Las preguntas que el mulo va dejando caer sobre la piedra al fuego
Es lento y seguro el paso del mulo en el abismo. El mulo, el poema y Lezama nos permiten mirar y mirarnos, en y desde el presente, con una supuesta proyección lanzada hacia un porvenir. También permiten mirar hacia atrás.
No hay mejor ni peor metáfora que la de ese animal “fajado por Dios, que entra poderoso en el desfiladero”, para observarme a mí mismo en un devenir. El de Cuba. O, mejor, el de la Revolución.
Ubicarme en ese marco temporal tiene un único afán: el del testigo, o el supuesto testigo, de un evento acontecido en el entorno de Lo Real. Sería un sujeto que, además de interesarse en el Archivo, también se afana en juntar fragmentos escamoteados del (re)cuento de la historia. A fuerza de creer, ese personaje comienza a sospechar.
Mientras (me) confirmo que el margen temporal al que haré alusión comprende las cuatro primeras décadas de la Revolución, una imagen vuelve a mi cabeza: en el centro de esa construcción o estado mental toma cuerpo una plazoleta, un estrado con un busto de Martí tallado en piedra blanca a un costado, y una bandera ondeando entre los rayos del sol filtrado en el follaje.
En la imagen recreada en mi cabeza estoy vestido de completo uniforme. Soy un niño. Visto una camisa de poliéster blanca, short rojo, pañoleta azul. Es de mañana, Altahabana y Boyeros.
La escena tiene lugar en una escuela primaria de arquitectura similar a la de las becas esparcidas por todo el país. En el estrado, al director de la escuela lo acompañan varios profesores y un par de alumnos. Estoy situado en la plazoleta, casi al final de una de las tantas filas de pioneros reunidos en el Área de Formación.
Del director no solo recuerdo su brazo levantado y el índice enhiesto, ese mismo dedo blandido por el Comandante de Oliva en Jefe a lo largo de sus discursos. Fijada en mi memoria está su cara y el tono de la voz. Se le hinchaban las venas del cuello.
El director perdía casi la voz cuando, con la tensión arterial por los cielos, nos arengaba según las efemérides del día o la más importante del mes.
Una vez, en el aula, le tocaba el turno a la maestra. Su perorata nos cercaba y cundía en otro tono. Dígase así: era medio maternal, incluso cuando la movía el espíritu de la Revolución. Ella era una mujer “de Patria o Muerte”, decía emocionada.
Tanto en la plazoleta de finales de los 70 y principios de los 80, así como en el aula, se ponía en marcha una suerte de dispositivo de captura y control. Ese dispositivo a la par “iluminaba” y todavía “ilumina”, con una bombilla de luz negra, el devenir de la Revolución. Era y es un dispositivo que propicia, en sentido figurado y real, la captura y el encierro.
Si “en el sentado abismo, paso a paso, sólo se oyen, las preguntas que el mulo va dejando caer sobre la piedra al fuego”, como el animal en el poema de Lezama, lanzo sobre el mismo pedrusco ardiente una interrogante: ¿La cubana es una sociedad disciplinaria? ¿O es una sociedad de control?
Si, según Deleuze, “en las sociedades de disciplina siempre se está empezando de nuevo ―de la escuela al cuartel, del cuartel a la fábrica―, mientras que en las sociedades de control nunca se termina nada ―la empresa, la formación, el servicio son los estados metaestables y coexistentes de una misma modulación, como un deformador universal―”, ¿acaso en Cuba no se vinculan ambas características?
El niño, tras abandonar el espacio doméstico, alejado de los agenciamientos de los padres, de ese desear el Bien cualquiera sea el supuesto “querer el bien” para el niño, entra en la órbita de disciplina/control, desplegada por una cándida y vieja maestra o un férreo director. Pero quienes hablan a los pioneros en el aula y la plazoleta no son exactamente una mujer y un hombre cualquiera.
