Debe de haber un sentido para todo esto. Quiero decir: el cielo es azul, el filo corta, las noches y los días se suceden como si esa rutina fuese lo más común del mundo. Sin sobresaltos, sin demasiada pasión, el hilo de las causas enhebra cada acontecimiento con su eficiencia de ley natural.
Y la gente actúa con normalidad, sin exabruptos, mientras el narrador avanza de un escenario al siguiente como un personaje más, fluyendo en calma, describiendo lo que ve, sin sorpresas, o sin que la sorpresa lo haga perder la compostura. Y cuando el final de cada historia llega, él pone su punto y las deja, sin patetismo, sin ataduras, para regresar al silencio.
Así de simple.
Quizás el lector se pregunte si hay algún motivo para eso; quizás sienta algún ligero escalofrío ante tanta paz. Quiero decir: no es obligatorio, pero tal vez alguien sospeche que es absurdo. Tal vez la normalidad lo estremezca. Aunque ese imperturbable narrador jamás haya puesto una duda en su cabeza. Lo cierto que es al leer sus cuentos acabo siempre pensando en las paradojas, en la concurrencia de lo asombroso con el hastío y el hábito de la realidad.
No es casual, pienso, que sea precisamente una paradoja lo que nos propone el primer relato, “El lado oscuro de la luna”, de su primer libro homónimo (Extramuros, 2000, pp. 5-9), aunque lo paradójico, esa suerte de coincidentia oppositorum, puede advertirse más o menos solapada en casi toda su obra.
Raúl Flores Iriarte (La Habana, 1977) ha publicado más de una decena de títulos entre cuentos y novelas breves, relatos en los que aparece —como una constante— ese narrador impávido, ese testigo de un mundo roto y sin sentido, habitado por personajes que parecen haber hecho del vacío su espacio. Un vacío que llenan con el vacío de sus propias vidas.
En aquel primer libro, la muerte es uno de los temas recurrentes: suicidios, accidentes, homicidios, o, sencillamente, reflexiones sobre la condición mortal del ser humano.
En casi todos los casos, la muerte nos enfrenta a otras cuestiones afines: la (in)trascendencia, el (sin)sentido de la vida. Así ocurre en “El blues de la muerte”, “Ayer”, “Penny Lane”, “Chica delgada”, “Del sultán y el niño”, “Sueño del delfín” y los dos textos titulados “Pedazos de ocho”. Pero el tema se aborda también, indirectamente, en el relato “Sombras que sólo yo veo”, donde la sombra adquiere el aspecto de un arquetipo del alma.
Esa otra forma de la muerte —la de quien continúa viviendo aunque ha perdido el espíritu, o peor aún, la de quien tiene su espíritu vacío— es, en mi opinión, uno de los hilos centrales en toda la obra de Raúl Flores. Así se nos presenta en el relato “Héroes”, de El hombre que vendió el mundo (Letras Cubanas, 2001, pp. 27-29), su segundo libro: una muerte estúpida, inútil, tan vacía de sentido y tan absurda como la vida que el personaje ha vivido. Y así aparece también en “Cuando se acabe”, del tercero de sus libros: Bronceado de luna (Extramuros, 2003, pp. 24-26).
Los muertos de estos relatos son siempre personajes principales, a veces es incluso el propio narrador fallecido quien nos habla. Pero hay muchas otras muertes que forman parte del entorno en que las historias transcurren y a través de las cuales percibimos la anomia, la falta de empatía, el escaso o nulo respeto por la vida de los otros o la suya con que esos seres vacíos enfrentan la existencia.
Tal es el caso en “Ojos azules” (La carne luminosa de los gigantes, Abril, 2007, pp. 84-91), un relato (post)apocalíptico con suicidios masivos, asesinatos y presuntos vampiros; o en varios de los relatos incluidos en Esperando por el sol(Ediciones Matanzas, 2015), donde el narrador suele matar sin causa ni remordimiento alguno, o ver morir a sus familiares y amigos con la misma impavidez con que se mira una hoja caer en el otoño, a veces incluso con la misma satisfacción con que se degusta algún manjar. Léanse, por ejemplo, los cuentos “Agujeros” o “Las piernas de la camarera”.
La actitud de ese narrador, que he llamado antes imperturbable e impávido, nos coloca frente a una inversión radical de los valores. En el extraño mundo que nos describe, la gente parece vivir sin temor a la muerte o al castigo, sin culpa, sin dolor ni apego, sin pensar demasiado en las consecuencias de sus actos, sin futuro y sin angustia. O, por el contrario, han aprendido a sacar placer de aquello que en otras circunstancias podría atormentarlos.
Así, los protagonistas del cuento “Chupamos sangre joven” han hecho del odio una práctica diaria. Es para ellos como el ejercicio físico, como el asesinato y el canibalismo, algo de lo que jamás se avergüenzan. Y su víctima, esa adolescente que han descuartizado y se han comido en la oscuridad de un parque, tampoco da muestras de preocupación por su terrible fin: “Increíble como todo puede terminar tan mal, dice entonces su boca desdentada. Sus manos acompañan la expresión y rascan cejas inexistentes. Las cosas que una cree, o cree que cree, cambian continuamente. Como Heráclito y el fuego y el río que nunca se cruza…”.
