La vida del director de cine es dura. Muy dura. Imagínate que tu trabajo no solo depende de ti. No está en tus manos. Necesitas un equipo de gente y necesitas dinero. Mucho dinero.
Un director se pasa la mayor parte del tiempo esperando o buscando el dichoso dinero. Tienes que tocar muchas puertas, sonreír cuando no tienes ganas de sonreír, ir de coctel en coctel contando tu película, a ver si cae algo. Son muchos los casos de gente que se endeuda, vende su casa o queda en bancarrota por tratar de contar una historia.
Y cuando logras conseguir el dinero y filmas… llega la gloria. Una semana, tres semanas, seis semanas de rodaje… y ya. Vuelves a empezar de cero. Tienes que esperar años para volver a trabajar. Y el sufrimiento no acaba ahí: hay películas que nunca se logran terminar y otras que sí, pero nadie las ve: acaban en una gaveta.
Hay muchas películas en el mundo y mucha gente haciendo películas. Por ello la mayor satisfacción de hacer una película está en eso: en hacerla. Cada año se gradúan miles de nuevos directores de cine de todas las escuelas del mundo y la mayoría, con el paso del tiempo, tiran la toalla.
Vivir para filmar te puede costar no tener una familia, acabar sin amigos, terminar en la pobreza y en el olvido… Es por eso que mucha gente no aguanta: se reinventan y pasan a otra cosa.
Jorge Molina es el director de cine cubano que más resistencia tiene. Para él “tirar la toalla”, darse por vencido, no es una opción. Sin embargo, no la ha tenido nada fácil: su propia vida podría ser una película bien emocionante. Así y todo sigue haciendo cine, como sea, con lo que sea. Si tiene 200 dólares, los guarda. Poco a poco, paso a paso.
La mayoría de sus compañeros y alumnos sí se han “rajado”, dejando atrás sus sueños de dirigir. Esto a Molina le duele. Y lo va dejando cada vez más solo. Solo con su sueño: Cine o Muerte. Hay que ser muy fuerte y muy íntegro para seguir.
Es un jueves por la tarde y Molina ha venido con su hija Paola a mi patio. Lo conozco desde hace años y tuve la oportunidad de dirigirlo en Los Baldwin, uno de mis cortos. Verlo trabajar es una gozada; la verdad es que es el alma de esa peliculita.
Conversamos. En un momento me cuenta que cuando la niña era pequeña, en un momento en que él estaba entretenido le dejó caer una lata de leche condensada en el pie. Pensó que le había hecho mucho daño, pero a los pocos segundos su niña estaba riendo. Molina me dice que él se siente así: como un niño de goma. Se cae y se levanta. Esa es la dinámica. No dejarse vencer. Los hijos de puta no pueden ganar.
La culpa de todo la tiene su mamá, que lo llevaba de chiquito al cine. Él tenía una cosa a su favor, y es que no lloraba. La luz proyectada lo dejaba encandilado, como un gato. La pantalla le robaba toda su atención.
Nacido en Palma Soriano en 1966, a los 10 años Jorge Molina vio Los malos duermen bien, de Akira Kurosawa, y se volvió loco. Quería ser Toshiro Mifune, pero también quería ser el que estaba detrás de la cámara. A partir de ahí empezó a investigar y a buscar revistas, libros, publicaciones sobre cine y directores de cine. Todo esto en un pueblito de Oriente.
Era un cinéfilo tan respetado que los mismos administradores de los cines lo dejaban entrar a ver las películas prohibidas para menores, las que eran solo para adultos. Incluso llamaban a su casa y le decían a su mamá: “dígale a su hijo que venga”.
Se convirtió en una obsesión. Mientras otros se dedicaban a jugar o a noviar, él se dedicaba al cine. Su novia era el cine.
Ya en la adolescencia, le roba un dinero a sus padres y se compra una cámara Kodak de 8mm. Comienza a hacer peliculitas antropológicas sobre el comportamiento sexual del campesinado adolescente. O sea: empieza a filmar a sus socios templando con yeguas, cabras, etcétera.
Algunas de esas peliculitas las logra revelar en los estudios de animación de Santiago de Cuba. Imagínense la sorpresa de los trabajadores del lugar al ver una de aquellas copias.
Luego de estudiar Licenciatura en Historia, o Historia del Arte, Molina se presenta a los exámenes de actuación en el ISA. Siempre buscando la manera de moverse hacia La Habana. Aprobó actuación, pero nunca entró a la escuela.
En 1986 abrió la Escuela de Cine de San Antonio de Los Baños. Era muy difícil entrar. Se presentaban cientos de personas y solo otorgaban dos plazas para los cubanos. Las pruebas se hacían a través de la federación de cineclubes. Las planillas las mandaban a las instituciones, pero en el Pedagógico no te las entregaban porque no querían que hubiese éxodo de estudiantes. Molina, junto con su amigo Charón, fue a ver a Mario Piedra para preguntar cómo hacer… y ahí accedieron.
