Llamadas telefónicas

Los caídos (Sexto Piso, 2018), de Carlos Manuel Álvarez, es, a primera vista, una novela bastante simple. Se compone de cinco partes numeradas, y cada una de los respectivos monólogos de los cuatro miembros de una familia nuclear: el hijo, la madre, el padre y la hija, siempre en ese orden. Aunque este recurso tiene antecedentes tan ilustres como el Faulkner de As I Lay Dying, la novela me ha recordado, inesperadamente, a José Soler Puig. El mejor Soler Puig, que es el de los setenta. Los monólogos interiores de Los caídos difieren del caótico “flujo de consciencia” de Faulkner, no solo por su corrección gramatical y su puntuación convencional, sino también por su homogeneidad. Los personajes usan un mismo lenguaje, como ocurre con las voces de los dos personajes centrales —dos hermanas que no se conocen— de El caserón, de Soler Puig. Además, en la novela de Carlos Manuel Álvarez la madre y el padre se llaman justo Mariana y Armando, como dos de los personajes de El caserón; y el hijo, en señal de distanciamiento, llama a su padre por su nombre, como en aquella novela Yolanda, en sus monólogos y cartas, llama a su madre Mariana. Quizás se trata de una coincidencia. Pero quizás no, porque este hijo ha recibido en el hogar una educación comunista, leyendo los libros que el padre le ha dado, y no es improbable que entre esos libros estuvieran Bertillón 166, El pan dormido y otras novelas de Soler Puig. Si el hijo resulta ser, al final, el autor del relato, es muy probable que Soler Puig haya sido una figura importante en su formación literaria.    

Hoy bastante olvidado, el narrador santiaguero fue por décadas un modelo de la novela revolucionaria. En el prólogo que escribió para El derrumbe, José Antonio Portuondo lo señalaba como el representante más logrado de la “naciente novela de la Revolución” (Polémicas culturales de los sesenta, Letras Cubanas, 2006, p. 254). Ese prólogo dio pie a una de las polémicas más sonadas de la década del 60: Ambrosio Fornet aprovechó para marcar distancias, en La Gaceta de Cuba, de la visión crítica de La Habana como foco de degeneración burguesa que no disimulaba el doctor Portuondo, y reivindicar, de paso, el nouveau roman. La cosa derivó en un debate de teoría literaria marxista, en el que uno insistió en la ortodoxia del realismo socialista mientras que el otro proponía una suerte de “realismo sin riberas”, para decirlo con los términos, entonces en boga, de un crítico comunista francés.

Y alertaba Fornet, a la vez, sobre las trampas de esperar una novela que viniera a captar de una buena vez la magnitud de la Revolución Cubana. “Sí, ya sé que todo el mundo está impaciente porque acabe de aparecer ‘la gran novela de la Revolución’. Pero, ¿y si no aparece este año? ¿Y si no aparece el año que viene? ¿Nos vamos a pegar un tiro? Quizás eso, ‘la gran novela de la Revolución’, sea una frase inventada por los críticos para no detenerse a analizar seriamente las novelas que van apareciendo. Lo que la Revolución ha estimulado y habrá hecho madurar en diez años es una novelística nacional; pero puede ser que la gran novela de la Revolución no se escriba hasta de aquí a diez…, o a cien años, o quizás ya se está escribiendo y solo de aquí a cien años los críticos la reconozcan como la gran novela de la Revolución” (p. 261). Parece, sin embargo, que en los largos años que siguieron el propio Fornet terminó cayendo en aquella misma ansiedad que en 1964 criticaba; en otra polémica, dos décadas después, saludaba Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, en términos semejantes a los que Portuondo usara para El derrumbe. Aunque seguía fiel a su idea de que no se trataba de una obra, sino más bien de todo un ciclo narrativo: “Si bien Las iniciales de la tierra no es la novela de la Revolución —esa categoría solo sería aplicable al conjunto de nuestra novelística—, tiene todos los rasgos de su arquetipo y es un texto sin el cual ya no podría hablarse de literatura revolucionaria, ni en Cuba ni fuera de Cuba” (Las máscaras del tiempo, Letras Cubanas, 1995, p. 64).

