Habría que preguntarse cuánto de fabulación y de estrategia se parapeta detrás de la crítica a una película, cuánto hay del aporte del escribidor de reseñas, pero sobre todo de qué vale este acto de desentrañamiento —más allá de empujar al espectador a pagar su billete y entrar en la sala oscura—, toda vez que el consumidor, por algo misterioso e irracional, suele reaccionar de disímiles maneras, ninguna concluyente.
De la utilidad (o no) de las reseñas sobre cine, ya otros han hablado. En “Los siete pecados capitales de la crítica”, François Truffaut, después de atacarlos con nombres y apellidos, aconsejaba no darle “demasiada importancia a los críticos”. Federico Fellini elogiaba a ese crítico que “habla de la película como si fuese una criatura viva, una persona, y no con la frialdad evaluativa y presuntuosa, con la distancia aséptica de un ingeniero”.
Por su parte, en el epatante prefacio a Un oficio del siglo veinte, Guillermo Cabrera Infante, exasperado pero admirativo al fin (como era de esperar), retrata al ya entonces desaparecido G. Caín como “un maestro del engaño literario, un artífice de la mentira inocente, un aficionado de la bola fantástica, un fanático de la falsificación audaz y siempre imaginativa”, atributos que emparentan al crítico (G. Caín gustaba llamarse “el cronista”) con una especie de histrión desatado, portador de una “pedantería elefantina”, pero capaz de terminar siendo un “extremista de los afectos que pasa de la invectiva al elogio con la velocidad de un bólido”.
A pesar de que Néstor Díaz de Villegas haya querido advertir en las palabras preliminares a su libro Para matar a Robin Hood (Hypermedia Ediciones, 2017) que, como lector del cine, se siente mucho más cerca de René Jordán que del ersatz de Guillermo Cabrera Infante, no cabe dudas que de Gibara a Cumanayagua, de La Habana (al menos de aquella Habana cainesca) a Los Ángeles, hay muchos más vínculos que los que podamos imaginar.
Porque, en efecto, de la invectiva al elogio, siempre a una celeridad inusitada, se leen estas crónicas de cine que, como las de Caín, fueron escritas para publicaciones periódicas durante el margen nebuloso de algunos años.
Decía “invectiva”, pues a Díaz de Villegas no le tiembla el pulso para asegurar que, con su desempeño en Vicky Cristina Barcelona, la carrera de Penélope Cruz “toca fondo”, para tratar a Clint Eastwood como “un chapado a la antigua”, para calificar a Medianoche en París, de Woody Allen, como “una película idiota que marca el final de una carrera”, para detenerse en “la imbecilización patriótica” de El ojo del canario, de Fernando Pérez, o para descubrir en Los dioses rotos, de Ernesto Daranas, “los diálogos más zocatos en la historia del pobre cine cubano”.
“El Terror socialista, a pesar de las advertencias de quienes lo sobrevivieron, sigue siendo la utopía de los progresistas, da lo mismo si son europeos, bolivarianos, coreanos o californianos”.
Por lo demás, este libro resulta un muestrario de lo que —y esta pudiera ser una confesión de G. Caín, sesenta años antes— Néstor Díaz de Villegas llama su “adicción y desdén por el cine americano”. Solo que aquí la mala leche contra Hollywood (que “nos alecciona, el muy hipócrita”) se embala, como en un tobogán vertiginoso hacia una piscina inflable que terminará estallando, y arrastra consigo también toda la lúcida virulencia que sea posible contra la Academia, la Iglesia, el Comercio, la Patria, la Moral, la Gentrificación, el Capitalismo corporativo, la Derecha, el Socialismo y la Izquierda.
Sí, sobre todo la Izquierda, “complicada y neurasténica”, con sus Whole Foods, sus tomates orgánicos y su gusto por San Francisco: la ciudad de la costa oeste, no el pobre santo italiano. “El Terror socialista —escribe Díaz de Villegas—, a pesar de las advertencias de quienes lo sobrevivieron, sigue siendo la utopía de los progresistas, da lo mismo si son europeos, bolivarianos, coreanos o californianos”.
De fogonazos como este está empedrado el sendero de estas crónicas que, en teoría, versan sobre cine, aunque sobrepasándolo, como cuando el autor advierte sobre la influencia de la pornografía en la manera en que el islam hace propaganda. La agudeza y la ausencia de pelos en la lengua —decíamos— del histrión, hace de Para matar a Robin Hood un libro sobre cine que tiende a derramarse, beligerante, para terminar matando a la crítica aséptica, a la ortodoxa y a la rastacuera.
