Creer y crear

En Cuba hay una tendencia a ensuciar todo: los afectos, los principios, la imaginación, las aspiraciones…

Desear algo en Cuba es como bañarse en un aceite donde se ha freído una y otra vez. Al final, esto no es una isla maldita por la circunstancia, sino por la falta de fe en sí misma, por la constante justificación del abuso emocional, por la manía de cobrar antes de hacer (y de no querer pagar por nada). Con el arte no es diferente.

El arte cubano se convirtió en un negocio allá por los años noventa, y se volvió un arma (un poco más sofisticada) de la Revolución. El público, el target, no eran ya los obreros, la gente común, ni siquiera los propios artistas, sino la clase acumuladora de valores que operaba a nivel internacional. Con ello, se cambió la campanilla por la cocaína. 

A los artistas cubanos los mordía el subdesarrollo, pero se sentían muy sofisticados. Empezaron a querer ser como aquellos que les compraban las obras. Los políticos encontraron una manera fácil de controlarlos (¿quién quiere perder lo que tiene?); quienes los vigilaban, disfrutaron de mayor tranquilidad. 

Cuando el arte es negocio se quitan del medio los principios, y esta ausencia de principios se presenta como el goce total. El precio es dejar de pensarte como artista y entrar en otro canal de ambiciones, que también puedes confundir con placer. Dejas de servir a tu bestia interior para servir a las bestias que te tratan como empleado. Cuando el arte se hace de esa manera, todo adquiere valor de uso, hasta tu propia dignidad.

El arte político no es solo el que critica a los gobiernos o a los poderosos. El arte político es el que entiende cuáles son las consecuencias de la obra que estás haciendo, y permite que esta comprensión influya en aquello que consideras decisiones estéticas. Esos artistas cubanos que lo vendieron todo para tenerlo todo, también son artistas políticos, aunque su política consista en salvarse ellos a toda costa. Usar el arte para lamer botas también es hacer arte político.

En Cuba, ser astuto es casi un requisito. La astucia se ha impuesto como método de sobrevivencia, y vemos con toda naturalidad que a los astutos se les llame inteligentes, talentosos y buena onda. 

En el arte sucede lo mismo. En Cuba la tendencia es hacer un arte astuto, un arte que te resuelva la vida. 

Acostumbrados a la astucia, a veces los artistas astutos se empiezan a creer “artistas puros” (marketing mediante) y empiezan a demandar, con cierta arrogancia, su derecho a ser artistas ambiciosos. 

La ambición en el arte siempre tiene un precio. Generalmente se trata de un precio emocional: los artistas sacrifican su vida personal, su salud se resquebraja, la insatisfacción es constante…, y otras tantas angustias. Pero ese precio no les parece alto a los artistas astutos, porque ellos nunca lo pagan. 

Los artistas astutos no pueden pensar en sus ambiciones sin la complicidad de los poderosos (económicos o políticos), aunque esta complicidad los exponga delante de todos y contradiga la obra que hacen. Los artistas astutos y ambiciosos lo mismo hacen arte político que apolítico, porque para ellos todo sirve.

La astucia en las artes visuales cubanas se legitimó y perfeccionó por los años 2000, con agencias para el turismo cultural e instituciones cuyas listas garantizaban estatus y dinero. Lo más astuto era no ser conflictivo. Ya para la segunda década del siglo XXI, el aprendizaje del arte se centraba en cómo “venderse”, y algunos de los ejercicios para aprender a hacer arte se hacían en yates de magnates. (Nunca lo entendí: ¿acaso pensaban que ese iba a ser el environment donde se regodearían una vez que se graduaran?).

Sin embargo, el problema de la astucia tiene sus raíces más atrás. 

En junio de 1984, Thomas McEvilley publicó en la revista Artforum un artículo titulado “On the Manner of Addressing Clouds” (“El ademán de dirigir nubes”). Consuelo Castañeda, Flavio Garciandía y Osvaldo Sánchez se daban a la tarea de des-sovietizar el programa de estudios del ISA, poniendo conceptos donde antes había modelos posando en las cúpulas. Y el artículo de McEvilley, tomado de una revista inalcanzable en aquella época, sirvió para hacer un guiño a la sensación de libertad. Desde el ISA, se empezó a ver el arte cubano como un aspirante legítimo al rigor internacional. 