Aunque ya bastante degradado, lo que todavía escuchan las sucesivas generaciones de alumnos es la voz del hombre vestido con un traje oliva y grados de Comandante en Jefe. Es la voz de un hombre muerto traducida y multiplicada ad infinitum.
Entreverado en fórmulas, reglas ortográficas y efemérides, fluyen los comandos de una ideología al servicio de un Estado y, sobre todo, en beneficio de una suerte de junta militar camuflada en los giros del discurso del fallecido Comandante.
Luz negra
“Vocación de narrador es vocación de testigo”, escribe Lorenzo García Vega, que además se pregunta si puede testificar quien vive en un más allá de sí mismo.
Tras un súbito recuento de Los años de Orígenes, en mi cabeza estallan nuevas interrogantes: ¿Dónde estamos viviendo? ¿Podemos testificar? ¿Qué ha pasado con nuestros testimonios?
“¿Puede ser testigo quien deja de ver lo que supera al sujeto del objeto?” ¿Qué hemos estado viendo? ¿Qué nos está superando?
Ante la imposibilidad de testimoniar y la probabilidad de tender al error, pienso entonces en un descabellado ardid: la transcripción de un sueño donde incluyo, sin pudor, una sumatoria de eventos aparentemente baladíes, casi como hizo Mario Levrero en La novela luminosa.
En su veleidoso diario, porque justo eso es La novela luminosa, Levrero registra lo “intrascendente”: delirios, enfermedades, síntomas y medicamentos, obsesiones, la composición de su dieta, conversaciones, comentarios de lecturas, detalles de las caminatas en la ciudad, el cortejo y la cópula entre una paloma viva y una muerta, la adicción a los juegos de cartas de Windows y a la programación en Visual Basic, el corrimiento de los horarios de la vigilia y el sueño y, con ello, la alteración de las rutinas.
Tal como Levrero, lo anotaría todo. Sin embargo, allí donde parece verificarse la imposibilidad de crear, de novelar, Mario Levrero arroja luz sobre su vida. Consigue, a su pesar, un texto muy singular.
El intenso y ambicioso libro de Levrero proyecta un haz, nos devela lo que nunca hubiéramos podido saber del autor, a propósito de los entresijos de su vida. Visto así, dígase: transfigurado en la transcripción de un sueño, aspiro a pensar no tanto las prácticas democratizadoras en la Cuba actual y sí la consecuente violencia política como réplica gubernamental.
Una metáfora se instalará cual punto de partida: la luz negra. Sí, esa extraña luz de la que se echa mano para iluminar ambientes oscuros y destacar algunos colores sobre otros, buscando un efecto singular. La bombilla sepulta en la oscuridad al resto de los colores y desplaza a un primerísimo plano lo blanco, lo fluorescente. ¿Lo impoluto?
¿Acaso no es una práctica común en los regímenes totalitarios “iluminar” a su antojo determinado “objeto”, a partir de un antinatural juego de luces y sombras?
Entiéndase por objeto un capítulo de la historia (el desembarco del Granma), un individuo (José Martí), un escenario rural (la Sierra Maestra) o urbano (la Plaza de la Revolución), un inmueble (el Cuartel Moncada), un cultivo (el Coffea Arábiga o la “dulce gramínea”), incluso un animal (Ubre Blanca).
Tal cual sucede en una discoteca, a fuerza de durar, el incómodo efecto de iluminación obligará al ojo al acomodo. El poliéster blanco, la misma tela empleada en el uniforme de los pioneros, resaltará bajo el disparo blanco violáceo de la bombilla del totalitarismo. Irreal y cotidiano, el atroz diseño de luces sepultará cualquier tipo de práctica democratizadora.
Antes de perpetrar la transcripción del sueño, una larga interrogante se instala en mi cabeza: ¿Al igual que Levrero, pero teniendo de norte la violencia política como réplica gubernamental, podré registrar lo microscópico, lo aparentemente baladí, la enfermedad y la medicación, las obsesiones, el corrimiento de horarios y la abolición de rutinas, costumbres y tradiciones bajo el encierro?
