Bacchanalia, 2022, de Fabián Peña.
Llámame Ahmel.
Llegó enero y el 2025. La mitad del mes penetrará mi cabeza y mi cuerpo de la misma manera en que lo perpetró el “veinteveinticuatro”: con una calma hipersónica.
“¡Ten cuidado, en Miami todo ocurre muy rápido!”, me dijo más alarmado que inquieto un buen amigo al que un buen amigo en común le llama mi amigo fascista, y al que, como el tango a los hombres y al hembraje en ese hermoso cuento de Borges titulado “El hombre de la esquina rosada”, con él Cuba hace su voluntá, y lo arria y lo pierde y lo ordena y lo vuelve a encontrar.
Sin embargo, y no es mi pretensión hacer oídos sordos, seguiré colimando la realidad, o Lo Real, con la incorrección del miope. No me queda de otra.
¿La verdadera belleza radica en la imperfección? “El hombre, en el ideal, es tan noble y brillante, una criatura tan grandiosa y refulgente, que sobre toda imperfección en él, todos sus semejantes deberían apresurarse a lanzar sus más caros ropajes”, leí en una versión de Moby Dick en formato digital, y no pude sino encogerme de hombros.
Es una máxima que no debería aplicar a rajatabla, aunque he conocido a ciertos sujetos maravillosamente imperfectos que parecen salidos de una sangrienta batalla final en el octágono de la UFC.
Es la imperfección de lo mirado, más la imperfección física del ojo. Sí, fallar lo menos posible en la ejecución de cualquier proceso ya sea mundano o vital aquí en Miami: vida en modo misil, dar en el blanco o en el negro.
Al arribar al día número quince del mes, quizá puedo hacer una suerte de mirada en escorzo de mis primeros trescientos sesenta y cinco más un día lejos de Cojímar, La Habana, Cuba. El año y un día. ¿Tiempo fundacional?
“Ahí estaban los hilos fijos de la urdimbre sujetos a una única, siempre recurrente, invariante vibración, vibración apenas suficiente para admitir la entremezcla transversal de otros hilos con los propios. Esta urdimbre era como la necesidad; y aquí, pensaba yo, con mi propia mano yo manejo mi propia lanzadera, y tejo mi propio destino en estos inalterables hilos”, nos recuerda Herman Melville en esa odisea donde la obsesión tiene la forma de un cachalote. Tejido, textura, texto, o Textum.
Prosthesis, 2006, de Fabián Peña.
Con el remanente de un leve malestar en un clúster de la cintura, dolor conseguido cual medalla de calamina en un trabajo oneroso y bien físico en un inmundo sitio en Little River, caigo en la cama con el peso y la flexibilidad de la cañabrava.
Mi sueño posee las mismas seis características que según Italo Calvino debía tener la literatura en este nuevo milenio: levedad, multiplicidad, exactitud, rapidez, visibilidad. Seis propuestas que se quedaron en cinco, a Calvino la muerte lo sacó del octágono.
A propósito del sueño, parte del drama de vida de un número para nada despreciable de inmigrantes o exiliados cubanos acontece en la cama. Tras una jornada similar a la de El viejo y el mar o Moby Dick, vencidos y/o derrotados, o “viviendo en el dolor o muriendo en el suplicio”, sueñan que han vuelto a Cuba y de allí no pueden regresar.
Podría dar por sentado que cumplido el año y un día no habré soñado que he vuelto a Cuba. Mis sueños siempre transcurren allí, como si de Cuba no hubiera nunca salido. Pura Habana a todo color.
Coca Cola del Olvido, 2017, de Fabián Peña.
Para no ahorrar en detalles, además digo:
Tienen mis sueños un poco de todo: familiares vivos y muertos, el reparto de mi infancia y la adolescencia y de los períodos de soltería y zorreo, amigos que viven dentro o fuera del archipiélago, peleas y amoríos como si fuera yo uno de los cuchilleros de Borges, quizá un tipo a lo Rosendo Juárez el Pegador, “de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita”, “mozo acreditao para el cuchillo”; o mejor, de estirpe similar a la del narrador, anodino parroquiano de cuchillo corto y filoso escondido en el chaleco “junto al sobaco izquierdo”, quien al llegar a su rancho le da otra revisada al cuchillo, despacio, y advierte que está como “nuevo, inocente”, y en la hoja “no quedaba ni un rastrito de sangre”.