La prueba de Molina fue de las mejores. “El guajirito le partió el culo a todo el mundo”, me cuenta. Pero luego, ese año, por alguna rara cuestión, no se abrieron las puertas de San Antonio para los alumnos y tuvo que irse a la Unión Soviética a estudiar. Regresó por la caída del campo socialista. Es entonces cuando empieza a estudiar en la EICTV.
En 1992 llega su primera gran obra: Molinaʼs Culpa.
Desde ese momento, tuvo el presentimiento certero de que toda su vida iba a estar al margen de la industria. Supo que nadie lo iba a querer. En el Taller de la Crítica de Camagüey de 1993, el obispo de esa ciudad protestó con una carta dirigida a Juan Antonio García Borrero, preocupado por lo blasfema que era la película.
Con Molinaʼs Culpa le quedó claro al país el tipo de cine que este hombre iba a hacer. Un tipo de cine que el país no esperaba que nadie hiciera. Su obra no tenía nada que ver con Cuba; era universal. Sus referencias eran las películas que lo habían obsesionado de niño. Contar esas historias, alejado de todo tipo de esnobismo, le trajo muchos enemigos. Era masticado, aceptado, pero no tragado ni querido. “No me parezco a nadie”, me dice.
Molina no tiene problemas con la duración de sus obras; para él, si es una buena película, da igual que dure una hora o veinte minutos. Es tan rebelde que no cree en eso de cortos o largos. De hecho, cuando ha bordeado los límites, a punto de tener ya un largometraje, y le han pedido más tiempo, él ha dicho que no. No se vende por nada ni por nadie. La película es lo principal. Lo único.
Molina no hace películas para festivales. Las hace para él. Para exorcizar sus demonios, que son muchísimos, como sus ganas de matar. Como la sociedad no le permite andar de vengador anónimo, canaliza la ira en su arte.
Molina me cuenta que él tiene una ventaja: filma bien, filma rápido, filma barato. Y no entiende cómo, siendo tan especial, no logra el financiamiento para sus películas. Porque podría hacer rico a cualquiera. “A esta altura de mi vida, estar mendigando dinero es duro”, se queja.
Quizá el problema es que Jorge es como un caballero medieval. En otra época, sería adorado por todos. Nació en un mal momento y en el lugar equivocado. No estamos en la Italia de los 70.
Molina siente que el mundo está lleno de “infladores”: mentirosos que no saben filmar y que no paran de hacerlo. Hacen películas de las que nadie va a hablar mañana. Quizás, como Van Gogh, tenga que esperar a morirse para que su obra agarre la importancia que tiene. Contra todo esto, para no llenarse de odio, Molina perdona y se reconcilia con sus enemigos.
Sus películas, centradas en la obsesión por el cuerpo y la muerte (Culpa, Fría Jennie, Test, Solarix, Mofo, El hombre que hablaba con Marte, Fantasy, Ferozz, Borealis, Borealis 2, Rebecca, Margarita…) son buscadas por todos. Molinaʼs Ferozz llegó a los 15 millones de vistas en YouTube hasta que fue retirada.
Preocupado por la deshumanización y el uso de las nuevas tecnologías que están idiotizando al mundo, Molina cree que hemos perdido lo más bello del ser humano: “Antes la gente se ponía a apretar, a besarse, había más contacto”, dice. “Ahora todo es a través de los móviles. El sexting antes que el sexo. Un horror”.
Cuando le pregunto cómo vive, cómo sobrevive, dónde consigue el dinero, me dice que no sabe. Da clases, mal pagadas; a veces, cuando puede, actúa. Gana poco y con eso trata de mantener a su familia y llevar a cabo sus proyectos. Lo ayudan familiares y ex alumnos. Vive de la caridad pública. Gente que lo quiere.
Para alguien que el cine lo es todo, puede ser difícil llevar el lado familiar. Pero ni por un segundo ha dejado de ser un buen padre. Me dice: “Brother, yo sí me creo de verdad la historia. La única manera que tengo de ser feliz es poniendo una cámara y contando algo. La familia compensa. Pero necesito las dos cosas y es difícil porque el mantener a la familia me condiciona”.
Y la familia piensa que debe hacer cine. Lo apoyan, pero no les gusta el cine que hace. Creen que debe hacer un cine más fácil para el público. Gustar más. Para que sea más aceptado. No entienden que el artista tiene que ir en contra de los preceptos establecidos. Si no, no es artista. No tiene que ver con izquierda, derecha, centro… Es una cuestión de no ir con el rebaño.