Con el tiempo, “El ademán de dirigir nubes” se volvió “los contenidos de McEvilley”: 

“Todo lo que pudiéramos decir acerca de una obra de arte que no sea una neutral descripción de sus propiedades estéticas, es atributo de su contenido. (…) Si no existe la descripción neutral como tal, entonces todos los enunciados acerca de una obra de arte implicarán atribuciones de contenido, reconózcanse o no”. 

Un artículo de veinte páginas, rico en análisis, se convirtió en una lista de la que nadie recuerda todos sus puntos. Un saber reducido, de forma rígida, a escuálidas astucias:

1) Contenido que emana del aspecto de la obra de arte entendida como representacional.

2) Contenido que emana de los suplementos verbales que elabora el artista.

3) Contenido que procede del género o del medio de la obra de arte.

4) Contenido que proviene del material con el que está hecha la obra.

5) Contenido que emana de la escala de la obra de arte.

6) Contenido que proviene de la duración temporal de la obra.

7) Contenido que se deriva del contexto.

8) Contenido que proviene de la relación de la obra con la historia del arte.

9) Contenido que acumula la obra según revela progresivamente su destino a través de su persistencia en el tiempo.

10) Contenido que emana de la participación en una tradición iconográfica específica.

11) Contenido que surge directamente de las propiedades formales de la obra. 

12) Contenido que proviene de los gestos y actitudes (agudeza, ironía, parodia, etc.) que pueden aparecer como cualificadores de cualquiera de las categorías ya mencionadas.

13) Contenido enraizado con las respuestas biológicas o fisiológicas o en la conciencia cognitiva de ellas.

Hacía mucho que no veía estos trece contenidos. Es evidente que los artistas astutos se han enfocado en unos pocos, y han abusado de ellos.

El número 2, por ejemplo, es uno de los más abusados. El número 4 ha sido muy socorrido, y el 5, uno de los más deseados. El 7 y el 11: explotados hasta la saciedad en Cuba. Y del 12 se han apropiado tanto los artistas políticos consecuentes como los apolíticos sin otra opción.

Yo estoy dando clases de arte desde que me gradué. Por aquellos años, Tomás Sánchez estaba creando una fundación ecológica que se ocupaba no solo de los árboles y la capa de ozono, sino también de una educación diferente para los niños. Me habló, me fascinó con su visión, y a la semana siguiente de la defensa de mi tesis empecé a trabajar con niños en la Escuela de Conducta Eduardo Marante de Guanabacoa. Estas clases eran lunes, miércoles y viernes.

En esa misma época, Arturo Montoto me preguntó si quería quedarme en el ISA de profesora (él era jefe de departamento, y había un gran vacío docente porque la mayoría de los profesores se habían ido del país). Recuerdo que él estaba en la parada de guaguas del parquecito frente a la escalinata de la Universidad de La Habana, y yo, que pasaba por allí, después de escuchar su propuesta le dije que sí. Ese había sido uno de mis sueños de estudiante: ser como Consuelo, como Flavio, como Osvaldo… Estas clases eran martes y jueves.

He dicho muchas veces cómo me afectó el contraste entre los niños y adolescentes de un centro de reeducación de menores, y los artistas en formación del ISA. Lo diferente que era el arte para unos y para otros. Y también lo poco importante que era, tanto para unos como para otros. A los primeros, la vida los llevó tensos: el arte no podía reparar sus circunstancias, no era un conocimiento valioso. Y los segundos, paradójicamente, tampoco le daban al arte la importancia que llevaba: eran demasiado malcriados y arrogantes.

La fundación de Tomás Sánchez fue cerrada cuando cerraron también la fundación de Pablo Milanés. El ISA, por su parte, empezó a ser una parada de guaguas de turismo, y lo trending entre los estudiantes fue volverse dealers de su propia inocencia. No todos los estudiantes son iguales, por supuesto, pero en el ISA las clases se convirtieron en ejercicios de arte astuto. Lo que no entienden los artistas astutos es que todos podemos ver quiénes son artistas, quiénes “hacen” arte, y quiénes se hacen. Lo que les faltó aprender, de aquellos contenidos de McEvilley, es que el arte se hace desde un lugar que está roto. 


© Imagen de portada: Mario Martin.




Hay una sola manera de callarme

Tania Bruguera

¿El gobierno se siente tan débil que tiene que impedir una charla por internet? ¿Les preocupaba que se hablara del manifiesto del 27N? ¿De la nueva Cuba que ya existe, a pesar de ellos? ¿El hostigamiento es una manera de indicarle a todos que no se acerquen a INSTAR? Me aburren.