Limbo / ‘Vortex’

En tiempos de plaga y mortandad, de ojeriza y castigo, de asesinato de reputaciones e hipocresía política, de centinelas y panópticos, uno se entrega materialmente a la calle y sus lides (las excepcionales y las cotidianas) o le da la espalda a todo eso y se retira a la casa y se refugia en ella porque la política y la micropolítica son expresiones concentradas de la economía, como bien dicen los marxistas; se puede dar una opinión pero uno no está para “servir” en las luchas de/entre los poderes. 

La casa es hoy la Casa. ¿Una trinchera? ¿Un parapeto, una excavación, un fortín? ¡Un búnker! Hace pocos meses mi vecina de los bajos tocó a mi puerta (excepcionalmente, puesto que es mujer sobria y no entra en el cubaneo de estos tiempos) para informarme que la vecina de la derecha iba a poner una reja de dos hojas, una para mi escalera y otra para la suya. Mi contribución consistía en conseguir un candado y hacer llaves para todos. 

Luego de su visita, y transcurrida una semana, ya la reja estaba en su sitio y yo había conseguido el candado y hecho las llaves. Mi apartamento se convertía, así, en un retiro fortificado (me acordé de James Joyce) porque primero, y justo en la acera, había que traspasar una reja (la de marras), después una segunda reja (la de la escalera). Dos rejas para llegar a mi puerta. Autorreclusión, supongo. 

A propósito de panópticos habría que hablar del Panopticon, algo tan revelador dentro de la reforma carcelaria de Jeremy Bentham: vigilar para causar, a su vez, vigilancia mutua. Alguien vigila sin ser visto y excusa a Dios de realizar una labor tan fastidiosa. El utilitarista Bentham entra, desde otra época, en el campo de visión de Foucault, y este, en Vigilar y castigar, hace un análisis extraordinario y de una vigencia aterradora.

O sea, te sientes vigilado, eficazmente atisbado, y en el peso de esa “mirada consecutiva” está la invitación a que te vigiles a ti mismo y hagas examen de conciencia. La redención viene tras esa experiencia de la introspección, motivada por el Ojo que se multiplica. Ese ojo mayúsculo representa y es una Razón de Estado. Me refiero a un logos que antaño disfrutó de su condición de doxa indiscutible e indiscutida, pero solo hasta cierto momento en que la visibilidad de lo real puso de manifiesto la enorme riqueza de los detalles y las voces de lo real: voces concordantes y discordantes. La Razón de Estado no es inexpugnable. 

No hay unanimidad. Ni de lejos. Como ocurre en el célebre cuento de Kafka “En la colonia penitenciaria”. Porque si tan solo una voz (la del tan común sentido común) manifiesta su desacuerdo ante un procedimiento y una costumbre atroces, entonces el procedimiento y la costumbre son espurios, ilegítimos y deben ser abolidos. Si no te acuerdas de ese relato te recomiendo leerlo. Nunca viene sobrando la lectura de esas prosas simbólicas que se separan del tiempo y se hacen transhistóricas.

Por cierto, ahora mismo no recuerdo si Bentham sugiere que los vigilados tengan libros. Si acaso una Biblia. O determinados libros que contribuirían a una redención que, en última instancia, equivaldría a conectar todo eso con el “placer de lo útil” (en términos sociales). Bentham, ya se sabe, era un “utilitarista”. Sin embargo, si todo placer debe servir a una causa, ¿adónde van los placeres inútiles? O más bien “inútiles”. ¿O será que Bentham no ve utilidad en la poesía, por ejemplo? O peor: haría como Platón. Echa de la República a los poetas: por inútiles, adulteradores y falseadores de la realidad.

En la casa/búnker hay o debería haber de todo. Libros, música, amistades que uno invita, amantes, examantes, películas, bebidas de distintos tipos (con alcohol y sin él) y alimentos variados (lo que se pueda conseguir). De pronto la casa/búnker va transformándose en un altar para la Cultura. Y, ya se sabe, toda cultura es muy útil y, a la larga, muy placentera. Digan lo que digan. 

Imagino de qué forma debieron de ocurrir las lecturas colectivas de los poemas priápicos, declamados por cortesanas y cortesanos en la exquisita morada de algún senador de la época clásica (me refiero a algún mecenas con poder simbólico y a la vez real en la literatura), como si se tratara de una tertulia llena de lucidez y extravíos. Lujo, clama y voluptuosidad (luxe, calme et volupté), para decirlo con un verso de Baudelaire del que se apropia Matisse para pintar un cuadro. En la antigüedad grecolatina sucedía así, según he leído. 

Si mi sarcasmo floreciera diría que cualquiera, con un poco de recursos, podría sentirse como el príncipe Próspero en su castillo, huyendo de la Muerte Roja. El extraordinario relato de Edgar Allan Poe donde ella aparece se titula, no tengo ni que citarlo, “La máscara de la Muerte Roja”, y es una alegoría de la inevitabilidad del fin. De todos los finales. Hay una plaga, la COVID-19, y un caos económico-financiero y un panóptico visible e invisible. Un panorama muy medieval y absolutista, solo que con nasobucos, celulares, espías y redes sociales.

Hace unos días me llamó por teléfono un amigo que también está en las mismas: alguien puso una reja en la entrada de su edificio, donde también vive, al parecer, una persona a quien no quieren dejar salir a la calle ni a comprar el pan ni a botar la basura. Me invitó a su apartamento a ver una serie de películas eróticas de los años 70 del siglo xx, un conjunto de clásicos menores y apenas conocidos, digitalizados por algunas cinematecas europeas. 

Me comentó, desolado, que la crisis ya invade Facebook. “Pero Facebook siempre ha sido el epítome de la crisis”, dije y me encogí de hombros. “Me refiero a la literatura, ¿te has fijado en ese ejército de nuevos escritores y escritoras que nacen, se reproducen y mueren en las redes sociales?”, me explicó agitado. “Lo banal siempre busca aparentar permanencia, pero lo peor es que lo es de veras… es permanente”, contesté y me dejé caer frente a su computadora. 

“¿Qué quieres ver?”, me preguntó antes de anunciarme que había conseguido un buen café. “Algo que de momento nos saque de esta mierda”, dije y sonreí. 


© Imagen de portada: Christina Boemio.




Marguerite Duras

‘Tusitala’: contar el deseo (II)

Alberto Garrandés

Yo siempre había leído, o entendido a partir de ciertas lecturas, que la vida íntima no debía ser materia prima de ningún texto; a la par, también era testigo, una y otra vez, de demasiadas excepciones que contradecían ese credo.