Wunderkabinett (jam session)

En toda mi vida nunca había visto un deseo tan urgente,
ni un ansia tan apasionada y de tanta pureza.
Goethe

Dedicado a quienes necesitan salirse de lo real,
y alcanzan a hacerlo por medio de la inmersión en un libro.


Como la noción de realidad y la realidad en sí se hacen cada vez más duras (más exigentes, más ásperas, más abrasivas), y como (de momento) no podemos hacer nada excepto atenernos a sus derivas y sobresaltos (porque ellos son los que cuentan y no las intenciones, que se confunden con una idea cínica, abstrusa y podrida de la esperanza), podríamos abrir un agujero en la pleura que protege los pulmones de lo real, para que dejen de simular que son los agentes de la respiración.

Uno está en riesgo, a toda hora, de que se agudice el EPOC (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica) o que ocurra un trombo-embolismo. El coágulo sube rapidísimo, tapona alguna arteria pulmonar y poco después te mueres a causa de una insuficiencia ventricular. Nada que hacer salvo intentar tomar, a tiempo, una superdosis de aspirina.

No hay aspirina. Se intenta llamar a una ambulancia. No hay ambulancia. Conozco a un tipo que, al no hallar una ambulancia para su madre, se fue a una esquina con un cartel que decía cuatro cosas. Literal: CUATRO COSAS.

Como el tipo era muy raro (aunque poco menos que su enigmático cartel), consiguió llevar a su madre a un hospital y salvarle la vida. Después se vio obligado a dar explicaciones. El número 4 es inmaterialmente omnipotente.

Pero el Sol también sale. Se eleva por encima de uno. A través del agujero puedes asomarte y escapar un poco. Esa es una palabra muy bonita, escapar, aunque el acto en sí deja un mal sabor inigualable. Se supone que no necesites escapar.

Entonces el agujero se agranda y topas con otra palabra: Wunderkabinett.

Ahora viene la fantasía que, al mismo tiempo, es un acto de modelación. Acto que, a su vez, se convierte en un sistema-abierto-en-equilibrio. Este, al cabo, contribuye al entendimiento de eso que antes se denominó “educación sentimental”. Habrá que revisitar la novela homónima de Gustave Flaubert.

Digamos que estaría muy bien caminar por la Atenas del siglo XIX y darle la vuelta a la roca de la Acrópolis. No digo subir al Partenón, sino caminar por debajo, siguiendo la curva de la calle que la circunda (allí estuve, hace años), y tocar la puerta de la casa-museo (un Wunderkabinett) del señor Nomikos. O visitar el gabinete de curiosidades internacionales del doctor Jouvette, en París, también en el siglo XIX.

Lo importante no es el espacio, sino el tiempo, de modo que también podría tratarse de La Habana de 1889, donde también hay otro gabinete, otra cámara de maravillas.

Sin embargo, ahí no hay frascos de vidrio con alcohol, ni cajas de cedro con bolitas de naftalina. Libros, sí. Libros selectos. Libros para lisonjear, reformar, amoldar, perturbar y encender el espíritu.

Supongamos que, en ese año, a La Habana llega un enviado secreto del cónsul del Uruguay en New York: José Martí. Supongamos que el enviado de Martí se presenta en casa del doctor Lucas de los Santos en busca del poeta Julián del Casal, que es visita común allí.

El enviado, hombre de escasísimas palabras, trae publicaciones de la editorial Appleton y una carta. La carta no es de veras una carta. Es una lista de libros. Debajo de la lista, hay unas líneas. Son instrucciones. Casal debe acudir al Campo de Marte y buscar cierta calle cercana y preguntar por Tomey, un librero. Y darle la lista.

Momentos literarios. Y no de la poesía, sino de ciertas novelas. Momentos que hacen de esos libros una ruta sentimental, un aprendizaje, una infinity pool. Momentos conservados y que puedes examinar.

El momento en que Werther, obnubilado por el amor (y el deseo: no hay que llamarse a engaño con respecto a los ultrarrománticos), juega con las pistolas decorativas, pero funcionales, de Albert, el prometido de Lotte, la mujer de quien Werther se ha enamorado irremisiblemente.

El juego, y el diálogo que este suscita, son anticipatorios del suicidio de Werther, y juntan por primera vez, en la literatura, la pasión amorosa con la locura, sobre un trasfondo dominado por la idea de la libertad, la nobleza y lo inesperado (lo no razonado ni calculado, es decir, lo espontáneo, lo verdadero, lo sincero, lo irracional).

Ese momento da libre curso a un frenesí perfectamente moderno y encorsetado, claro está, por normas de conducta social que, empero, no lo hacen callar: “He estado cien veces a punto de abalanzarme sobre su cuello”, revela diferenciándose apenas de un vampiro.

Eso le cuenta Werther a su amigo Wilhelm, el destinatario de sus cartas, cuando recuerda la harto sensual figura de Lotte, quien, movida por los celos de Albert, ha tenido que restringir las visitas de Werther.

