El insomnio, el mar, la estampida mugrienta

Tendido en la cama, en la madrugada entreabrí los ojos y vi el oblicuo cielo raso de la breve habitación en la que pago una renta onerosa. Persisto en no llamarle casa, ni “mi casa”, sino “gabinete”.

Entonces era diciembre y 2024, era, y es, Normandy Isles.

En un clúster del cuarto donde hay un escritorio a compartir con mi esposa, tecleo. Escribo sobre un sueño, también de una aguja perforando la piel, una enfermedad, el mar, un reparto, y dos escritores suicidas.

El sueño podría tener un título: “Alamar, cenotafio de poetas suicidas”.

De la otra pieza atestada de gatos, y rentada por otro inmigrante latinoamericano (un paparazzi, tipo asocial que alimenta palomas, mapaches y cuervos con las esferitas pardas compradas quizá al por mayor en Costco y devoradas por sus gatos), me llegaba el rumor de un show nocturno, “una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…”

De la misma manera en que el personaje de Borges llamado Recabarren “aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América”, yo acepté el insomnio en Norteamérica, o América a secas.

Sumido en la penumbra casi total de las horas del insomnio, “tiempo muerto” que suelo convertirlo en zafra porque lo dedico a lecturas y notas pendientes, decidí rememorar aquel sueño.

En el cuento “El fin”, Recabarren es un hombre “habituado a vivir en el presente, como los animales”. Quizá ya soy una suerte de Recabarren y únicamente tumbado en la cama, en la noche, asisto a una variante de la nostalgia no controlada por mí, y entendida como añoranza, recapitulación, viaje, y posibilidad de un reencuentro.

A la vigilia, la mía, de la mañana al atardecer la mueve un único propósito: llegar a la jornada siguiente con el menor daño posible, a la manera de un animal, con lo cual no me permito añoranza alguna, ni recapitulación o viaje virtual, solo la posibilidad de un reencuentro.

Va y al igual que Recabarren me vuelvo al cielo en la noche y pienso que el cerco rojo de la luna es señal de lluvia. Entonces miro a mi alrededor y calculo riesgos y ventajas, y cuento mis ahorros en la cuenta bancaria y la billetera, dinero fugaz, billetes altamente volátiles.

Por esa razón, en la segunda semana de diciembre, quedando casi nada de mi seguro médico, fui a por la Pfizer o la Moderna en el Beberly Press Center Family Medicine.

Va y cuanto reviví en el sueño solo fue una reacción secundaria de la Moderna.

A la deriva en el colchón, me imaginé recostado a la baranda del Bay Drive Bridge. En la ribera contraria (y esto no es más que una geografía imposible o cuya lógica es verosímil solo en una alucinación o en una onírica escenografía mental en la alta madrugada), el atardecer de fuego iluminaba el roquedal, la hierba rala y amarillenta, arbustos y pinos, más los feos edificios de Alamar en La Habana del Este.

De súbito, el puente no era otra cosa que el ventanal de mi cuarto en la casa dejada atrás en Cojímar. El viento movía las ramas, esparcía el ulular de las casuarinas y el múltiple chasquido seco de las vainas en los soplillos. Por si fuera poco, penetraba en mi hocico el hedor de un animal más que muerto a los pies del barranco al fondo de mi casa.

Recostado a la ventana, miraba el rojo intenso entreverado en el celaje gris, y el amarillo brutal agazapado entre las nubes y casi a ras de la tierra. Más abajo en el paisaje el mar estaba en calma. Alamar, suerte de cenotafio de poetas suicidas, mediaba el encuadre de aquella tarde.

¿Cómo deslizarse sin perder el tono ni el tino un Covid atardecer cualquiera mientras lees al poeta Juan Carlos Flores?

De su libro pequeño y verde, Premio Julián del Casal titulado Distintos modos de cavar un túnel (UNION, 2003), frente al repositorio de agua salada y mierda que de mi casa me separaba de la Ciudad Cenotafio, leí:

Entre Alamar y Cojímar ―sobre el paso del río― construyeron un puente. Siendo el día domingo, hacia el atardecer, encima de ese puente yo vi a un hombre gritar.

Aquella tarde tomé los binoculares y vi el puente sobre el río.