¿Incluso tendrá su espacio la necrofilia, entendida aquí como el gesto de apelar a una iconografía de próceres previamente deslavada y editada, para luego inocularla en el imaginario social, cultural y político?
En vez de una esfera, una longaniza de hierro de parco fulgor
Se trató de un sueño. ¿Un mal sueño en una lluviosa noche de un 25 de mayo de 2020? En mi sueño, al volante de un viejo Ford Crown Victoria iba Orlando Luis Pardo Lazo.
En los Estados Unidos, el rol del Crown Victoria era equivalente al que todavía tiene el Lada 2107 en Cuba. Flotas de Lada 2107 y Ford Crown Victoria han circulado en formato patrulla y en modo taxi. PNR (Policía Nacional Revolucionaria) o DSE (Departamento de Seguridad del Estado) / NYPD (New York Police Department) o FBI (Federal Bureau of Investigation); Cubataxi, Turitaxi, o 55… / Yellow Cab.
Razones solo justificadas por lo onírico de un sueño, o por las segundas lecturas que de un sueño o un artículo pueden propiciar un psiquiatra y un escritor, situaban a Orlando Luis Pardo Lazo al mando de un carro de segunda mano otrora taxi o patrulla.
Orlando manejaba atornillado al asiento. Lo supe cuando Mariela Castro Espín, con un par de señas, me conminó a mirar por entre los barrotes. Las barras de acero corrugado nos separaban del habitáculo reservado al chofer y a un copiloto, si aquel viejo carro hubiera sido una patrulla.
A estas alturas, no logro extraer del sueño por qué Mariela Castro y yo viajábamos en un mismo carro. Mariela, Orlando y yo estábamos en Saint Louis, Missouri, parqueados a la salida del mirador con forma de gran arco, las ventanillas abajo y un calor cabrón. Entonces, el Crown Victoria debía ser un Uber. ¿“Uber Cuba”?
En mi sueño, no podía explicarme la presencia de Orlando Luis atornillado a una variante de silla eléctrica, las manos encadenadas al volante. Como si Orlando recitara un fragmento de su libro Espantado de todo me refugio en Trump, dijo:
Me odian en Missouri igualito que en nuestra Cuba, donde me odiaba desde el Ministro de Cultura en persona, hasta su más sumiso súbdito (…). Lo cierto es que los cubanos no hemos hecho nada con exiliarnos. Seguimos en las mismas. En la misma miasma. Y no me odian únicamente a mí. No. Mis colegxs latinxs de izquierdx odian que Castro no me haya asesinado en una cuneta cubana. Odian que la Revolución me haya expatriado sin antes extirparme la lengua. Odian hasta el oxígeno exógeno que estamos forzados a compartir en clase, pulmón a pulmón. Como odian la forma de mi entrepierna entreabierta entre los pupitres del aula. Me odian porque me temen. Los tengo aterrados. Como conejillos de izquierda.
Si Orlando condujera una variante de Uber en Cuba, quizá estaría clavado a una silla de madera y el cuello apresado en el mecanismo del garrote. Llevaría la mano derecha esposada a la palanca del Lada, la izquierda amarrada con alambre al timón.
Justo cuando el sol colgaba de su punto más alto, en mi sueño me vi sentado en el meridiano del Arco de Saint Louis. Era el mediodía en mi sueño. Padecía el resistero del sol sobre el techo del arco y no dentro del mirador refrigerado. Sin embargo, el escenario de cuanto acontecía en mi cabeza no era el exactamente Saint Louis.
Demasiado sofoco el mío allá en el Arco, calor de horno a vapor. El sol se filtraba entre el fieltro gris nuboso. Demasiada humedad y nada de brisa. Con la pulsión del suicida, o la de quien sabe que el único modo de bajar es lanzarse y planear como un ladrillo, saqué medio cuerpo al vacío. Para calcular, para decidirme.