Pues bien, creo que podríamos leer Los caídos dentro de esta tradición, de ese debate sobre la novela de la Revolución. De algún modo, así parece quererlo el propio autor, quien hace que sus personajes llamen “los años duros” a los primeros años del “período especial”, cuando en realidad la gente en Cuba no les dice así. La referencia a Jesús Díaz puede verse como otro signo de esa voluntad de inscribirse en una serie definida, fundamentalmente, por su vocación de realismo. Se trababa, sobre todo, de conseguir unos personajes que fueran individuales, vivos, y además típicos, representativos de una situación social. Jesús Díaz lo logró admirablemente en Las iniciales de la tierra, superando obras anteriormente aclamadas, como La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño. No solo es la suya mucho menos maniquea, sino formalmente más elaborada e innovadora, sin perder ese nexo entre el destino individual y el sentido histórico que había de distinguir al auténtico realismo del formalismo burgués.

Pero esa novela debió publicarse antes. (Por Ambrosio Fornet sabemos que hubo una primera versión de la novela, en los setenta, cuando era impublicable, y luego una reescritura, en los ochenta). La súbita caída del muro de Berlín la volvería, de cierta manera, obsoleta. Porque los valores revolucionarios que personificaba su protagonista cayeron definitivamente en crisis, y con ello también el proyecto mismo de una novela de la Revolución. Carlos Manuel Álvarez renuncia a la grandeza de ese proyecto; más que una obra de largo aliento como Las iniciales de la tierra, Los caídos se asemeja a una novela corta como El caserón. En esta, publicada en 1976, el tema no es la Revolución en sí, sino un momento previo de la vida cubana, los años cuarenta, que la Revolución del 59 habría venido a redimir. El “yo” de la novela, la hija de Armando y Mariana, muere a causa de las agresiones que le ha infligido un sargento de la policía de Batista, pero Yolanda, la voz principal, regresa a su patria y se reconcilia con su familia. El triunfo de la Revolución, que hace posible esa reconciliación, cierra la novela en una nota optimista.

En Los caídos se trata, en cambio, de la gran decepción: la revolución no es novedad sino   anquilosamiento; no resuelve nada, hay que “resolver” por otros lados. No hay casi referencias concretas, pero las clases de inglés que la madre escucha en la televisión ubican la historia en la primera década del siglo XXI, cuando, pasada ya la racha de las “tribunas abiertas”, la “Universidad para todos”, uno de los proyectos  de la llamada “Batalla de ideas”, ofreció cursos televisados sobre materias tan variopintas como “Técnicas narrativas”, “Italiano”, “Ortografía”, “Astronomía” y “Ajedrez”. La alusión reiterada de los personajes a los años más duros del “período especial” como una época pasada, superada incluso, apunta, en específico, a la última fase de la “batalla” de marras, cuando en el marco de la relativa mejoría económica facilitada por la alianza con Hugo Chávez, se manejó en el discurso oficial la idea del fin del “período especial”. La olla arrocera, reina entre fabulosos electrodomésticos que vendrían a consumir menos electricidad, llegaba como heraldo de la buena nueva: pronto habría tal abundancia que la libreta podría ser eliminada.1 Nada de ello ocurrió, desde luego. La olla se convirtió en motivo de chistes que rodaban de boca en boca. El amago de volver al statu quo ante que habían sido los años ochenta, época de leche por la libre y movilizaciones de las MTT, estaba condenado al fracaso. La nostalgia del Comandante por los primeros sesenta, ostensible en sus frecuentes intervenciones en la “mesa redonda informativa”, no manifestaba sino su propia decadencia y la de “la Revolución”.

Son estos años, los últimos del castrismo, o acaso ya los primeros del raulismo, el contexto   de la historia de Los caídos. La brecha abierta en el muro del régimen es irreversible. Lo que se viene abajo no es la burguesía, como en El derrumbe de Soler Puig, sino una familia integrada, encabezada por un padre guevarista, que no usa, como otros, su Lada para llevar a los suyos de paseo los domingos, ni influencias para conseguirle al hijo un certificado médico que lo libre del servicio militar. Los “años duros” persisten, al menos como trauma: por algo siniestro ocurrido, o comido, en la época de mayor escasez, el padre y la madre jamás comen pollo. No viven en una casona venida a menos, como las que abundan en la versión Netflix de las novelas policíacas de Padura —la estetización de las ruinas, el espectáculo visual de la decadencia servido una vez más, de forma casi obscena—, sino en un apartamento de “microbrigada”. La Cuba de antes no aparece en la novela por ningún lado; no hay memoria o efecto estético alguno que compense por la pérdida de la Revolución. El único objeto importante, el televisor, fue adjudicado años atrás, en una asamblea del CDR, por méritos revolucionarios.