Además de tender a una personalización de la crónica de cine —que este lector agradece—, con sus devaneos en compañía de un personaje llamado Esther María, con quien el lector llega a suponer que Díaz de Villegas está profundamente vinculado, por salas de cine en Santa Mónica, en Pasadena, e incluso en ese sitio hirsuto que es el Homestead floridano, estos textos destacan por su desapego a los utensilios habituales del crítico de cine modélico.
Nunca en estas piezas escuchamos hablar de dolly back o de travelling. La estrategia aquí es otra: la de la hermenéutica, la traducción de mitos. Lo suyo es la “lectura”, no el descuartizamiento técnico de una obra para cine. Lo suyo, por ejemplo, estaría en el desmantelamiento de la aureola humanístico-beatificadora de ciertos filmes, cuando se les retira la pátina edulcorante que los condujo a la Palma de Oro o al aplauso masticado y masificado de cierto y abundante espectador.
He aquí un ejemplo: cuando Díaz de Villegas descubre en el “impulso nativista” del cine de Alejandro G. Iñárritu, “la expresión fílmica de un nacionalismo a ultranza que bulle justo debajo de nuestras plantas”.
“Django desencadenado es Tarantino en su mejor forma”.
No suelen abundar aquí, insisto, apuntes sobre los trucos del montaje, el fulgor de la ambientación, las fallas en la iluminación; esto explica que se extrañe, entre otras, una línea sobre el uso de la cámara en El árbol de la vida, de Terrence Malick. La crítica cinematográfica de Néstor Díaz de Villegas huye de estos tópicos para centrarse, las más de las veces, en la simbología: descubriendo guiños, buscando claves, lecturas, por debajo del mantel, metáforas, signos, equivalencias, “reverberaciones ideológicas”…
En lugar de un crítico de cine ad usum, o un sociólogo, Díaz de Villegas es un lector de la Cultura, un interpreter. Y si no lo vemos así, malamente podríamos explicarnos sus textos sobre La grande belleza, Babel o Blue Jasmine.
Una de las peculiaridades formales de la crónica de cine de G. Caín, sobre todo de aquella escrita durante los años de Carteles, radicaba en lo categórico de su entrada en escena, de lo resolutivo de su primera mirada. Muy probablemente se trate de una técnica impuesta por el oficio de quien escribe para un lector ordinario, al que hay que zarandear, o como en los cuentos de Raymond Carver, donde la primera línea debía funcionar como un tortazo en la cara.
De ahí que, de esa obra maestra del desempeño crítico y del ejercicio egótico que es Un oficio del siglo veinte, se desprendan perlas como estas: “Livia es un film decepcionante”, “Nunca fui santa es una maravilla sintética”, “La dama de las camelias es la misma cebolla banal con que lloró nuestra madre”, “Adán y Eva prueba que el único castigo al pecado capital es el bostezo”, “El viejo y el mar es, fundamentalmente, un error”, “Gervaise es un film desagradable”…
Sin embargo, en Díaz de Villegas esta tendencia a la sentencia lapidaria no parte de una exigencia formal sino del tono mismo del interpretador de simbologías que simultanea su ojo aguzado con un puntero láser, para detenerse, enérgico, en determinados puntos de ese mapa cargado de sentidos que es una película, casi siempre en los recodos que conducen a cierta simbología, haciendo notar las costuras, ya no de la realización misma, sino del imaginario del realizador. “Esto ES esto: dejémonos de rodeos” —pudiera decir.
Y he aquí algunos ejemplos: “La película de David O. Russell no es nada del otro mundo”, “El último filme de Christopher Nolan es aparatoso y derivativo”, “Django desencadenado es Tarantino en su mejor forma”, “Nymphomaniac es el definitivo mindfuck”, “El cisne negro es una película patética que ha recibido cinco estrellas de los críticos”, “Charlotte Rampling [en Melancholia] es la encarnación fílmica de la vieja arpía llamada Europa”, “Lutz [en el filme Brüno] es la Cunegunda sadomaso que por amor al arte morderá el hisopo y limpiará inodoros con la lengua”…
Díaz de Villegas es directo y espeluznante. Un escritor que genera textos no aptos para lectores con problemas gástricos.
Que Néstor Díaz de Villegas lleve años asumiendo el papel del francotirador (lectura de culto para unos, objeto de desdén para otros) lo emparenta irremediablemente con el cine de ese Sacha Baron Cohen, al que también ha dedicado una de las reseñas de este libro.