Molina me cuenta: “Artista es alguien singular. Mi mujer pasó trabajo para entenderme. Tener una situación austera, cuando las niñas quieren tener cosas, zapatos, teléfonos y al mismo tiempo ahorrar para mis películas… Es complicado”.
Marleny Almaguer, su esposa, lleva 25 años soportándolo y le ha dado dos hijas: Paola y Laura.
Marleny y él se conocieron en el central Chaparra. Ella era amiga de su prima. Se vieron, se conocieron, y empezó la aventura. Es una mujer que lo ha apoyado en las buenas y en las malas. En las más duras, cuando se deprime (porque Molina es humano) allí está ella para decirle lo que vale… Y lo levanta.
Hablamos de la preocupación de las copias. Cómo mantener a salvo tantas películas. Tiene discos duros, y algunas incluso en casetes de los viejos. Es complicado; es una lucha constante contra el olvido.
No cree en los storyboards: es un lujo que no puede darse. Además, tiene la capacidad de no dudar. Molina sabe enseguida dónde va a poner la cámara. Lo tiene todo en su cabeza. Ningún problema de producción le puede afectar en el set, siempre tiene algo que inventar. Cambia. Se adapta. Es un animal de cine.
Adora La película del Rey, de Carlos Sorín. Y dice que el día que no encuentre actores o actrices, usará maniquíes, se vestirá de mujer, de anciano, hará diez papeles. Lo que sea. Pero no parará de filmar.
Para terminar, jugamos al cuestionario.
Un fetiche:
La lluvia dorada. Me han orinado en par de películas.
Se acerca el fin del mundo y solo puedes salvar tres películas tuyas…
Molinaʼs Culpa (1992), 18 min.
Molinaʼs Ferozz (2010), 73 min.
Molinaʼs Margarita (2018), 46 min.
Tu equipo ideal:
En la fotografía, Yanelvis Gonzales y Javier Pérez. En la edición, Miguel Lavandeira. Walter Murch en el sonido. Onelio Larralde como director de arte y la vestuarista Anisleydis Boza.
Cinco actrices y cinco actores cubanos:
Yuliet Cruz una excelente actriz, con un nivel de riesgo increíble. Rachel Pastor: mi musa, prácticamente. Dayana Legrá. Idalmis del Risco. Y me gustaría trabajar con la presentadora de la televisión Karina del Valle, para ponerla hacer de Cleopatra o Pocahontas.
De los actores: Roberto Perdomo, posiblemente el más interesante. Los directores no han sabido sacarle partido. Era bueno en teatro, con un físico inmenso. Pero no ha sido aprovechado. El único que lo he aprovechado soy yo. Sus personajes importantes se los doy yo.
Luis Alberto García es otro actor que tiene mucho que dar. Y Mario Guerra. Y Alexis Díaz de Villegas. Y otros buenos a los que el alcohol los está llevando al cadalso y ya no sé si pueda trabajar con ellos.
(También le gusta trabajar consigo mismo. Porque es un actor de pinga).
Cinco actrices y cinco actores extranjeros:
Nicole Kidman antes de la cirugía; Famke Janssen; Steffania Sandrelli; Natalia Andrejchenko y Monique Van de Ven.
Mickey Rourke el primero; Robert de Niro; Joaquin Phoenix, aunque prefería al hermano: River Phoenix, y Juan Diego.
Películas favoritas de género:
Los viajes de Sullivan, de Preston Sturges.
Kronos, de Kurt Neumann.
La noche de los muertos vivientes, de George Romero.
La muerte sonríe al asesino, de Joe dʼAmato.
The Killer, de John Woo.
Tarantino es grande, pero es un remedo de todo esto.
Referentes internacionales:
Todo Orson Welles. Todo Billy Wilder. The Wild Bunch, de Sam Peckinpah. Tinto Brass.
Película cubana favorita:
Ninguna.
Pero te obligan a decir una… Te ponen una pistola en la cabeza…
Yo respeto y no niego la calidad. Pero mis influencias son otras. Si tuviera que responder, mejor te digo directores: Ramón Peón, por el animal cinematográfico que era, porque filmó y filmó. Titón, por la inteligencia. Y Guillén Landrían, por la locura.
Nos despedimos. Me pide un guion para una película. Está pensando en hacer un largometraje con un celular. Me enseña los lentes. Tiene guardados 250 dólares. Su mujer le va a prestar su móvil, que es mucho mejor.
Se aleja embullado.
Sabe que, pase lo que pase, no hay quien lo pare.
Roto y callado
Escribo esta columna y pienso en una columna vertebral rota. Roto. Broken. El chamaquito que acaba siendo rey en Juego de tronos. Estoy enamorado de una mujer que está casada. Ama a otro. A mí, nada más me cogió para el sexo. Me dejé envolver. Perdí. Tremendo punto que soy.