La desintegración de la familia y la crisis de los valores revolucionarios se reflejan. El padre  ha sido designado como director un hotel turístico; la hija había dejado la universidad para trabajar en el mismo hotel, pero para robar tiene que hacerlo ahora a escondidas de su padre; el hijo parte al servicio militar; la madre enferma de unos extraños ataques epilépticos que le provocan frecuentes caídas. El título alude a esas caídas, y también a un diálogo entre el hijo y el padre, ocurrido en la infancia de aquel. Como parte de su paideia comunista, Armando dio a leer a Diego la compilación de anécdotas del Che Guevara donde se cuenta aquella en que este rechaza el ofrecimiento, en una visita a la fábrica de bicicletas, de una bicicleta para su hija, porque pertenecían al Estado, al pueblo todo. Cuando el niño pregunta al padre que si es así por qué no se construye una bicicleta gigante, donde todos puedan pedalear al unísono, el padre responde: “Eso es lo que hacemos ya, hijo, de eso se trata, estamos pedaleando la bicicleta de la justicia. Entonces recuerdo la voz de mi madre, que parecía no atender pero que efectivamente estaba atendiendo, tal como siempre hacen las madres, que están en todo, diciendo que estábamos pedaleando, cierto, pero con la cadena caída” (p. 60).

La imagen del comunismo como trayecto al futuro, que tuvo una formulación antológica en “El socialismo y el hombre en Cuba”2, regresa en un sueño recurrente de Armando, en el que hace un viaje en auto por una carretera que no sabe cuál es. Por el camino ve a iconos revolucionarios como Marx, Engels, Lenin, Rosa Luxemburgo, y el propio Guevara con su bicicleta ponchada. Todos piden un aventón. Y él trata de dárselo, pero no logra detener el auto. “Hay un forcejeo, quiero adelantar a los míos, pero el auto sigue de largo, y desde el retrovisor los miro mirarme, estoicos todos, impertérritos, diciendo con la mirada: Sálvanos, compañero. Llévanos contigo, camarada. Ya ahí la pesadilla se vuelve un desasosiego” (p. 70). Armando llega solo al porvenir. Y lo que ocurre ahí, en el futuro prometido por los visionarios del comunismo, es un relato, relato dentro del sueño, que no voy a entrar a analizar para evitar spoilers. Baste apuntar que es una alegoría, otra más, del fracaso.

El conflicto del padre está entre sus ideales revolucionarios y la implacable realidad de los “años duros”: el viaje en auto del sueño tendrá una contraparte más prosaica: viaje al campo para comprar comida, comida que, adquirida ilegalmente, será decomisada por la policía… El conflicto del hijo entre esa misma realidad y que el padre le inculcara aquellos valores inservibles. “Armando, incansable, siguió inoculándome su energía positiva, su código moral, su inagotable optimismo, inyectándome todo el material radioactivo que, por supuesto, en cuanto entró en contacto con la realidad no hizo más que estallar como el líquido de una batería rota y transformarse en frustración. Tengo dieciocho años y soy un viejo. Eso era lo que en realidad Armando me estaba inyectando. Y sí que llegas a padecer los conflictos y las creencias de tus padres. Es la fractura que te ha engendrado, hasta que te sacudes con furia. / La enfermedad de mi madre es a la larga un anzuelo que mi madre ha lanzado para que regrese a ellos” (p. 60).

Una de esas caídas ocurre en la quinta parte de la obra, cuando el hijo vuelve a casa tras concluir el servicio. Unos días antes, el padre le ha dado un bofetón por contar un chiste contra el gobierno. ¿Podrán reconciliarse, superar el hijo el resentimiento acumulado desde que su padre, a los seis años, le reveló la inexistencia de los Reyes Magos, dejándolo “sumido en la orfandad”, “a solas en la habitación oscura de [su] inteligencia”? ¿Podrá salvarse la familia, y con ella, algo de la Revolución misma, su espíritu, su corazón central intocado por el tiempo, la alegría, las adversidades? El caserón terminaba en 1959, con el triunfo de la Revolución; Los caídos no termina con el final de nada. No hay Evento, caída apocalíptica, sino pequeñas catástrofes, una vida cotidiana que se ha vuelto tan opresiva, pesada, como lo fuera en aquellos tiempos de Machado o de Grau contados por Soler Puig. Se acumulan las catástrofes, pero no se llega a un punto realmente climático. Los caídos no es una novela cerrada, conclusa. En el último capítulo, la hija cuenta una conversación que tuvo el día anterior con su hermano, en el coche de regreso a casa desde el hospital. El tema es las cosas cuya apariencia engaña, y en especial, el caso de los pollitos amarillos que mucha gente criaba durante los “años duros”. Los pollos parecen nobles, pero en realidad son sádicos.