En este y otros relatos de Raúl Flores, el acto de morir carece de significado real. Los personajes mueren o se automutilan, pero nada parece cambiar para ellos: siguen de algún modo vivos, hablando, actuando en una realidad paralela o en la misma. Dos casos paradigmáticos son “Marilyn y John”, el primer cuento de El hombre que vendió el mundo, y “Que habla del corazón”, en Días de lluvia (Editorial Unicornio, 2004, pp. 44-46).
El escaso o nulo valor que los personajes dan a sus propias vidas, las tendencias suicidas o autodestructivas, y el inmenso vacío que las provoca, son una suerte de leitmotiv, un indicador de la profunda decadencia de ese mundo que Flores Iriarte pone ante nuestros ojos. Véase “Dancing days”, en Bronceado de luna, o “She hates me”, en Balada de Jeanette (Ediciones Loynaz, 2007). Quizás por eso nada es tan importante para esos personajes; quizás por eso matar sea, para ellos, un acto tan natural.
“La noche en que cumplí treinta y un años me la pasé apuñalando bolivianos. No por nada, no es que me cayeran mal, pero era lo que me apetecía hacer y me dije Bueno, un día es un día. No siempre se cumplen treinta y un años, así que salí a divertirme un poco, y a apuñalar bolivianos”.
Así comienza “Quinta muerta”, uno de los textos que integran Esperando por el sol. Sobre este libro escribí alguna vez lo siguiente:
“El humor y la ironía como mecanismos de defensa ante las situaciones, ese fluir con los eventos sin implicarse en ellos, poniendo siempre un freno a la emoción, es una actitud que traspasa al narrador y a casi todos los personajes de este libro: seres descreídos y lúcidos, cínicos y valientes a su modo, aunque sin demasiadas ataduras morales, como ese raro mundo en el que —más que vivir— parecen estar de paso. El dramatismo de los cuentos adquiere así un tono de aparente intrascendencia, de futilidad, y como en sordina avanza en cada frase una corriente sutil, una tensión de fondo que electriza al lector y lo confronta con su propia realidad, con el absurdo de sus propias circunstancias”.
El absurdo. La sensación de absurdo. La descripción reiterada y meticulosa de ese abismo habitual, un abismo que es superficie a fuerza de omnipresencia, y donde no tiene sentido alarmarse o sorprenderse o llorar porque, a fin de cuentas, nada cambia, nada termina, nada importa.
El absurdo es, en mi opinión, esa figura que se va construyendo con cada nueva pieza del rompecabezas, con cada nuevo relato en la ya extensa obra de Raúl Flores. El absurdo y —lo que me resulta aún más interesante— la capacidad para sobrevivir en ese absurdo.
Hay algo heroico en esos personajes, con toda la futilidad que pueda albergar la palabra héroe en un contexto como este. A propósito de la publicación de Balada de Jeanette, hace poco más de doce años, escribí:
“Vidas que fluyen en el absurdo cotidiano de la ciudad, casi habituadas a la ausencia de sentido que respiran, casi libres en el margen, prisioneros de un mundo brutalmente vacío e indiferente; héroes como tú y como yo, debatiéndose en la sombra, en el hastío, anónimos a pesar de sus nombres, reales en la ubicua incertidumbre de una irrealidad que los lleva de una situación a la siguiente, siempre a punto de morir, siempre a punto de encontrar, sin escapatorias, sin alivio. […] Balada de Jeanette es un cuaderno de bitácora, el diario de un náufrago a la deriva, un retrato fiel —descarnado a ratos— de estos días”.
Ese heroísmo lleva, como en los tiempos clásicos, el signo de la fatalidad, de lo ineludible de un devenir que hace de cada vida individual un instrumento para la realización de un propósito mayor.
Lo paradójico de ese heroísmo es, sin embargo, la ausencia de ese propósito final, de un sentido para todas esos seres dislocados, más o menos lúcidos o felices o impasibles ante el hecho de que nada realmente importa. Es el heroísmo de quien es y se resiste a ser una marioneta feliz en un mundo feliz, de quien sabe que “las cosas pueden ponerse malas para una marioneta desobediente, para una marioneta triste” (“Tu feliz marioneta”, Esperando por el sol, p. 88) y, no obstante, afirma:
“No quiero esto. Me he despertado por la mañana y me he dado cuenta de que soy un hombre llamado Gregorio Samsa. Vivo bajo la eterna amenaza de volverme una cucaracha. Qué más quisiera que volver a ser yo otra vez. En otro momento. En otro lugar” (“Un mundo feliz”, Bronceado de luna, p. 71).
Muchos de sus personajes, y en especial los narradores (a veces un único narrador que cambia de piel y se desplaza de un relato al próximo como si todos fuesen en realidad un único relato poliédrico e interminable), tienen ese aire de Gregorio Samsa. Son un poco trágicos, pero no se toman demasiado en serio a sí mismos y su mayor heroicidad consiste en testimoniar el absurdo de su mundo kafkiano sin perder la cordura, o esa serenidad a prueba de exabruptos que solemos llamar cordura cuando todo en derredor carece de sentido.