Y Lotte, sin saberlo, o acaso muy consciente de ello, lo destroza, “lo suicida”: le pide moderación y le confiesa que sólo puede ofrecerle compasión. Y ahí empieza el fin. Estamos en Las cuitas del joven Werther, de J. W. von Goethe, el primer bestseller del Romanticismo, publicado en 1774. 

El momento en que Mathilde de la Mole se monta en su carruaje y, sobre el regazo, lleva la cabeza cercenada de Julien Sorel. Este ha intentado asesinar a Madame de Renal, su antigua amante. Y aunque ambas, esta y Mathilde, piden y esperan un indulto (él es, dicen ellas, un joven impulsivo, apasionado y bueno), Sorel sale de la cárcel directo a la guillotina. Y no tanto por sus actos violentos, sino en especial por sus agrias manifestaciones en contra de los Poderes Establecidos.

He aquí a un preso político disfrazado a la fuerza de delincuente. Nihil novum sub sole. Mathilde besa la cabeza de Sorel antes de enterrarla. Es, en definitiva, la cabeza del padre de su hijo, que está por nacer. Lo macabro no arruina ese último gesto de amor. Nos encontramos en El rojo y el negro, de Stendhal, su novela de 1830.

El momento en que Catherine Earnshaw, en la cocina de la mansión, le confiesa a Nelly (especie de gran madraza doméstica) que ama a Heathcliff, pero que unirse a él la rebajaría socialmente. El diablo y el Mal habitan en los detalles (los expresados y los inexpresables), y la verdad, por su parte, no está ni en las palabras ni en los hechos puros.

Catherine le explica a Nelly que, al casarse con el pálido señor Linton, surgiría un amor suave, cambiante, despacioso, ¿mediocre?, y lleno de seguridades domésticas.

Sin embargo, su amor por Heathcliff tiene, le confiesa a Nelly, la fuerza de las rocas eternas que sostienen el mundo, y el mundo sin Heathcliff sería un páramo donde ella no podría existir. Y exclama: “Yo soy Heathcliff”.

Y añade que él permanece en su mente no sólo como el origen genuino de todos sus goces, sino como su propio ser, porque ella y él son lo mismo. Estamos en Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, su novela de 1847. Heathcliff se aleja de todo y de todos por espacio de tres años, y regresa rico, poderoso, oscuro, con el alma ensangrentada.

El momento en que, durante la revelación social de su infidelidad, Anna Karenina espera, junto a su amante, el conde Vronsky, la decisión de su marido de concederle o no el divorcio, y descubre que Vronsky, después de las deliciosas trepidaciones de la aventura, podría estar enamorándose de alguna otra pretendiente, y que la pasión amorosa que antes alcanzó a estremecerlo quizás haya disminuido.

Los diálogos entre ella y él ya acaban, inevitablemente, en discusiones punzantes, y el otrora tierno cariño de Vronsky tal vez esté matizándose con un sosiego y una seguridad incómodos. En consecuencia, los celos son cada vez más fuertes.

Vronsky le confiesa que a veces ella le resulta insoportable, y Anna infiere que, al final, es bastante posible que ella se transforme en la típica mujer abandonada. Ese momento, largo y pespunteado por un enjambre de matices cada vez más sombríos, nos revela la maestría literaria de Tolstoi —estamos en Anna Karenina, su novela de 1877—, pues se constituye, ni más ni menos, en el dilatado umbral de un salto al vacío, a la muerte, a la autodestrucción.

Con posterioridad a ese momento, tras un vestíbulo de puras meditaciones tan lastimeras como lóbregas, Anna, desolada, en medio de un irreversible desamparo emocional, comprende (así lo resuelve) que la muerte es su única salida digna, y va a la estación de trenes y se arroja bajo las ruedas de un vagón.

Post scriptum: Un frac azul y un chaleco amarillo. Así vestía Werther cuando, sentado frente a su escritorio, se da el tiro que le despedaza un ojo y parte del cráneo. Se dice que por la época en que apareció la novela de Goethe, esa vestimenta y esos colores hicieron parte esencial de un merchandising muy significativo, y que no eran pocos los jóvenes que se presentaban en los salones vestidos así y buscando novias.

Morir de amor, y morir contra el desamor (lo cual puede metamorfosearse en una metáfora muy abarcadora) acaso sean formas escandalosamente lúcidas de protestar.





Fragmento de un libro en preparación sobre el diseño novelesco de las poéticas del sentimiento amoroso entre 1774 y 1928 (del Werther de Goethe a la Lady Chatterley de D. H. Lawrence).




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En el ‘resort’ con Sleeping Beauty (recuerdos del futuro)

Alberto Garrandés

Sentí aquel aroma, tan suyo, a flores y sudor. Me enloquecía, pues lo imaginaba trepando desde el interior de su vagina.






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