¿Qué significan estos pollos a los cuales “el aburrimiento” conduce a picotearse entre sí, inmisericordemente? ¿Es el hijo, en sus interminables noches de guardia, uno de los pollos en quienes el tedio hace presa? ¿Son las llamadas que recibe la madre ese “acto siniestro” (p. 38) que perpetra el recluta en absoluta soledad, su “arma secreta” para vencer el horror? ¿El producto, monstruoso, aberrante, incomprensible, del aburrimiento, o más bien una reacción, monstruosa, aberrante, incomprensible, al intento desesperado de ella por recuperarlo para ese núcleo familiar (e ideológico) en bancarrota? En cualquier caso, las llamadas, signos de un conflicto menos visible que el que enfrenta a padre e hijo, y para cuya expresión este debe recurrir, acaso, a la voz de otro, son la clave de este pequeño mundo de Los caídos. Las llamadas y los pollos, más que la bicicleta sin cadena, imagen demasiado obvia, o el pesadillesco viaje al futuro en un auto que deja atrás, tirados en la carretera, a los mismísimos profetas.

Hay llamadas telefónicas, también, al comienzo de otra novela reciente que habría que ver igualmente como parte de la serie de novelas de la Revolución después de la Revolución: La casa y la isla (Alianza de Novelas, Madrid, 2016), de Ronaldo Menéndez. En “Ritmo telúrico”, la primera de las cuatro partes que la componen, dos personajes que por razones diversas han arribado a puntos críticos de sus vidas, llegan a converger gracias a que a uno de ellos “se le ocurrió utilizar la desquiciada circunstancia de las llamadas telefónicas para algo” (p. 19). Luego del azar de la llamada equivocada, de nuevo la suerte o el destino, un accidente de tránsito resulta en otro encuentro, que es en realidad un reencuentro. Tenemos ya a tres personajes, de nombre Anabela, Rebeca y Montalbán, encerrados en un caserón de Buenavista: he aquí el punto de partida para una novela cuyo título revela ya toda su ambición. “Ronaldo, a los 38 años, tiene un potencial enorme. Todavía está por venir su novela de largo aliento” (Encuentro de la cultura cubana, No. 50, 2008, p. 264), escribía hace una década Ena Lucía Portela en una reseña de Río Quibú, y La casa y la isla es justo eso, la esperada novela larga de un autor que ha escrito cuentos y novelas cortas magistrales.

Si Carlos Manuel Álvarez evade el modelo de Las iniciales de la tierra en favor de la brevedad y la contención, Ronaldo Menéndez no. En La casa y la isla hay muchas peripecias,  color local, lenguaje popular. Dejando atrás el registro alucinado de Río Quibú, Las bestias y De modo que esto es la muerte, donde la estilización de lo costumbrista rozaba lo fantasmagórico, esos terrenos de la abyección donde aparece no ya tanto la común realidad como eso, mucho más siniestro, que en jerga lacaniana llamaríamos “lo real”, La casa y la isla tiene una clara voluntad de realismo, cierta búsqueda de la tipicidad. La estructura retrospectiva de la novela, cuyo grueso son dos largos flashbacks entre esos dos momentos del presente que son el “Ritmo telúrico” y el “Ritmo hesicástico”, recuerda incluso a la de Jesús Díaz, donde la totalidad de la experiencia revolucionaria es rememorada por el protagonista entre el momento en que se enfrenta a la planilla y el momento en que comparece en la asamblea. En Las iniciales de la tierra, esa experiencia es la de los revolucionarios de su generación, con sus milicias, su caminata de 62 kilómetros, su Playa Girón, su Crisis de Octubre y sus zafras del pueblo. Para Ronaldo Menéndez, es la experiencia de otra generación, la suya propia: “Habíamos nacido después del año 1959, no éramos parte de la Revolución, sino una consecuencia” (p. 273).