Yo, tan solo en la coronilla de aquella estructura levantada como un par de piernas sin cuerpo, muy abiertas sobre un islote de pavimento gris, podía amortiguar la caída allá en el pasto verdísimo con moscardones y paseantes sofocados. Pero un ladrillo no planea tanto. El arco rebrillaba.
Frente a mí corría lento y gris el Mississippi, crecido por sobre las riveras. ¿O era ya el Missouri? Detrás, no había rastros del downtown. Donde debían estar el skyline y los edificios chatos, se destacaban, cual pústulas entre los cañaverales, las barracas de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción.
Debía lanzarme si quería abandonar la soledad del pensador de fondo. Otra cosa no debía estar haciendo yo en la coronilla del arco, sin mascarilla, sin el COVID rodeándolo todo como un cáncer.
Me sentía solo como carajo. Padecí una sensación similar a lo largo y profundo de ciertas madrugadas en South Miami Beach. Una soledad similar me había corroído antes en Washington DC, New York, Saint Louis, Rhode Island. Y en La Habana, Cienfuegos, Matanzas, Santiago de Cuba, Camagüey, Villa Clara. También en Lima, Santo Domingo, Cochabamba: The United Solitudes of América…, me dije.
Arrojarse al vacío en un sueño y no llegar al piso es un lugar común. Y, de mi lugar común, la estación siguiente fue despertar con el corazón pateando a mil, azorado, intentando asociaciones en el trayecto de la cama al baño. Trataba de encontrar pistas, mientras descargaba la vejiga, sentado en la taza para no mear los bordes.
No hay peor noche que aquella donde empatas un sueño en el que te lanzas al vacío. Pero no hay mejor noche que aquella donde te encuentras por segunda vez en un sueño con alguien entrañable, aunque hayas decidido desafiar la gravedad.
Por si fuera poco, cuando me volví a dormir, Mariela Castro todavía estaba allí. Volvíamos a coincidir dentro del Uber, los dos, sin mascarillas. Es decir, los tres, porque Orlando seguía atornillado al asiento y encadenado al volante.
Íbamos atravesando valles, a bordo de aquel Ford tan viejo como un tren lechero camino a Camagüey. Porque, si detrás del arco de Saint Louis no estaba el downtown, sino una llanura de interminables cañaverales atestada de campamentos rodeados por alambradas de veintisiete pelos de alambre espinado y garitas con soldados portando armas largas, otro no podía ser el destino. Al menos no en mi sueño.
“El destino travieso me coloca bien lejos de aquí”, cantaba Silvio Rodríguez desde el estéreo del Uber. Y “lejos de aquí” era estar muy lejos de la casa de Orlando en Saint Louis, mi casa en Cojímar, y donde sea esté la casa de Mariela Castro. Habíamos arribado a un archipiélago de campamentos.
A través de la ventanilla, entraba el aire caliente de un Camagüey anterior a la división político-administrativa de 1976. Las ráfagas despeinaban a Mariela, que subió la ventanilla, dejando solo un resquicio entre el cristal y el marco de la puerta.
De súbito, la uña de su índice golpeó varias veces el cristal. Entonces dijo: “¡Mira…! ¡Míralos…, si es como si fueran a la escuela al campo!”
Me volví hacia ella. Me quedé colgando de los puntos suspensivos, en espera de escuchar lo que faltaba en la oración. En la zona hacia donde el cañón de su índice apuntaba, ruidoso y sacudiéndose, avanzaba un larguísimo tren con pasajeros y guardias armados. Al igual que para Silvio en el reproductor de música, Camagüey era una provincia nueva para mí.
“¿Sabías que en ese tren viajaron los chamacos que fueron a alfabetizar?”, algo así dijo Orlando al volverse hacia atrás. Además, casi dijo: “Ahora en el mismo tren algunos de esos chamacos van para las UMAP”.