En mis sueños, es decir, en la Cuba onírica que parece hacer conmigo su voluntá, y cree arrearme y perderme y ordenarme y volverme a encontrar en la jornada siguiente, vivo situaciones absurdas y risibles, soledad, felicidad rayana en lo naif, incluso irrumpen en mis sueños inverosímiles agentes o colabores de Seguridad del Estado.
Pero no es una patria real, aunque en la noche y en mi cabeza el país lo pretenda. Por lo tanto, es, pero no está, como si de un viejo grillete persistiera el dolor en los tobillos.
Echando mano otra vez de Melville, del cachalote blanco, el Capitán Ahab e Ishmael, incurriendo en la imprecisión podría atreverme a teclear: es la “felicidad sopesada y descubierta en carencia”.
Intentando más que la solidaridad, he conocido la tristeza profunda en personas muy queridas y amadas por mí. Visto así, y no solo por transitividad u operación matemática, siguiendo la lógica de la última frase del párrafo anterior, además de padecer en cierto grado la tristeza he conocido la felicidad sopesada y descubierta en carencia.
A Cuba la he dejado para el sueño. Quizá sea consecuencia de la calma hipersónica con que transcurre cada jornada que he tachado hasta sumar un año y un día. O porque sencillamente el perro tiene cuatro patas y coge por un solo camino, o pongamos que, con probabilidad, puedo adscribirme a un fragmento de una canción de Elvis Manuel, mártir primero del reguetón o el reparto cubano: “ya no soy el mismo de antes, borremos el tiempo perdido”.
¿Es la República de Cuba una enfermedad? ¿Es una pública enfermedad secreta?
Dijo Roberto Bolaño en Amberes:
Hay una enfermedad secreta llamada Lisa. Es indigna como toda enfermedad y aparece en la noche. En el tejido de un lenguaje misterioso cuyas palabras significan sin excepción que el extranjero “no está bien”. Y yo quisiera que ella supiera por algún medio que el extranjero “lo pasa mal”, “en tierras desconocidas”, “sin grandes posibilidades de escribir poesía épica”, “sin grandes posibilidades de nada”. La enfermedad me lleva a baños extraños e inmóviles donde el agua funciona con una mecánica imprevista.
Digo entonces para mí:
Uno: Cuba podría ser Lisa.
Embotellados, 2026, de Fabián Peña.
Dos: He estado en baños donde el agua funciona con una mecánica imprevista, pero tomo notas en una breve agenda de cubierta verde desgastada por el uso, con una persistente hache mayúscula y metálica incrustada en la esquina superior izquierda, letra que perturba, H de Ahmel, o H de Ishmael.
Tres: Los apuntes que he tomado se han ido tejiendo en un largo poema épico, que es un libro de crónicas, o son las venturas y desventuras de un sujeto miope “en medio de un paisaje incongruente, unas luces que afloran en la niebla, el diálogo de dos transeúntes que se encuentran en pleno trajín”. Eché mano de una cita de Ciudades invisibles de Italo Calvino, y hablo de un negro miope y con afro, con una hache metálica incrustada en la esquina izquierda de su nombre, un sujeto que va escribiendo cada página y narrando en primera persona su propia bildungsroman tardía o “Libro del Génesis” cuando cada día parece aplacarse al caer la noche.
Cuatro: El largo poema épico, que es un libro de crónicas a la manera de una bildungsroman tardía,podría titularse “Miami Grand Prix”, como la competencia de Fórmula Uno acontecida en el Miami del “veinteveinticuatro”. Días antes de inauguradas las carreras, ayudando en la fabricación de unas mesas subcontratadas para el evento, al miope negro del afro se le instala en un clúster de la cintura una leve molestia. Es un dolor que podría llamarse Lisa, o Cuba; el dolor cual doble alegoría.
Si en Moby Dick el mar para Ishmael podría tener cuatro o cinco significados solemnes, tremebundos, bíblicos —desierto/soledad; exilio/exiliados; orfandad/huérfanos; milagro/rescate—, ¿acaso para el protagonista de “Miami Grand Prix” esa ciudad a la que ha arribado tiene un significado similar? ¿Qué está persiguiendo en Miami o en Miami Beach?
Llámenlo Ahmel. Otras preguntas le hierven entre las paredes de la cabeza.
¿Es la República de Cuba para el negro del afro una pública enfermedad secreta entendida cual afección, dolencia, un padecimiento cuya real causa no se desea revelar? ¿Cuál sería el mejor antibiótico o antídoto?