Las respectivas historias de infancia y adolescencia de Anabela y de Montalbán ofrecen una crónica de los años setenta y ochenta en Cuba, con las ilusiones y desengaños de quienes creen fervorosamente en la justicia del régimen. Anabela procede de un hogar modesto, perteneciente a “la especie de los comecandelas consecuentes, la gente humilde y franca sobre cuyas espaldas se sostenía casi toda la Revolución” (p. 81), y en las casas de sus compañeros de la escuela Lenin, hijos de pinchos y ministros, ella descubre el modo de vida “burgués” de la nomenklatura. Vive además la contradicción entre sus ideales revolucionarios, inculcados en la casa y la escuela desde la más tierna infancia, y su amor adolescente por el rock, considerado por las autoridades como “diversionismo ideológico”. Luego, en las “Asambleas por la Educación Comunista”, es testigo, y víctima, de cómo el sistema aprovecha, y aun estimula, las mezquindades humanas.

Entre la férrea disciplina de la escuela y las fiestas con cubalibres del Vedado, la parte de La Lenin —que ocurre en la época de oro de la vocacional, cuando era secundaria además de preuniversitario y tenía seis unidades, pisos como espejos, modernos laboratorios y hasta una fábrica de radios—, tiene algo de “ciudad y los perros” cubana, socialista: el fascismo es, aquí como en el colegio militar peruano, una de las posibilidades latentes de la adolescencia, época donde un año más o un año menos puede representar un mundo y la presión del colectivo, la mirada de los otros, pesa más que nunca. Pero en este relato de los años formativos de Anabela, a pesar de todo y de su trágico final, sobre la estupidez prevalece la poesía de la “edad lírica”, que consiste justo en la enormidad de lo posible, la apertura del mundo por delante. Ronaldo Menéndez cita alguna reflexión de Kundera y en algunos lugares la narración recuerda incluso la manera cómo este observa con distancia a sus personajes, pero su visión de la juventud es mucho más amable que la del autor de La vida está en otra parte.   

A diferencia de Anabela, Montalbán procede de una familia de negros delincuentes, santeros y desafectos. Su apego a la Revolución es parte de su absoluta disimilitud con su entorno familiar, un afecto paralelo y equivalente, en cierto sentido, a su vocación literaria. El éxodo de Mariel y la batalla de Cuito Cuanavale son momentos cruciales de su vida, como Girón y la zafra del 70 lo fueron de la de Carlos Pérez Cifredo, en Las iniciales de la tierra. Gracias a la pulcra medicina cubana, o a los macabros ebbós de su padre, Montalbán ha superado un trasplante de riñón. Aquí no falta nada: ni hechos históricos ni talleres literarios ni ceremonias de brujería. El riesgo que, en su polémica con Ambrosio Fornet, señalaba Leonardo Padura a la empresa de Jesús Díaz —que al escribir una obra así, terminara por “contarnos otra vez lo que todos conocemos”— lo corre Ronaldo Menéndez, a veces en detrimento de la verosimilitud.3

La casa y la isla es, posiblemente, la última obra de esa promoción narrativa que Salvador Redonet llamó “los novísimos”, y la historia de Montalbán incluye también el relato, con algo de roman à clef, de uno de los principales focos de esa literatura: el grupo El Establo. Con el antecedente de Las ciudades perdidas, donde Jesús Díaz novelizó sus tiempos del primer Caimán Barbudo, y siendo los ochenta, después de todo, años menos ricos, menos interesantes, que los sesenta, esta parte habría sido posiblemente la más floja, la más tópica del libro, pero se enriquece notablemente gracias a la presencia siniestra de la Seguridad del Estado, que con suma maestría el narrador, que ha resultado ser también un personaje y, encima, llamarse como el autor, va revelando en su relato de los avatares del grupo. “La Seguridad del Estado es un fantasma que recorre el mundo, tu mundo” (p. 255): violencia casi invisible, sorda, espectral, ante la cual la paliza que los policías propinan a los indefensos muchachos de El Establo, tras pillarlos in fraganti pintando el parque de Paseo y 23, palidece.

