El VIH en La Habana: una historia diferente

Eran los años 80 cuando el VIH apareció en mi vida en forma de SIDA, a través de un noticiero. Acababa de llegar del colegio —escuela, para los cubanos— y me disponía a comer frente al televisor. Realmente a almorzar, por las horas, y porque en Cuba se le llama así a la segunda comida del día. 

Fue entonces que un señor con cara seria informó: “Fallece el primer caso de SIDA en Cuba. Se trata de un coreógrafo que se infectó en el extranjero”. 

Luego siguieron hablando de los éxitos en la cosecha de algún tubérculo oriundo, de una crisis en algún país remoto o de la inminente recesión económica que sufrirían Estados Unidos y la vieja Europa. 

La digestión se me paralizó. Ya había llegado. La Isla Metafórica, es decir Cuba, dejó de ser un búnker imbatible para el virus. “¿Y ahora?”, fue la pregunta que no formulé en voz alta. “Nunca sin preservativo”, me respondí mentalmente. 

Por aquel entonces seguía mi vida de adolescente en un pueblo perdido de la Isla. En Jovellanos no se hablaba del SIDA. El día que casi me atraganto con el almuerzo, al escuchar lo del supuesto coreógrafo fallecido, me senté frente al televisor a la hora del telediario nocturno para ver si ampliaban la noticia. 

Atento estuve durante los treinta minutos del informativo emitido por uno de los dos únicos canales de la nación. No hubo ninguna alusión a lo que, sin duda alguna, había sido la noticia de la jornada: el SIDA llegaba a Cuba

No recuerdo haber comentado con mis padres mi preocupación, era evidente que no era mi intención alertarlos. Mi vida sexual había comenzado precozmente y me aterraba la posibilidad de contraer lo que apenas se conocía. 

Mientras me sobrecogía en Jovellanos, en la capital la historia era diferente. Sin llegar a la liberación sexual que se estaba viviendo en otras latitudes, La Habana hervía. No importaba que cada tarde el cielo se nublara y lloviera desesperadamente. Al escampar, volvía a arder con el sofoco de las relaciones fortuitas e intercambio de fluidos. Un perfecto festín para los contagios. 

Todo parece indicar que el primer fallecido por SIDA en Cuba no fue un coreógrafo, como aquel presentador afirmó en el noticiero del mediodía. En su lugar, había muerto un militar que enfermó en África. La verdad palmaria no la sé y es muy probable que nunca la sepamos. 

Una vez saltada la alarma, el gobierno se propuso mantener, a toda costa, aquello que rezaba “bastión inexpugnable de la medicina”. El VIH podía fluir con rapidez; algunas personas viajaban al extranjero, otras venían de visita oficial u oficiosa y, sobre todo, estaban los      militares de aquellas tropas cubanas destacadas en África, que darían gran diversidad genética al VIH que se detectaba en isla caribeña. 

Se comenzaron a realizar test obligatorios y por sorpresa en los centros de trabajo. Luego, un período de espera hasta ver aparecer en la puerta de la casa una ambulancia con algunos policías. 

En el Ballet Nacional de Cuba se impartieron charlas con recomendaciones a tener en cuenta cuando salieran de Cuba. Al menos no habían señalado a nadie por homosexual, como estaba ocurriendo en otros sectores donde, de pronto, citaban para una reunión a personas sospechosas de un comportamiento sexual diferente y se les daba orientaciones a seguir. 

Aun así, los casos iban aumentando, discretamente, pero en claro ascenso. Entonces la receta del medioevo se impuso: aislamiento. Y apareció Villa Los Cocos. 

En la capital cubana se extendió la voz: “Si eres sidoso, te meten en Los Cocos y de allí solo sales con los pies por delante”. En efecto, Villa Los Cocos se tornó un leprosorio sin leprosos, pero con personas VIH-positivas. 

La medida no fue aprobada en ningún parlamento. Nadie leyó un informe de expertos aconsejándola. No hubo discusión popular al respecto. Y, quizá lo más curioso, a una gran mayoría le pareció una prevención estupenda. 

A Los Cocos fueron a parar homosexuales declarados, padres de familia con medallas al mérito por haber luchado en África y sus esposas infectadas por ellos mismos, personas solitarias que encontraron en su camino el VIH, algún que otro hemofílico que tropezó con una transfusión contaminada; y así, una lista insoportable. 

Más de una vez alguien se enteraba de que algún amigo o conocido desaparecía: “Se lo llevaron a Los Cocos”. Esto evitó, en varias ocasiones, el llanto por otra muerte: antes ya había desaparecido. 

En la Isla Metafórica, desde 1959, a veces algunas personas desaparecían de pronto. Unas se iban en balsa rumbo a Miami; otras eran internadas en campos de reeducación para “desviados” llamados Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP); y a finales de los 80, justamente en 1986, se puso de moda Villa Los Cocos. 

Un año después, en 1987, ya vivía en La Habana. La Física Nuclear me enamoró y en la capital respiré otro aire. Estudiaba en la Finca de los Molinos, un espacio idílico en medio de la ciudad. Aquello era un refugio para jóvenes integrados en el proceso revolucionario cubano con talento para las ciencias. Los escogidos para liderar el futuro científico de la Isla. Por allí no se asomaba el SIDA.