El artista visual cubano Fabián Peña (La Habana, 1976) ha trabajado con el cuerpo y las alas de insectos que suelen campear en los hogares cubanos. También ha trabajado con el corpus político de un Estado que campea en el espacio íntimo o privado del cubano.
Faith, 2010, de Fabián Peña.
Cucarachas y moscas; revistas, periódicos y libros. Cuerpos y alas ya sea enteros, en fragmentos o triturados, así como papeles impresos, nos sitúan ante una suerte de paradoja o dicotomía: levedad vs. gravedad; solemnidad vs. llaneza; lo privado vs. lo público. Podría seguir enumerando combinaciones que tiendan al contrasentido: archivo vs. olvido; podredumbre vs. pureza; política del arte vs. el arte de la política. Sólo conseguiría persistir en una enfermedad secreta, la mía.
Frozen Flight (2008), una bandera “congelada”; Fossil (2008), el globo terráqueo “contenido” en una piedra traslúcida; y Faith (2010), una pelota de béisbol que ya no luce el blanco prístino sobre el cuero.
En ellas, las alas de moscas y cucarachas se instituyen en cuanto subyace en un pendón, el planeta cual bicho atrapado en un trozo de ámbar, o lo atroz de una ideología entreverada en un deporte. Son los signos o los síntomas que pretendo no olvidar, o que la maquinaria ideológica inoculó en mí y en muchos como yo para que, cual rash, se hiciera notable periódicamente en la vigilia y/o el sueño, especialmente ahora, que a lo largo de casi un año he sido una suerte de apátrida o alguien que ha estado habitando una fisura.
Desprovista de cualquier figura geométrica básica de colores llamativos, la bandera cuelga de un anzuelo anudado a un hilo de nylon apenas visible. El tejido confeccionado a partir de las alas de montones de moscas contiene sólo una estrella oscura y se moverá con un mínimo soplo. Escatología política, el discurso populista y su envés, ¿más el ocaso o la obsolescencia y los daños directos y colaterales del totalitarismo?
¿La bandera es a un mismo tiempo carnada y presa? ¿Ese gris que domina “el tejido”, la porosidad y la significativa falta de peso nos hablan del posible porvenir de los populismos, cualquiera sea su santo y la seña?
Al caminar junto al pendón, la leve masa de aire lo moverá. Puede que lo hagas girar si bostezas o si hablas a su lado, no importa el contenido de cuanto enuncies.
Cual mosaico, sobre el cuero de la pelota de béisbol se suceden fragmentos de alas de cucarachas. Los distintos tonos del marrón semejan el color del uso y el abuso de la pelota en el terreno o teatro de operaciones de gobiernos enfrentados. La pelota como símbolo de un grupo de individuos que obligados van frenéticamente o despacio de un punto a otro, o del sujeto expulsado.
Puestos a seguir suministrándole delirio al símil o a la metáfora, incluso imagino en la pelota y su trayectoria la relación entre la víctima y su victimario: la oposición o la fuga (robar la seña y la base, corrido y bateo, sacarla del parque), y el control (coger fuera de base, impedir el robo de la seña, ponchar, el out en home).
Fossil, 2008, de Fabián Peña.
Pura cuestión de fe (en la actitud y en la aptitud) de quienes lidian sobre el terreno. Sí, esquirlas de miles de vidas y destinos atrapados por la fuerza de gravedad ejercida con mano de hierro.
A través de los negros caracteres góticos incrustados en el lomo de la pelota que conforman la palabra Faith (Fe), Fabián nos habla de algo más que una política doméstica y geopolítica. Las férreas costuras sobre el cuero impiden la pérdida de la estructura, cada parte en la breve esfera de un tolerable y turbio color está obligada a desempeñar su función.
La pelota de béisbol cual aleph. Contiene el alba y la tarde, la vida y la muerte, las ilusiones y la desesperanza. Solo un quiebre, una grieta, o la total descomposición provocará la obsolescencia y el fin de la fe impuesta.
En las obras Embotellados/Bottled (2016) y en Coca-Cola del olvido (2017), Fabián reduce a pulpa una parte de su biblioteca personal. Tras envasarla y secarla, la pasta toma la icónica forma de la botella de refresco y la de otros envases, que no perderá tras ser “retirados” los frascos.
Novelas, ensayos, revistas, más la bibliografía utilizada incluso en la academia de arte, han sido diluidos y comprimidos. Aplicarle presión al canon cultural y político, mezclar todas las voces en una babel. Volver ilegibles iconos, ideas, discursos. Beber y olvidar, ¿el intento de existir sin demasiadas ataduras? ¿Silenciar todo ese “ruido”, simplificar?