Cada acto de estos personajes —por terrible o nimio que sea— parece estar imbuido de aquello que Rolando Sánchez Mejías llamaba “la dificultad esencial de estos tiempos: la capacidad de levitar sin razón”: “En una callecita de Armenia vi levitar a un hombre. Se levanto a 10 cm del suelo. Después se sentó y abrió una lata de cerveza que le ofreció un turista” (véase “Escrituras”, en Salvador Redonet: Los últimos serán los primeros, Letras Cubanas, 1993, p. 39).
Es así, con esa naturalidad, que lo inverosímil acontece en las vidas de los personajes. Y es así como lo real adquiere esa pátina de irrealidad que hace del mundo una especie de teatro. Nada es capaz de sorprenderlo, pero nada lo salva del hastío. Y el narrador avanza entre seres más o menos rocambolescos como a través de un laberinto, sin hilos de Ariadna, sin pretender explicarlo o juzgarlo. Un buen ejemplo es quizás el cuento “La dispersión”, donde ese narrador, aquejado de insomnio crónico, le pregunta a su amigo:
“¿No te sientes como si estuvieras en una pecera todo el tiempo?, le pregunté, ¿como si tu vida fuera parte de un espectáculo que todo el mundo persigue?
El show de Truman, respondió él.
Exacto, le dije, a pesar de que no sabía de qué me estaba hablando” (Las dispersiones, Unión, 2017, p. 51).
En ocasiones, sobre todo en sus últimos libros, sucede que ese narrador, en su rol de testigo del absurdo, adquiere la condición de escritor. Los relatos de esta última etapa, más extensos y complejos en su estructura, suelen reflejar no solo esos mundos ficticios, sino también ciertas ideas sobre lo literario y lo real, sobre el oficio de escribir y sobre la vida de un autor que bien pudiera ser el propio Raúl Flores o no serlo, pero que nos permiten ver, de algún modo, las inquietudes, las obsesiones que laten detrás de sus cuentos.
Así ocurre en este pasaje de “Un día antes de la guerra”, donde la novia de Hemingway le habla al joven narrador sobre la falta de creatividad del escritor consagrado:
“¿No te es más factible pensar que el tiempo quedó detenido para él y que ya no puede hacer nada más, salvo volver una y otra vez a ese tiempo dorado cuando las historias fluían de sus dedos como si las deshilara de cierta trama que no está en este mundo sino en otra parte lejos de aquí? Lo que yo creo es que el viejo perdió totalmente la inspiración. De ahí el refrigerador lleno de bebidas. De ahí que cada vez que coja el lápiz y se ponga a escribir solo salgan cosas viejas y comprobadas por la crítica y el público. El mito del Gran Escritor deconstruido en pocas palabras para ti” (Extras, Ediciones Loynaz, 2016, pp. 56-57).
Y así ocurre también hacia el final de “La dispersión”:
“Hablemos, pues, de lo que significa soltarlo todo y largarse.
De lo que entraña llegar a una casa con la esperanza de sentir a una personita saltándote a los brazos y, en cambio, hallarlo todo vacío.
Hablemos, pues, de lo que representa ir reduciendo tu escritura hasta los más básicos niveles, abandonar las descripciones, los diálogos innecesarios. No porque sepas con certeza hacia dónde va la historia, sino porque ha dejado de importarte.
Después, encogerse en una silla de ruedas porque esa personita ha dejado de existir, y ya no volverá. O, en otro caso, perder vínculos con el sueño y la vigilia” (p. 69).
Hace muchos años, en un viaje por carretera hacia Guantánamo, tuve mi primera larga conversación con Raúl Flores. Hablamos un rato sobre música, que es una de sus obsesiones y una presencia constante en sus textos. Pero después, súbitamente, el joven Raúl me espetó una pregunta seria:
“¿Cómo se siente ser un escritor consagrado?”, inquirió, y no pude menos que reírme. Creo que todavía por esa época yo era un poco joven, aunque tal vez ya no lo fuera. En cualquier caso, no supe qué responderle.
Con más de una decena de títulos publicados y una larga lista de premios que sería fatigoso enumerar, pienso que él mismo ha encontrado la respuesta a aquella pregunta.
Después de tantos años leyendo, escribiendo, hablando de literatura, un escritor (consagrado o no) empieza a decirse: “Debe haber un sentido para todo esto”. Hablemos, pues, de lo que significa soltarlo todo y largarse.
Librería
«Una novela breve y feliz». Ahmel Echevarría
¿Cómo se sobrevive a tanta belleza?
Durante una beca de escritura creativa en México, en el nuevo libro de Raúl Flores Iriarte empezaron a morir bolivianos. Según declaró ante el corro de escritores latinoamericanos allí reunidos, escogió esa nacionalidad para sus víctimas porque entre los becarios no había bolivianos. No deseaba generar conflictos.