Los transeúntes pasaban, cada cual apurado, y aquel hombre gritaba.

Cruzaban el puente motorinas eléctricas, un par de mujeres con mochilas y jabas. Cuando el lomo metálico quedó libre de transeúntes, cruzaron cuatro vacas y detrás el equivalente a un pastor o un vaquero.

Por muy poco no escuché el grito del anónimo hombre del poema. Sí, el peor efecto colateral de aquella lectura.

Media hora antes había revisado el parte diario del Ministerio de Salud Pública. Un resumen oficial y variante de diario colectivo de la Cuba Covid 19. Era, para ser precisos, la Cuba del año 2020.

Por lo que había leído durante dos días consecutivos, advertí que mi cartografía nacional de la pandemia, mapa mental, se complejizaba. En las estadísticas ya no solo aparecían mendigos y sus contactos.

Al apartado de los fallecidos arribó un individuo con antecedentes de esquizofrenia paranoide. La entrega del día anterior mencionaba a un sujeto con tendencias suicidas; el coronavirus consiguió lo que el paciente no pudo concretar.

Los malditos se reúnen, me dije. O uno los reúne. Entonces fui al librero a por la Poesía completa (UNION, 2006) de Ángel Escobar, lo cual equivalía a andar en muy malos pasos en una tarde Covid.

Elegir una página. Elegir un poema:

Acuclillado, roto, en pie, voceando
duermo,
mas no encuentro tu voz. Tan solo se oyen
las sordas paletadas
que darán orden al ruido de los huesos.

Conexiones. ¿Casualidades? Había abierto el libro en el espacio dedicado al poemario Malos pasos de 1991.

¿Era la conjunción de la poesía y la estadística de contagios y muertes una complicidad?

Hipertensión arterial, diabetes, obesidad, cardiopatías, enfermedades renales y respiratorias crónicas veía yo, días tras día, en el currículo de los pacientes en estado crítico y grave, también variaciones del cáncer y poco más repitiéndose como una serie matemática en cada parte del MINSAP.

Con el número creciente de fallecidos, el parte devino tabla de cifras. Sí, la más fría y descarnada versión de la estadística ante la imposibilidad de una narrativa “solidaria” con el cadáver y con el lector todavía sobreviviente a la pandemia; números equivalentes a la magnitud del dolor contabilizado por municipios y provincias, “matar y salar”.

Que yo recuerde, el VIH/SIDA solo apareció una vez.

Mientras imaginaba el ingreso y la atención médica del esquizofrénico y el pro suicida, asociando imágenes e ideas me vi de cara a ese escenario de poesía y delirio en grado sumo erigido en la rivera opuesta de Cojímar: Alamar.

Poesía que se encaja en la masa encefálica cual fino acero puntiagudo en el corazón de Miguel Collazo.

Versos que se fijan en la cabeza. Que duran, duelen. Que emocionan.

El dolor, o la permanencia del dolor, cifrado en un poema. El amor, la inmanencia del amor cualquiera sea, contenido en el poema.

El grito de un hombre de ojos de acero inoxidable sobre un puente, anónimo, un sujeto del cual nadie repara. Sordas paletadas que le darán orden al ruido de los huesos de un negro que fuma acuclillado, roto, en pie.

En resumen: las derrotas.

Sí, la poesía cual ilusorio nicho, o lúcido e infructuoso acto de resistencia mientras campea la locura y el horror de la locura. El poeta como buen exorcista de sí mismo.

Dígase mejor: Ángel y Juan Carlos como dos de los peores exorcistas del mundo. Sus demonios transitaron de la vida (o la cabeza) a la página en blanco, campeando sin piedad en la cuartilla dispuesta, y en la cabeza y la vida de Escobar y Flores.

La viralidad, morbilidad y mortalidad de esos demonios fue traducida al poema. Ya sea en prosa o en verso, puede ser entendida cual poética cartografía del estado mental.

Entonces, con la cabeza cual olla de presión, recordé la obra Taller de reparaciones (1997) del artista visual cubano René Francisco.

Construido con tuberías conectadas por herrajes, ese taller es un galpón con techo a dos aguas. Enorme, tan grande que podrías caminar dentro de la obra. Las paredes fueron fabricadas con una maya metálica.