Pero La Habana seguía su rumbo y el virus iba cobrando víctimas. He preguntado a los amigos de entonces y casi nadie recuerda haber estado al tanto de los detalles. “Aquello era cosa de maricones que coqueteaban con el capitalismo”, era el pensamiento de entonces. 

Yo no tenía nada que ver con el capitalismo en aquel momento, pero sabía que era homosexual. Tenía el cincuenta por ciento de lo necesario, de acuerdo a la vox populi. Seguía a rajatabla la única medida de seguridad de los 90: nunca sin condón.

Los fármacos llegaron y se refinaron las pruebas para detectar a las personas con VIH. Empezaron a disminuir las muertes, pero el VIH-positivo quedaba marcado cual judío en la Alemania nazi. 

Las pastillas diarias, que en ocasiones llegaron hasta catorce, venían con una lista larga de efectos secundarios, uno de ellos muy visible: la lipodistrofia. Los pacientes veían cómo la grasa de su cuerpo se distribuía de manera irregular. Las caras huesudas eran un signo inequívoco. El VIH mantenía su rostro de parca en vida. 

Mientras que en países como España se lanzaban campañas como aquella mítica “Sida, NoDa: no cambies tu vida por el SIDA”, con la intención dual de prevenir la propagación y, a la vez, integrar a quienes vivían con la enfermedad, en Cuba todo era diferente. 

Por una parte, se daban charlas sobre educación sexual orientadas a la prevención de los embarazos no deseados y con el objetivo puesto en reducir el número de abortos. Pero, por otra, no se admitía públicamente la existencia de la transmisión del VIH y, por descontado, jamás se aludía a la homosexualidad como tendencia sexual posible en el “marco de una sociedad revolucionaria”. 

De hecho, en un libro cuya lectura era casi obligada para cada joven de mi generación, se trataba la homosexualidad como una desviación patológica, algo residual. 

Recuerdo más de una escena en la que mi yo joven leía y releía aquel capítulo dedicado a las aberraciones sexuales, en el que un pediatra alemán, consejero del Ministerio de Educación de la extinta República Democrática Alemana, Heinrich Brückner, nos metía a todos los homosexuales en un cajón de “inservibles”, usando pocas palabras. 

El libro al que me refiero, ¿Piensas ya en el amor?, se vende como pieza de colección en Internet por más de 200 dólares. Mi ejemplar se perdió con otros cientos de libros cuando mi familia vendió la casa donde nací.

La oficialidad intentaba por todos los medios ocultar los verdaderos datos de la incidencia de la pandemia en la Isla. Su modus operandi era la contención de la transmisión al estilo medieval. Cortar por lo sano y desechar lo infectado. 

Jamás se reconoció públicamente la vulnerabilidad de algunos colectivos. Todo parecía indicar que, mirando hacia otra parte, el problema dejaría de existir. No fue así, por supuesto. 

Quienes vivieron el doble calvario de Villa Los Cocos, y pudieron contarlo, dicen que aquello era como el mundo mismo, con sus clases sociales, dentro de un país que “supuestamente” las había eliminado.

Villa Los Cocos estaba dividida en tres partes o bloques. En la primera, Marañón, se alojaban las personas distinguidas, algunos homosexuales de abolengo y gente influyente caída en desgracia, pero con referentes en el gobierno. Luego estaba Arcoíris o la clase media, los “ni fu, ni fa”. Y por último el Edificio, donde ubicaban a la plebe social. ¿Quién lo diría?

Al principio quien entraba a Los Cocos no salía. Algunos se las ingeniaban para escaparse. Luego se establecieron pases regulares para aquellos que aún no manifestaban la enfermedad. La mayoría tenía que salir con acompañantes las veinticuatro horas, personas escogidas por el sistema que, generalmente, despreciaban a los “sidosos” por ser escorias sociales. 

Lo de los pases no fue muy bien acogido por la sociedad habanera: “Los sidosos andan por la calle”, escuché más de una vez en una esquina mientras esperaba para cruzar. Es triste pensar en todo lo que ocurrió tras aquellos muros. 

Con el tiempo fueron necesarios otras Villas Los Cocos. Con el tiempo el resto del mundo fue conociendo aquella medida inhumana que ningún parlamento aprobó. 

Todo acabó en 2005, cuando el gobierno de la Isla Metafórica puso fin a la reclusión de los seropositivos. Para entonces, muchos habían muerto sin poder llevar una vida medianamente digna durante sus últimos años.


© Imagen de portada: sergey mikheev.




Un jabón, unos pelos, un enano singón y una camisa Calvin Klein

Un jabón, unos pelos, un enano singón y una camisa Calvin Klein

Alberto Garrandés

Riverón es uno de los poquísimos narradores cubanosque hace lo que quiere con esas difíciles acotaciones de los diálogos, tras la cuales —ya lo he dicho: la mayor parte de las veces se trata de un ‘asunto de oído’— una página puede elevarse a la categoría de irrepetible.






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