Como los personajes de Borat, de Brüno, Díaz de Villegas es directo y espeluznante: el acezante conductor de una pipa —sí, un camión cisterna— cargado de nitroglicerina, un escritor que genera textos (no solo sobre cine) no aptos para lectores con problemas gástricos.
Cuando Baron Cohen y Larry Charles hacen sentarse a Paula Abdul literalmente encima de un obrero mexicano que por dinero se ha puesto en cuatro patas en una sala sin muebles, o cuando Borat logra que millones —eso, millones— de personas se crean que en realidad ha secuestrado a Pamela Anderson, no están sino haciendo uso de la pirotecnia del clásico agitprop, del lanzador de proclamas, de quien prepara a escondidas cocteles molotov: enarcar las cejas, generar la duda, enmudecer a la platea.
Experto en la puesta en escena (porque la hay, que no nos quepa duda: Néstor lleva años rodeado de actores y visitando el teatro), este poeta escribe una crítica de cine que escuece, que no oculta su mala uva, sin límites en sus argucias y sus invectivas: clásico ejemplo del espíritu-Borat, granguiñolesco, y de eso que, al referirse a Baron Cohen, ha llamado la “extraordinaria habilidad para producir sentido”.
En uno de sus textos sobre la reciente película Nadie, de Miguel Coyula —que no aparece en este libro, porque pertenece a una camada posterior— Néstor Díaz de Villegas se ha referido con sobrada razón a la “inagotable capacidad espectacular” de Fidel Castro.
No hay, lo sabemos, nadie en la historia del último siglo cubano que desplace a Fidel Castro del cenit del espectáculo. Reinaldo Arenas, Benny Moré, Cabrera Infante, Alicia Alonso, Celia Cruz, Eduardo Chibás y su pistoletazo, Víctor Mesa… excéntricos todos, quedan aquí, por culpa del hijo de Birán, sometidos a un segundo plano.
Sobre Díaz de Villegas, casi todos se preguntan cuál será su próximo texto. Ahí está su victoria.
Fidel es el Máximo Histrión; Díaz de Villegas lo sabe —no cabe duda—, pero, como el personaje de Brüno tras invadir la Costa Oeste, quiere y necesita morir en el intento, en su genuino asalto a las tablas, generando espectáculo, esta vez desde la crónica de cine (“criatura viva”, decía Fellini, pero a la que hay que asaetear), como antes y después lo ha hecho desde la oralidad teatral de su poesía o desde la diatriba de sus textos más políticos, sus posts sobre la cosa pública.
Si Brüno aspira a ser “la superestrella austriaca más famosa desde Hitler”, ¿será que Díaz de Villegas quiere ser el cubano más nombrado después de Fidel Castro? Si el plan de Brüno es convertirse en “la mayor estrella gay de cine desde Schwarzenegger”, ¿acaso este cronista, aunque pretenda disimularlo, desea entrar en los anales como el crítico más agudo y desacralizador de nuestro cine desde G. Caín? Todas las preguntas son posibles, porque eso es lo que provoca la escritura de este autor.
Sobre Sacha Baron Cohen (que todavía vive, a pesar de los fundamentalistas jasídicos, los supremacistas blancos y la ira fácil de Corea del Norte) muchos se preguntan todavía si en realidad secuestró a Pamela Anderson. Sobre Díaz de Villegas (que todavía vive, a pesar de Miami, la Revolución Cubana y los tantos amores del pasado), casi todos se preguntan cuál será su próximo texto. Ahí está su victoria.
Y luego, porque su trabajo en pleno resulta una pelea continua contra el sensitivity reader, esa nueva figura editorial (y moral) que se dedica a husmear en un manuscrito durante su etapa de edición, para expurgarlo de meteduras de pata con sufijo —fobia, de alusiones que puedan ser ofensivas para las minorías y hasta para los escrupulosos de la Historia; un ente muy en boga que no aguantaría un round con Aretino, Céline o Pasolini, entre otros.
Sería sano y aconsejable, pues, ver la obra toda de Néstor Díaz de Villegas como el anticuerpo generado por el mismo sistema (el de las letras) contra la monotonía de los críticos de cine al uso, los escritores de manual y los cultores de la compostura.
“¿Qué es una película mala y qué una buena? —se pregunta también Díaz de Villegas— ¿Dónde termina el simulacro y comienza el reparto de estatuillas?”.
Ya lo dije: todas son preguntas. Preguntas.