¿Un galpón-jaula? ¿Un taller donde se construye qué? ¿Un encierro de qué y para quién?

La mirada puede circular en cualquier sentido: de afuera hacia adentro y desde el interior al exterior. Observas a la vez que te observan. Espiar y expiar sin dirección única.

Hay de todo un poco en la jaula-taller: acumulación de objetos e interrelación de sujetos. Es el caos del ensamblaje, del reciclaje, de la creación.

Allí está lo que en vida se utiliza: cuadros con los héroes del panteón patrio en la misma bañera de Marat, una cinta métrica, pinceles y brochas de mango decorado con las cuentas de los collares de Osha, digo yo…, esos collares de cuentas coloridas que te conectan con los Orishas.

También vi una brújula, una pluma y aquellos viejos cupones para comprar medias, calzoncillos, camisetas…

Hay en el galpón cuanto a lo largo de la existencia de un hombre, en un apartamento de Alamar o del Vedado, guarda en una gaveta para nunca más usar, o que acorrala en un poema, o lanza al vacío desde un respiradero, o arroja en un vertedero.

Parte de la obra y la vida del ángel Escobar, poeta caído desde varios metros por encima del nivel del suelo, parecía contenida en la jaula-galpón.

Vi un archivo, un buró, un retrato del negro con el cigarro en la boca estampado en la tapa de un bidón metálico. Vi libros escritos por Escobar y otros objetos suyos medianamente mundanos.

La tapa del bidón dibujada es la misma que ilustra la Poesía completa.

En el interior de aquel taller de (des)montaje de René Francisco, tuve la sensación de observar al poeta en medio de un día cualquiera. Uno calmo, o uno bien duro y frenético. A la par, desde el escritorio hecho de tuberías y de la misma maya fijada a las paredes del galpón, o acuclillado, roto, en pie, o voceando junto al archivo, sentía que el poeta no me perdía de vista.

Buró-taller. Escritorio-jaula.

¿Debo precisar que yo miraba hacia adentro de la cabeza de Ángel Escobar y de paso él podía hacer lo mismo con la mía?

No debo apelar a mi memoria para citar de largo y corrido. Mi memoria, creo, funciona más o menos como un collar de Osha: establece un link, me ampara y ayuda apelando a una entidad mayor, a símbolos. Mi cabeza ordena y manda no hurgar en mi cerebro para encontrar la cita, sino ir a por los libros, a rememorar imágenes y estados de ánimo.

Acatar y ejecutar la orden.

Tal parece que es puro azar. Cerré y abrí nuevamente la Poesía completa de Escobar. Entonces di con este fragmento del poema IV de “Libro primero” (Viejas palabras de uso, 1978):

El hermano mayor
pulsa las vigas, los mejores horcones
decisivos
y dice una vez más,
ante mi azoro,
que ya le queda chica nuestra senda.
Atrás quedan las yuntas
de los voceados bueyes infantiles,
los gallitos difíciles y altivos,
y la bulla a dos voces en la casa
empotrada,
más allá de la ley de las edades,
en la indeleble marca del no olvido.

Tras leer el texto de Escobar, de súbito recordé el poema “Totem” de Juan Carlos Flores(Distintos modos de cavar un túnel), del que elegí un fragmento:

B-u-e-y
Su cansancio es político / ya no se quiere levantar / no se quiere desposar / comido los bordes del poema / con ojos de buey mira a la realidad / desde el centro del poema.

Sí, todo azar es aparente. ¿Un “azar concurrente”?

Sobre una mesa dejé los libros y tomé los binoculares. Con los prismáticos, mientras miraba el puente sobre la desembocadura del quieto y mugriento río Cojímar, pensaba en las posibles conexiones entre los fragmentos elegidos.

Pensé entonces en el buey, en el lento paso de aquel noble y casi mudo animal más o menos simbólico en ambos poemas. Pensé en los bolsones temporales y estados de ánimo a los que se hacía referencia en cada texto.

Sí, el pasado y el presente a lomo de buey, un estado mental arando indetenible y hondo los surcos del cerebro, y una realidad teniendo al individuo como centro.