El Establo es, en la evocación de Ronaldo, todo lo contrario: el sueño de la playa bajo los adoquines del socialismo real, la idea de una primavera de La Habana. “Por una plaza humana” se llamaba uno de los escritos del primer número, censurado, de El Güije Ilustrado, y esa aspiración resume igualmente “aquellos felices años ochenta” que rememora La casa y la isla. Pero la intención aquí es mucho más documental; no se trata, como en la novela de Jesús Díaz, de novelizar las pasiones —admiración y emulación a partes iguales— que propulsan a un cuarteto de jóvenes literatos, sino de comunicarle al lector, con la mayor fidelidad posible, una cierta atmósfera, una euforia contagiosa: “Si uno investiga someramente —otra vez Google, que suena a ganglio o pelota inflable—, podrá conseguir mucha información más o menos fidedigna sobre la movida cultural cubana de los ochenta. Pero lo que ningún apunte puede trasmitir es el olor y el sabor: olía a hierba fresca, a barricada, a smoke urbano. Sabía a carne cruda y agua dulce. Y sonaba a rock, a novísima trova y arte de vanguardia” (p. 275). Se trata, claramente, de la última oportunidad de la Revolución para coincidir con la imagen romántica que se tiene de ella, adquirir por fin un rostro humano. La destrucción de esa utopía, a manos del aparato represivo y de la propia historia, es el fin de la Revolución.   

De ahí, de los sueños de perestroika, se pasó, inopinadamente, al “período especial”. Los autores del fanzine El Establo se salvaron del castigo que soportaron los de El Güije Ilustrado, y el país cayó de cabeza en un pozo ciego. “Cuando algo se muere, conviene urdir un luto acorde con la magnitud de la defunción. Pero los años noventa en Cuba no dieron tiempo a ponerse el traje negro y encargar un ataúd. Al Estado de bienestar cubano, ya de por sí bastante pobre, le dio un infarto masivo” (p. 315). El mejor símbolo de ese cataclismo es justo la bizarra situación, cercana al registro cortazariano de algunos de los cuentos de Ronaldo Menéndez, que se produce cuando a Montabán, Anabela y Rebeca “se les ocurrió la disparatada idea de encerrarse a cal y canto en el viejo caserón del barrio de Buenavista y desconectar el teléfono” (p. 334). La circunstancia, parecida a la de “La urna y el nombre (un cuento jovial)”, de Ena Lucía Portela, que cierra la antología Los últimos serán los primeros (Salvador Redonet, Letras Cubanas, 1993), es claramente simbólica, o alegórica. Si en la época de la Revolución triunfante las casas eran tomadas por las masas, manifestando así la necesidad histórica, esto es, el avance indetenible del proletariado y la decadencia de la subjetividad burguesa (“Nuestra casa, desgraciadamente, es el último reducto de los sueños de autonomía. El hábitat de los medios materiales del exilio interior […] la vía del cultivo de la enajenación superviviente”, escribía Roque Dalton en 1969), ahora esa forma extrema de alienación que es el “incilio” viene a ser la última respuesta a la contingencia de la historia. “La casa” como alternativa a “la isla”, un adentro que es un afuera.

Pero La casa y la isla no termina ahí: digamos, sin contar el final, que a este enclaustramiento, que dura algunos meses y que la novela no llega a narrar nunca, porque es como un paréntesis alucinatorio, inverosímil, irreal, que solo existe para que se pueda contar todo lo otro, esto es, los bildungsromans de Anabela y Montalbán, se impone, de nuevo, el registro realista. Ya lo habíamos dicho, no son tres los principales personajes, sino cuatro, y el cuarto, el narrador que había aparecido hasta entonces de forma muy discreta, va a protagonizar la cuarta parte de la novela. Su historia, en un par de sorprendentes tours de force, se va a ligar definitivamente a las historias de Anabela y Montalbán. En esas últimas páginas, el libro recobra mucho de la fuerza que había perdido en la parte de Montalbán. Como Los caídos, La casa y la isla termina bien.

Las dos novelas comparten, sobre todo, el protagonismo de los integrados al régimen, sujetos que no aparecen, ciertamente, apenas en el catálogo de los “novísimos”, y mucho menos, en el de la “generación cero”. El padre, en Los caídos, es un caso de fidelismo recalcitrante, ejemplar de una especie en peligro de extinción. En una época donde esa forma de pensar es cada vez más rara, Armando no deja decaer su optimismo: “Cuando me dicen que todo va a peor, yo pienso en mi mesa, en mi mesa ahora y en mi mesa hace diez años, y sé que todo no va a peor, sino que mejora, sí que lo hace” (p. 25). Los empleados del hotel a quienes no les deja robar ni majasear resienten su intransigencia, y él desprecia la vagancia de ellos desde la altura de su propia abnegación: “A veces este país es demasiado bueno con su gente. Les da mucho a cambio de poco” (p. 22). ¿No es este el último argumento del régimen: agotado ya el recurso al “bloqueo”, culpar del fracaso al “cubano”, sus inveterados vicios entre los que destaca, desde luego, la proverbial vagancia? Ah, si todos fueran tan abnegados y honestos como él, las cosas no irían tan mal…