Para Fabián, ser inmigrante “es de alguna manera como vivir una doble vida”. Devenir artista, “producir y crear”, y a la par “aprender otros oficios para sobrevivir”. Además, confiesa: “he sido trabajador social, he trabajado en campos de golf, en tiendas, en oficinas, pero nunca he renunciado al arte, nunca he renunciado a crear. Mi obra de por sí lleva mucho tiempo para pensarla, crearla, producirla. Es un proceso muy largo”.
Las posesiones se instauran como hándicaps en la vida de un migrante. En no pocas ocasiones, toda una vida debe caber en una maleta, en la cabeza, y en un smartphone.
Las paradojas o alegorías en la obra de Fabián atraviesan las imágenes que se desencadenan en mi testa cuando caigo en la cama. El sueño de la razón produce monstruos.
Frozen Capital, 2017, de Fabián Peña.
Va y soy la consecuencia del sueño de la razón no solo de ese que soy, que tras la vigilia y la faena se va a la cama, sino también de quienes se articularon, con fe, bajo una cadena de mando aparentemente civil, aparentemente humanista, aparentemente comprometida con la armonía y la felicidad en el tejido social, del entramado cultural de un país, esa cultura enunciada como “escudo y espada de la nación”. Una cadena de mando concebida para arrear no sólo en la infancia a sujetos como yo.
Mi maestra en la escuela primaria solía decir, henchida, que era una mujer “de patria o muerte”. Desde mi pupitre en el aula de primer grado, así como en los grados sucesivos hasta llegar a cuarto, la vi repetir aquella frase mientras se daba golpecitos en el pecho.
Negra amorosa y dulce mi maestra. Bastante vieja. A diferencia de otros profesores en mi escuela primaria, mi maestra nunca golpeó a ninguno de mis compañeros de clase, pero a uno de los alumnos, un chamaquito abusador, más de una vez le dijo que era un “batistiano”.
Calvino vio en la levedad, la multiplicidad, la exactitud, la rapidez y en la visibilidad una serie de cualidades o valores propios de la literatura. De la literatura del futuro. La literatura del porvenir. Las mismas cualidades de mis sueños, esos sueños en los que además soy un monstruo, donde hay un país intangible con un pendón colgado de un anzuelo, y donde más de una vez he ido tras un cachalote.
Frozen Flight, 2008, de Fabián Peña.
Calvino deseaba que esas cualidades persistieran, con cada una impartió una charla. “Hay cosas que sólo la literatura con sus medios específicos puede brindar”, dijo. Las charlas quedaron recogidas en el libro Seis propuestas para el próximo milenio.
A propósito de Calvino, pienso en un diálogo entre Kublai y Marco, una conversación tomada de Las ciudades invisibles:
Pregunta Kublai a Marco:
—Tú que exploras a tu alrededor y ves los signos, sabrás decirme hacia cuál de esos futuros nos impulsan los vientos propicios.
Y responde:
—Para llegar a esos puertos no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la fecha de arribo. A veces me basta una vista en escorzo que se abre justo en medio de un paisaje incongruente, unas luces que afloran en la niebla, el diálogo de dos transeúntes que se encuentran en pleno trajín, para pensar que a partir de ahí juntaré pedazo por pedazo la ciudad perfecta, hecha de fragmentos mezclados con el resto, de instantes separados por intervalos, de señales que uno envía y no sabe quién las recibe.
¿Qué fragmentos estoy juntado para así completar el puzle de una “ciudad perfecta”, al menos para mí? ¿Qué ciudad invisible estoy persiguiendo? ¿Exactamente, qué tamaño tengo en esa vasta ciudad invisible?
Dice el narrador de Moby Dick: “Con tiempo en calma, para un nadador experimentado resulta tan fácil nadar en mar abierto como cabalgar en tierra en un carruaje con amortiguación. Mas la espantosa soledad es insoportable. La intensa concentración del propio ser en medio de tal despiadada inmensidad, ¡Dios mío!, ¿quién puede describirla?”
Para propiciar aún más la exactitud, además diría que hay una inconmensurable soledad en lo pequeño. ¿Quién puede describirla?
Por lo pronto, call me Ishmael.
Twenty Thousand Flies Were Crushed to Make This Piece, 2011, de Fabián Peña.
Todos los peores humanos (I)
Por Phil Elwood
Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.