Sorpresa, azoro, conformidad, agotamiento, hastío…, pensé de cara al puente y al río. A la par, en mi cabeza se produjo una alucinación auditiva: sentí una suerte de grito arrastrado por el viento, o el parco crujido de un montón de huesos mezclado con el ulular de las casuarinas y los chasquidos arrancados de las vainas en los soplillos.

Va y como dijo Lezama en Paradiso: se trataba de las “burlas del tiempo y el espacio” que “nos enseñan si en realidad merecemos la muerte como una suspensión para la resurrección”.

A Escobar nunca lo vi. Pero podría decir que “bajé al muerto” dentro del taller de René Francisco. Pero a Juan Carlos Flores, sí.

Puesto que a Escobar lo encontré al interior de la obra de un artista visual, más que recordar una lectura preferí rememorar una performance que perpetró Juan Carlos Flores en la Torre de Letras del Palacio del Segundo Cabo.

En la atalaya, cual jugador de básquet, el poeta hacía rebotar el balón en el piso. Con agilidad, demasiada serenidad. Y con violencia. Si mal no recuerdo, decía que la pelota era su libertad.

Aquellos ojos de acero inoxidable encañonaban al público distribuido en el salón como se ubica el público en el teatro arena. Mientras jugaba con su libertad, Flores desafiaba al público. Se preguntaba y preguntaba si alguien se atrevía a quitársela.

El salón era casi todo silencio. Solo se escuchaba la voz de Juan Carlos y el sonido de su libertad pegando duro contra el suelo.

Yo vi cómo el balón lanzado por Flores pegó contra la cara de un furibundo lector. También vi cómo su libertad, cifrada en el balón inflado a presión, era lanzada por el poeta hacia el cuerpo de un par de funcionarios de cierto rango del Instituto Cubano del Libro. Yo vi su aguda mirada de stainless steel.

Arte contemporáneo, un breve bestiario al interior de un par de poemas, distintos modos de oficiar la poesía, locura, desafío, muerte.

En la ventana de la que fue mi habitación, me situaba no ya frente a una suerte de estado mental con ciertos puntos de contacto o factor común entre dos sujetos poéticos, o entre dos poetas.

Respirando el vaho que ascendía desde el fondo del barranco embarrado por el mar, supe que no puedes deslizarte sin perder el tono ni el tino un Covid atardecer mientras lees a dos de los peores exorcistas del planeta.

Sus demonios se pueden mezclar con los tuyos, y no podrás montarlos en una carroza de fuego con destino a una página o cuaderno en blanco.

Casi en el instante de volverse el cielo un velo o telón muy turbio y sucio, la hora en que no es la tarde ni la noche, mi esposa arribó a mi sitio frente a la ventana. La besé. Como un mal samaritano quise compartir lectura y paisaje.

Le di los prismáticos, le indiqué a dónde mirar. Leí ambos poemas.

Luego le dije “mira un poco más acá”, hacia la arena medio inmunda de la playa El Cachón, llena de pomos plásticos, algas, cadáveres de peces y de gallinas decapitadas recalados en la playa, más una infinidad de objetos que bien podrías encontrar entre las piezas exhibidas en “el taller” de René Francisco.

Y le leí un poema titulado “Dibujo II”, que concluye de este modo:

Allí besé tu dardo cuerpo absorto.
Luego ―contra tus ojos―
sigue el mar, la estampida mugrienta. La mar.
La mar, la misma de antes.

Sí, mi esposa y yo, en una vida que teníamos entonces, una que no es similar a la de Normandy Isles, caminábamos en la mañana o la tarde alrededor de ese mar que navegó en el Pilar el también suicida Ernest Hemingway.

Ese repositorio de agua salada y mierda que en sus mejores días se vuelve azul, traslúcido, y nos distancia de Alamar, cenotafio de poetas suicidas.

Tumbado en la cama, en la alta madrugada de insomnio cerré los ojos y me palpé el hombro justo sobre el pinchazo con el que la enfermera inoculó la Moderna en mi cuerpo.

Entonces creí oler y escuchar el rumor de El Cachón batiendo suave contra el inmundo roquedal. El mar, tras la “estampida mugrienta”. “La mar, la misma de antes”.





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Todos los peores humanos (III)

Por Phil Elwood

Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.