Tal como escribió Borges en El Aleph, lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré:
Aquel tren era una longaniza de metal de un parco fulgor, en cuya superficie acontecían o se reflejaban eventos a un mismo tiempo. En el tren viajaban alrededor de treinta mil hombres, la mayoría jóvenes reclutados por el Servicio Militar Obligatorio (SMO) y custodiados por militares con fusiles.
Reflejadas en las ventanillas, vi el alba y la tarde. Y las noches donde los chamacos, mocha en mano, cortaban abajo bien abajo cañas y tendones de brazos y piernas.
El jugo de la caña y la sangre humedecían la hoja de acero. Para que perdurara el efecto y propiciara la Baja Médica, cubrían con fango las heridas. Y sin conocerlos de nada, es decir, sin que aconteciera un encuentro previo entre esos chamacos y yo, vi la cara de Héctor Santiago, la de Benjamín de la Torre, la de Alberto L. González Muñoz, la de Víctor Mozo, la de Félix Luis Viera y la de Jorge Ronet.
Pensando que era un aura, vi volar sobre el tren una enorme paloma negra.
Fueron tantos los eventos reflejados al unísono en aquel aleph atroz, que debí hacer un punto y aparte para mirar a Mariela. ¿En verdad se podían comparar 45 días o el mes en la Escuela al Campo con tres años de SMO en los campos de trabajo forzado bajo un mando militar?
Y yo, que nunca quise, pero tuve que ir a la Escuela al Campo, en la otrora Provincia Habana en los 80, hice un recuento de mis jornadas agrícolas en Güira de Melena, San Antonio y Melena del Sur, esos días de mucho extrañar mi habitación, a los amigos y el barrio, y a mis padres.
No había comparación con la vida en las barracas de las UMAP, el bullying brutal que vi en los albergues, letrinas, duchas, o en los campos del brave new world que la Revolución seguía construyendo, según sus eslóganes. Acaso porque se trataba de un régimen disciplinario y de control, enfocado en el encierro y el trabajo agrícola cual método pedagógico, donde importaba poco o nada la eficiencia económica, ¿eran similares las Escuelas al Campo y las UMAP?
¿Mi compañera de Uber se refería sólo a las Escuelas al Campo de finales de los 60 y principios de la década siguiente? ¿Acaso porque viajaron en trenes similares y se alojaron en barracas con literas, y porque la comida era poca y mala y el trabajo agotador, entonces la experiencia debía ser parecida? ¿Las preguntas que me hacía contenían palabras en inglés, porque en el inicio del sueño estaba yo en Saint Louis?
Miré primero el cabello de Mariela, medio despeinado. Después, su cara. Luego, al tren. En el casi infinito y opaco aleph vi el rostro de un muchachito absorto. Orlando se volvió y dijo: “Ese es Arturo La Estrella más Brillante y no lo dudes porque…”
Dejó la frase en suspenso y yo, entre el zumbido del viento que entraba por la ventanilla a medio abrir y el sonido del tren, escuché una voz en sordina. Era la voz de Reinaldo Arenas doblada por Javier Bardem, que decía de memoria un fragmento de Arturo la estrella más brillante:
El delirio de la construcción, el hechizo, el goce de la creación, era el poder de hacerlo todo, el poder de participar en todo, el poder de poder zafarse de pronto de la mezquina tradición, de la mezquina maldición, de la miseria de siempre, el rompimiento con esa figura tenebrosa, encorvada, pobre, asustada y esclavizada que había sido él (que son ellos, los otros, los demás, todos) y ahora, libre, Dios, crear el universo añorado, su universo.
Tras la voz de Bardem-Arenas, escuché tres disparos.
Vi también estadios de pelota situados en la ruta a Camagüey, iluminados por reflectores en la alta madrugada. Estadios sin peloteros ni público, pero con centenares de hombres en su mayoría jóvenes, reunidos en el terreno y vigilados por militares con armas largas y las bayonetas caladas.