A este fidelismo trasnochado, tan candoroso como necio, responde Ronaldo Menéndez con la advertencia, en La casa y la isla, de que “quizá el secreto de la perpetuidad revolucionaria cubana está en el tremendo relajo laboral y la desaforada vagancia de la que ha gozado todo el pueblo trabajador” (p. 65). En su relato de los setenta y ochenta, él destaca también a personajes que son ciegos a esa realidad, como a tantas otras: los padres de Anabela, quienes “pertenecían a ese sector social cubano al que podríamos llamar “compañeros revolucionarios”. Gente que no participó directamente en la lucha clandestina contra la dictadura de Batista, ni se unió a la banda de guerrilleros de la sierra Maestra, ni estuvieron involucrados en bombitas callejeras, grafitis subversivos o ambiente de mafias universitarias contra la dictadura. Venían de familias tan pobres que no tuvieron oportunidad ni tiempo libre para hacer la Revolución” (p. 63). Arriba dije que en esta novela no falta nada, pero sí falta algo: tenemos una tipología de los “comecandelas”, sus distintas variedades y matices, pero no la perspectiva de los “gusanos viejos”, aquellos que jamás comulgaron con el régimen, y si fueron a reuniones del CDR fue obligados, para no perjudicarse ellos o a sus hijos. En La casa y la isla, como en las novelas policíacas de los setenta, los únicos desafectos son santeros y delincuentes. Si la novela contara la historia de la vida de Rebeca, habría sido justo hacerla proceder de una familia “gusana” y a la vez decente; se completaría así más ese fresco de la sociedad cubana que busca ofrecer.

Pero se entiende la primacía otorgada a los fidelistas. Solo para los que creen ciegamente la pérdida de la fe puede ser tan traumática como aquellas “caídas hondas de los Cristos del alma” que decía Vallejo. En este tipo de novelas, las novelas de la Revolución perdida, esa integración inicial parece ser una condición de posibilidad, como lo es, paradójicamente, la propia crisis de los años noventa. Es solo cuando el ciclo se ha cerrado que puede escribirse la novela de la Revolución: si los “años duros” —los de Jesús Díaz— son la época en que, entre el heroísmo de la guerra y el trabajo productivo, emerge un nuevo sujeto, y los setenta y ochenta, época soviética, años grises donde los productos de la Revolución, ya sin pecado original alguno que purgar, eran formados en las escuelas de la Revolución, el “período especial” —los “años duros” de Los caídos— son una nueva coyuntura en que se transforma la subjetividad, ahora en sentido contrario, hacia el individualismo y el escepticismo.

Esa noción pesimista del hombre que Diego rumia en los últimos días de su servicio militar4, ¿no es, en cierto modo, el reverso extremo, levemente retórico, del optimismo revolucionario del padre (Armando) y del padre putativo (La Revolución)? Para llegar ahí, habiendo partido de Guevara y Polevoi, se necesita la fractura, la emergencia de una nueva subjetividad liberada de la ideología revolucionaria, que ahora se revela como “falsa conciencia”. Es así en el caso de Diego, que despunta ya acaso como escritor, y, sobre todo, en el de Ronaldo personaje, que para fines de los ochenta “estaba empezando a creer que todo en la Revolución era una farsa” (p. 281) Ciertamente, la disidencia —en el sentido propio del término, de apartamiento de una doctrina, una creencia o una organización de la que se formó parte— permite narrar la totalidad, esa experiencia colectiva que aparece como condensada, esbozada en tres o cuatro trazos, falta de color local, en Los caídos, y mucho más detallada, pintada y coloreada en La casa y la isla.

Ambas novelas comparten, no ya el afán, o la solución, de lo autobiográfico, sino, sobre todo, un realismo esencial. Como la había en Las iniciales de la tierra, donde cada capítulo empezaba in media res, hay en ellas, desde luego, mucha técnica —en Los caídos el recurso a la multiplicidad de puntos de vista, que obliga al lector a reconstruir la anécdota desde las diversas perspectivas de los personajes; en La casa y la isla, que es toda un derroche de arte de narrar, la mayor destreza técnica es la instancia narrativa misma, cuya participación en la historia se va revelando de manera sorprendente en el relato—, pero están claramente lejos de la experimentación que algunos críticos han destacado en una parte importante de la narrativa más reciente. Tienden a la legibilidad. Nada tienen de cosmopolitismo, no quieren olvidar a Cuba ni borrarla. Evidencian, de sobra, que ni el realismo ni el tema nacional son necesariamente una limitación en la actual coyuntura de la literatura cubana.

