El sótano:
No me interesa leer un libro para después no pensar en él, o peor, pensar débilmente en él, como se piensa en algo común, como se piensa en algo a lo que uno está acostumbrado.
Ese tipo de lectura ocurre siempre en la claridad.
El tipo de lectura que me interesa ocurre en la oscuridad.
Dígase un hueco.
Dígase un sótano.
¿Pero qué pasa si el libro que estoy leyendo se escribió también así, en un hueco, en un sótano?
Leí Se miran los caballos, de Lleny Díaz (Hypermedia, 2018), cuando su arquitectura, su construcción, era un sótano. Las paredes se habían levantado por sí solas, sucias y mohosas, quiero decir que esa suciedad lo convertía en aquello que era, y sigue siendo.
Algo que también me interesa en la poesía, la suciedad, el moho.
En ese entonces me fascinó el espacio donde estaban los caballos, más allá de sus miradas, y de lo que provocaban.
Pero el espacio sigue siendo el mismo, solo que nombrarlo, regalarlo al lector fácil, sería un gesto “bonito”, y nada es bonito en un sótano.
Nada es “bonito” aquí.
Reitero lo que escribí en la nota de contraportada: “Lo patriótico es ajeno. Lo ajeno es reconocible”.
Dividido en dos sectores, la primera parte, llamada como el libro, tal vez nos sitúa en esa orilla natal de donde proviene la autora. Que importa, sí, pero solo como despedida, solo como algo que no volverá a pasar.
La segunda parte, lugar extranjero, espacio situado fuera de la perspectiva patria, tal vez nos define como realmente somos, unos descubridores, unos conquistadores, unos usurpadores natos.
Ambos espacios mentales, como el lenguaje, son incorporados a la oscuridad del sótano de manera que el miedo, ese temor a las cosas que caen, empieza a formar parte no solo de la poética, sino de un intelecto pasivo que acecha. Miedo y terror, supongo, tanto a lo perdido como a lo encontrado, tanto al antes como al después. Quiero decir el hueco, la hostilidad del poema optimista sobre una humanidad en detrimento.
Se miran los caballos es, por cierto, un libro sobre la humanidad.
La biopsia de útero:
No me interesa leer un libro con las manos acabadas de lavar. Leo mientras trabajo y trabajo con una pinza, con alicates, con destornilladores. ¿Pero qué pasa si el libro que estoy leyendo fue escrito del mismo modo, con una pinza, con alicates y con destornilladores?
Lo que pasa, entonces, es que regresa el núcleo del concepto de escritura: construcción, ambientación, intención y lógica.
La poesía es una ciencia.
Desde su libro anterior, Placenta colectiva (Ediciones Torremozas, 2015), la afinidad de la autora con los elementos propiamente femeninos caracteriza su obra y la contraen, la afianzan en ese universo del cual algunas prefieren soltarse, y otras no.
La voz de la mujer, una vez más inminente, recurre al único paraíso conocido, el cuerpo en el cuerpo, la mente en el cuerpo. Es el cuerpo de la mujer, sobre todo esa zona siempre virgen, vaginal, uterina y placentera, el pozo de la poesía, el ojo de los caballos.
En la nota de contraportada escribí: “La córnea del ojo poético con la que se miran los caballos tiene heridas que no sangran. Se trata de heridas secas, una conjuntiva profunda por donde corre la sangre escrita, y esa sangre se lee, línea a línea, a la luz de los sótanos”.
En efecto, Lleny Díaz habla de sangre, pero esa sangre está seca, menopáusica, pasada. Y sangre pasada no mueve molino. Pero poesía sí mueve, alicate sí mueve, raspado de piel sí mueve.
En el prólogo de Silencio, novela de Clarice Lispector, Cristina Peri Rossi dice (que conste que todas somos mujeres, y para colmo atractivas): “Solo una mujer puede estar tan pegada a sí misma, a su mirada, a su pretexto como para que esta unión umbilical sea indestructible (utilizo deliberadamente la palabra pretexto)”.