Sí, aquellos hombres del SMO habían sido arreados y montados en convoyes de camiones, con destino a una terminal como la Estación Central de Trenes en La Habana Vieja. Luego de un viaje fatigoso y casi interminable, fueron confinados en estadios, para subirlos después a otra caravana de camiones, rumbo a un nuevo confinamiento en campamentos esparcidos entre cañaverales.
Reflejado en los cristales del Uber, vi seis corros de muchachos muy afeminados, cada grupo tenía un militar al centro. Los militares tenían el mismo rostro, o el mismo sujeto había sido clonado. Lo llamaban Alférez y les mechaba el culo con sus múltiples pingas. Ese mismo militar clonado recibía luego un machetazo de un negro abducido de la prisión del Castillo del Príncipe y reubicado en las UMAP.
También vi y escuché a un corro que se maquillaba el rostro. Muy cerca del grupo, Héctor Santiago explicaba tácticas y estrategias:
Un ladrillo molido proveía polvos de distintos tonos ―desde naranjas a colorados―, que al igual que las tierras y las arcillas se podían ligar con aceite creando una pasta, el talco ligado con mercurio cromo servía de colorete para los pómulos, los jugos de algunas flores silvestres servían como pintalabios, para las pestañas se mezclaban el hollín de las velas y del fondo de las cazuelas, ligándolos con sebo o manteca, y el betún de zapatos. Las sombras para los párpados se sacaban del óxido verde del cobre, raspando los espejos y las limallas de los machetes al ser afilados, aplicándolos ligados con grasa. Los rostros de geishas de “Sayonara” se lograron con loción de calamina y polvos de zinc.
Vi uniformes entallados en la brigada de confinados, camino al cañaveral. Llevaban sombreros de bordes deshilachados y flores secas cosidas al guano. Con un par de quillas agrandaban las patas de los pantalones las “damas de compañía”, en la boda de dos confinados celebrada en una barraca.
Vi mucho más, como aquel inmenso arco levantado sobre la línea del tren, en cuyo lomo se podía leer: “EL TRABAJO LOS ARA LIBRES”.
¿Era una señal la ausencia de la H en el verbo?
Mutado el verbo hará en sustantivo ara, los campamentos de trabajo forzado se erigían entonces como pedestales al que, conseguida la reeducación y la disciplina, los confinados podrían subirse. Si el verbo perdía su función, significaba que el duro trabajo agrícola nunca equivaldría a la verdadera libertad de los más de treinta mil hombres.
El arco a la entrada del campamento era tan alto como el de Saint Louis. En el punto medio entre las “dos piernas” tenía una enorme bombilla de luz negra.
Ya el casi infinito tren había introducido la locomotora y los primeros vagones. Desde el Ford, ese tercio del convoy tenía un aura diferente, un rostro otro, remarcado por una enorme tela de poliéster blanco, impresa con tinta fluorescente: UMAP: forja de ciudadanos útiles a la sociedad.
“En el infierno no todo es infierno ―dijo Orlando tras volverse hacia nosotros, movía los brazos según el grado de libertad y movimiento permitido por las cadenas―. Recuérdalo cuando te llegue la hora de narrar lo que crees que debes narrar”.
Mariela Castro, que miraba a Orlando, entrecerró los ojos.
A bordo del Ford, ella dormía. ¿Al igual que Silvio en el estéreo, imaginaba cantos soñando un porvenir? ¿Qué cantos, qué porvenir?
Orlando hizo sonar las cadenas y rogó que no me preguntara nada más, porque la iba a despertar y que del viaje todavía quedaba un trecho demasiado largo.
Cruzamos miradas a través del retrovisor. Hizo un guiño. Apretó el acelerador.
