mayormente, una comprobación de lo real.

La comprobación (evidencias, pruebas y confirmaciones) del desastre económico-financiero. La comprobación del páramo en tanto metáfora. El yo es, casi siempre, el-yo-en-su-relación-con-el-desastre, que a su vez deviene un yo-de-lo-incierto.

El cultivo de la intimidad como reducto. La tonificación y el adorno de la intimidad como emplazamiento. Y, si se habla de amor, habría que decir que ni la alteridad ni lo estrictamente dual desaparecen en una relación amorosa.

La idea de dos personas creando una intimidad en el estilo del búnker y procurando una fusión amorosa, una con-fusión, ¿acaso es hoy una falsedad romántica?

A veces sí, a veces no. Como observa Lévinas, el otro es absolutamente otro y eso no equivale a nada malo ni triste ni lamentable. El otro se fortalece. Se hace más otro.

En un mundo así “cerrado”, mientras más lo es, y mientras más se confina uno a la sobrevivencia crucial y a la urgencia de hacer nítido el mañana, el otro es (ya lo dije) cada vez más otro. Pero en condiciones de amor esa especie de no-conocer no significa privación, puesto que es tan sólo una manifestación de la alteridad.

El amor pervive por encima de lo que Lévinas llama los “fallos del saber sobre el otro”, incluso si el trasfondo, el espacio, el contexto y la atmósfera son los de la ruina.

Escucho, en una de las tantas colas para comprar pollo y picadillo, una frase que me conmueve. Un hombre mayor (de la “tercera edad”) le dice a una mujer, presumiblemente su esposa: No te me enfermes, por favor.

La responsabilidad por el otro, en el otro, es un sentimiento que induce a actuar produciendo una ética que se hace suceso en escala atómica, por así decir.

Algo de esto comenta Lévinas cuando subraya las conexiones entre ética y responsabilidad en un sistema donde conviven el yo, el otro y un tercero.

Una intimidad que espera.

¿La Isla entre la ética y la responsabilidad? No existe. Tan sólo en el espacio irreductible de una intimidad que espera.

“Éramos un ejército autónomo, sin desfiles ni grandes gestos, dedicados al ejercicio de la libertad, el segundo de los credos del hombre, una finalidad tan voraz que consumía todas nuestras energías, una esperanza tan trascendente que nuestras anteriores ambiciones palidecían ante su brillo”.

Así escribe T. E. Lawrence al inicio de The Seven Pillars of Wisdom (Los siete pilares de la sabiduría, las memorias que publicó en 1926). Cada vez que leo esto, me pregunto si es la dignidad el primero de los credos, o la comunión con Dios.

Sea como sea, sin la dignidad no hay Dios que valga.







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Poco antes de la lluvia (un ejercicio jovial)

Alberto Garrandés

La Isla está hecha de palabras y metáforas y muchos de sus componentes van desvaneciéndose, menos aquellos que tienen que ver con el lujo tangible y el desamparo tangible.







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