Yo diría lo mismo de Lleny Díaz, salvando la distancia del nombre, del tiempo y de los géneros literarios.
Para redondear, añadiría que la poesía, además de ser ciencia, es una biopsia, y no solo una biopsia, sino un raspado de piel atípica que podría desembocar en tumor.
Lo que rodea a la poesía es violento, desde el amor y la infancia hasta el descaro de una sociedad limitada por ella misma.
Los caballos se miran porque es el único gesto del que son capaces, y la poesía es el único gesto del que uno es capaz, a veces, la única constitución.
El disco de acetato:
Tampoco me interesa leer un libro en silencio. Me basta con el silencio del libro, o los silencios, que en este caso se acumulan, contagian la mirada, y enferman.
Ubícate: estamos en un sótano, con las piernas abiertas y una pinza entre las piernas, y un tocadiscos en una esquina que alguien dejó ahí, tocando para siempre.
De un espacio a otro, de una realidad absoluta a un lugar desconocido, de una infancia a una madurez, de un cuerpo masculino a un cuerpo femenino y viceversa, de un cuerpo materno a un cuerpo genital: un sonido.
La música no importa, el sonido sí importa.
Quiero decir que aquí hay una banda sonora, eso es lo que quiero decir.
Y no es un detalle ingenuo, la poesía no lo es, o al menos no debe ser, jamás, ingenua.
La banda sonora, el diseño de música de este libro, es también el que me interesa.
A mí me interesan las onomatopeyas:
1) El sonido del coágulo al caer.
2) El sonido de la alergia (imagina la garganta, la glotis, las amígdalas, todo el sistema otorrino cerrándose-abriéndose).
3) El sonido de un huevo partiéndose.
4) El sonido de los violines, pero sin arco.
5) El sonido de Ray Charles, ahora sí.
6) El sonido de las tijeras.
7) El sonido del horno, cocinando.
8) El sonido de Ángel Escobar.
9) El sonido de Juan Carlos Flores.
10) El sonido del recuerdo.
Si la poesía cubana tuviera en Se miran los caballos una orquestación directa, esta sería la nota de Ángel Escobar y Juan Carlos Flores juntos. Ambos de mi preferencia, de mi más profunda preferencia. Y sería una mala nota, por supuesto. Y sería una mala nota espectacular.
No por gusto, los nombra Lleny Díaz. Y no por gusto, creo yo, los asimila el poema, del mismo modo que se asimilan los sesos, la saliva, la sangre, los pulmones, los huesos, el corazón, la lengua. Anatomía, humanidad.
Pero la música, por muy abstracta que sea, por muy “embellecedora” y embriagadora que sea, puede convertirse en tortura china, en ruleta rusa, en período especial, en bloqueo económico, en mito griego, en mar negro, en aberración. Esa música proveniente de un tocadiscos en una esquina que alguien dejó ahí, tocando para siempre, puede convertirse en algo feo, como la humanidad.
Corro el riesgo de estar equivocada. Disfruto hacer lecturas paralelas de aquello que paralelo pudiera haber sido escrito. Leo bizca, y la bizquera me proporciona imágenes dentro de las imágenes.
Un lenguaje quieto, pausado, como el ánimo de cualquier bestia herida o por herir, propicia esa tensión, esa inseguridad necesaria para leer a diestra y siniestra. Soy uno de los caballos del libro, con siete meses de gestación, mirando y dejando. Y creo que en eso consiste este volumen, con sus dos secciones y su aparente ecuanimidad. No olviden el tiempo, su transcurso, ni el sótano.
Pero volvamos al sonido del recuerdo, pues lo que Lleny Díaz acaba de descubrir, conquistar y apoderar, el don que le acaba de ser otorgado, es posible que mañana falte a su memoria.