Con todo, estos libros decepcionan un poco, nos parecen inferiores a sus autores. Después de La tarde de los sucesos definitivos y de La tribu, esperábamos más de Carlos Manuel Álvarez. Y más es también más páginas: la novela, como ha señalado Jorge Enrique Lage, “termina cuando pudiera seguir, o cuando apenas empieza”. La casa y la isla, por su parte, da la impresión contraria, como si le sobraran párrafos algo didácticos o documentales. Y ese registro coloquial o informal que a veces adopta la voz narrativa, ¿no resulta algo impostado, chirría?5 Es una novela excelente, pero inferior a Las bestias y a Río Quibú. No tan redonda como aquellas.

Fatal, irónicamente, seguimos en espera de la novela de la Revolución.
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Notas:

El discurso del 8 de marzo de 2005, en el que Fidel Castro prometió a las mujeres cubanas la olla arrocera, fue celebrado por la prensa oficialista como la declaración del fin del “período especial”. Ese discurso pareció anunciar, incluso, una nueva “ofensiva revolucionaria”. Si el 13 de marzo de 1968, en su sonado discurso de la escalinata de la Universidad de La Habana, Castro había afirmado: “no haremos jamás una conciencia socialista, y mucho menos una conciencia comunista, con mentalidad de bodegueros [...] No llegaremos al comunismo por los caminos del capitalismo, porque por los caminos del capitalismo nadie llegará jamás al comunismo”, ahora declaraba que “nos equivocamos” si creímos que con métodos capitalistas se construye el socialismo. Entonces declaró la guerra a los dueños de bares y de puestos de fritas; ahora a los “nuevos ricos”. La “desburocratización” en 1968; ahora la “lucha contra la corrupción”. Entonces, la crítica del dinero; ahora, la determinación de desvalorizar el dólar frente al peso cubano, que tenía como horizonte eliminarlo. Entonces, el énfasis en la conciencia y los estímulos morales, ahora el llamado de Felipe Pérez Roque, Ministro de Relaciones Exteriores, en su discurso del 26 de diciembre de 2005, a la “austeridad moral” y el “ejemplo” de los dirigentes.

“Así vamos marchando. A la cabeza de la inmensa columna —no nos avergüenza ni nos intimida decirlo— va Fidel, después, los mejores cuadros del Partido, e inmediatamente, tan cerca que se siente su enorme fuerza, va el pueblo en su conjunto; sólida armazón de individualidades que caminan hacia un fin común; individuos que han alcanzado la conciencia de lo que es necesario hacer; hombres que luchan por salir del reino de la necesidad y entrar al de la libertad” (Revolución, letras, arte, Letras Cubanas, 1980, p. 47).

3 Si Montalbán tenía dieciséis años en el 80, cuando la crisis de Mariel, a los dieciocho, cuando la novela lo pone entrando en el taller literario de Playa, debería estar entrando al servicio militar, si es que no cogió carrera; no es entonces verosímil que entre al servicio en 1987, a los 23, para coger Medicina por Orden 18. Y si entró a estudiar a la universidad en 1988, el presente de la novela, cuando es ya un residente en el Hospital Oncológico, debe andar por 1995, por lo que la referencia a la mesa redonda informativa (p. 32), que no comenzó hasta 2000, es un anacronismo.

“El margen con que el hombre cuenta para hundirse o salvarse es muy poco, y transcurre preferiblemente a una edad, a los catorce, a los quince, en que el hombre es inconsciente de ello, de todo lo que está en juego, lo que explica por qué la humanidad no es más que un multitudinario desfile de frustrados” (p. 85).

“Anabela se volvió loca. Vamos, que se le fue la olla, se rayó, se volvió cracy crazy, majareta a tiempo completo” (p. 177); “Una semana después, el Nubio no había mejorado y a nadie le cabía la menor duda de que iba a ser trasladado en breve al ‘barrio Bocarriba’, meterse en el traje de palo, ponerse a chupar gladiolos” (p. 204).
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