El monótono ruido del motor no era mayor que el súbito alarido que sentí. Miré hacia el último tercio del convoy: vi un hombre en la noche amarrado a un poste, vestido sólo con un pantalón militar, en la cabeza tenía una corona de marabú y en el torso, los brazos y la cara, un manto de mosquitos; otro había sido enterrado en un hueco hasta el cuello y a su alrededor varios soldados reían; un tercero fue obligado a hundirse hasta el mentón en el agujero de los excusados anegado en mierda y orina; del cuarto, conducido hacia un claro en la maleza por un sargento y varios soldados armados con fusiles y balas salvas, no quise saber nada más.
A babor y a estribor del Uber, el paisaje seguía siendo un mar de cañaverales rizados por la brisa, con algunas palmas y árboles. Destacaba sobre el fondo azul moteado en blanco. Tras cada bache, chirriaban las cadenas que colgaban entre los brazos y el timón de un Orlando que, mientras conducía, recitaba un largo poema[1].
El sonido de las preguntas que el mulo va dejando caer sobre la piedra al fuego en el abismo
El reto de todo texto es su proyección de futuro, esa manera en que, desde el pasado, intenta leerse y ser entendido en un porvenir alejado del alcance de la bombilla de luz negra.
El reto mayor serían las preguntas y no las respuestas que pretenda formular.
Sí, como las del mulo en el poema de Lezama, esas interrogantes que va dejando caer sobre la piedra al fuego, allá en el abismo. El sonido de las preguntas crepitando en los guijarros al rojo vivo.
[1] Oyendo a Mariela Castro en la UNEAC
En una de esas homeopáticas peleas cubanas contra la homofobia
Viéndola reír limpia y pulcra
Con el garbo guerrillero pero burgués de su madre joven en los 50
Acariciando el micrófono como un milagro
Entre sus manos sinónimas de la Hembra Nueva
Paladeando la retórica de su visión plurisex
En el corazón acrítico y monocorde de una institución cultural
Oyendo a Mariela Castro en la UNEAC
Pienso en todos los grandes maricones
Que hicieron la historia del himen hombre en esta isla
Tipos enmudecidos a botazos primero
Y encerrados a la gallinita ciega después
Lumpénicos al inicio y leucopénicos de remate luego
Cuerpos que no cupieron en el canon pacato pero promiscuo de Cuba
Pájaras parametrizadas en un poema de la virgen Piñera
Compañeros de closet de toda clase materialista y dialéctica
Glamour de tres por culo con las encías
Mamando un alambre de púas en la UMAP de los 60
Barriendo funerarias o como custodios de baño
Camilleros de sus propios cadáveres sin consolador
En cines cómplices o guaguas cutres de madrugada
Sobremuriendo al teatro real-socialista de los años machos
Viditas narradas por nadie en la tribuna trócula de la revolucioncita mundial
Oyendo a Mariela Castro en la UNEAC
En una de esas homeopáticas pataletas cubanas contra la homofobia
En la misma capilla donde Padilla se emputeció hetero
A pedido de la policía política de los 70
Pienso en toda esa sociedad incivil del placer en libertad
Disidentes del deseo como maldición de puertas adentro
Hasta fugar del país parapléjico en un barquito de papel sanitario en los 80
O esperando el proceso de rectificación de rectos y tendencias negativas
Clavados en las colas de prótesis dentales gratis en un policlínico de los 90
Envejecidos sin ser invitados al anésimo Congreso del Partido en los años cero
Enterrados en tierra santa del posproletariado mundial
Amables y amargos
Apelando al Parlamento para podar sus penes patrios
Sin un desfile
Sin una película
Sin un poema
Donde vomitar todo el injusto tiempo humano que les tocó
© Imagen de portada: Escuela Primaria “Antonio Maceo”, Altahabana y Boyeros.
Comemos combustibles fósiles
Por Vaclav Smil
Ninguna transformación reciente ha sido tan fundamental, como nuestra capacidad para producir, año tras año, un excedente de alimentos.