Con motivo del año que llevamos de Covid-19, Hypermedia Magazine ha despachado las siguientes preguntas a un amplio grupo de escritores cubanos:
1) ¿La pandemia ha modificado sus hábitos y/o métodos de escritura? ¿De qué modo?
2) ¿Han variado este año sus hábitos de lectura? ¿Ha leído más? ¿Ha leído menos?
3) ¿Cuáles han sido las lecturas (títulos, autores, plataformas) más reveladoras durante esta pandemia?
4) ¿La nueva situación global le ha inspirado algún proyecto literario?
5) Cuéntenos cómo es actualmente un día en su vida de escritor(a).
Compartimos con nuestros lectores los mensajes que retornan a nuestro buzón.
1.
Madrugo. Por primera vez disfruto escribir en absoluto silencio, textos sombríos que se parecen a las madrugadas en Melena del Sur. En ese lugar donde cursé el preuniversitario, yo me despertaba muy temprano para mirar desde la ventana y contemplar el área deportiva construida por Dédalo.
2.
He leído bastante y he leído bien poco, soy la ansiedad y la dispersión. Leo, sobre todo, entre las 4 y las 10 de la mañana. Leo antes de dormir, si no caigo en la cama como atleta después de un triatlón. Agarro los libros por la mitad y los dejo colgando por el final. Impostura total.
3.
Tengo tremendo cráneo con Iván de la Nuez. Leí Cubantropía y mi conclusión fue: Cuba es insana y recursiva. La lucidez de un cubano poscomunista circulaba mi “presente”: la represión, el desastre, los extremismos, la hipertrofia; ahí estaban esas páginas para deconstruirlo todo. Textos que son puro deleite, varados entre lo político y lo ético, entre el dulzor y la acidez, en el punto exacto de toda crítica cubantrópica.
Después de Teoría de la retaguardia. Cómo sobrevivir al arte contemporáneo (y a casi todo lo demás), leí Conjunto vacío, de Verónica Gerber: una novela que me atrapó profundamente, porque traducía mi estado mental en la casa y el tiempo.
De Teoría… me quedo con ese recorrido autocrítico, la franquicia del arte contemporáneo, la iconocracia (gran capítulo), el museo. Es placentero y brillante, desacraliza con una gracia tremenda y me confirma muchas ideas sobre ciertos hitos (del ready made histórico al Documenta ready made), sobre las periferias y la gimnasia del arte, de la limusina a la frase de Artaud: “Nunca real, siempre verdadero” (¡bravo!). Habla de gentrificación, neoliberalismo, servicio, representación, desahucie… Con una concisión despampanante, problematiza casi todas las preguntas que me hago sobre el arte político, el teatro documental, y lo que sea que decir “arte” signifique.
Podría estar horas hablando sobre estos libros de Iván de la Nuez. Tremendo cráneo.
Están otros tres libros, para todas las horas. Uno me lo regaló Rogelio Orizondo; otro me lo robé de una biblioteca (antes era una cazalibros sin fronteras); el último, dos tomos, me los obsequió un fotógrafo muy hermoso. Son las obras completas de Katherine Mansfield, las obras completas de Shakespeare, y las obras completas de Severo Sarduy. Estuvieron conmigo en el balcón y debajo de la cama; se acomodaron donde el tedio retumbaba como beat; les pasé la lengua por el lomo, les salpiqué de saliva, y me ofrecieron islas cuando más desconsolada estuve.
Mira, hace poco recibí un sobre desde Ecuador, lo abrí, compartí los chocolates de sal de Cuzco y de chile picante, y leí todo lo que mi amiga Gabriela Ponce me enviaba: su libro Solo hay un jardín: en el fondo de todo hay un jardín (editorial La caída), que tuve la felicidad de prologar, reúne un teatro del cuerpo, agujereado, vivo. Venían también los poemarios: Guayaquil, de María Auxiliadora Balladares (Premio Pichincha, 2017), Atar a la rata, de Esteban Mayorga (editorial La caída, colección cöyunta),y Habilidad con los caballos. Poesía reunida, 1990-2020, de Roy Sigüenza (editorial Severo).
Esta selección me tocó y alegró como pocas cosas. Era un paquete con acertijos, advenimientos, deseos, animales, pedazos de cuerpos que nunca se juntarán o que están siempre a punto de llegar, algo que semeja a Odalisk (1955/1958) de Robert Rauschenberg: miedos, muchos miedos.
He leído dos libros aún inéditos, “autobiográficos”, por nombrar de algún modo las rupturas y viajes que compartirán dos escritorxs que admiro inmensamente: Mabel Cuesta y Jorge Díaz. Tramados desde la memoria política y poética (lésbica, migrante, transfeminista, queer), ambos libros fueron destellos de felicidad muy potente. Ojalá se publiquen pronto.
Gracias a La Tertulia, que es un espacio de complicidad y amor por los libros muy necesario en esta atosigante nada, leí El pabellón de oro, de Yukio Mishima, en una edición hermosísima (debería decir vintage). Dicen Carlos Díaz y Esther María que esa fue la edición que ellos leyeron hace más de treinta años; los dos me comentaron lo mismo vía Messenger, casi al unísono. Uiko resucitada, pensé.
En la librería que queda junto a esa tienda comisionista toda pomposa y decadente que se llama La Internacional, me compré Los perros de Admunsen, de J. L. Serrano, cuaderno que me impresionó la primera vez que lo leí. Quería volver sobre él después de ver el documental de Rafael Ramírez, pero mi ejemplar lo extravié o me lo robaron. Ese día iba con mi mamá y, para variar, ella insistió en hacer una cola, así que en la calle Galiano esquina Salud, bajo el retórico sol y desfallecida, cerré los ojos y leí: “Los montacargas. Las aplanadoras. / Objetos y sujetos fronterizos”.
No he salido de mi noche, de Annie Ernaux; Arpegios, de Nara Mansur Cao; El año del pensamiento mágico, de Joan Didion: tres libros muy diferentes sobre el duelo. Vivimos en la época del duelo. Pienso en las muertes, en las despedidas que no se produjeron, en quienes esperan por permisos y vacunas, quienes van hasta la chimenea, miran fotos del archivo familiar y memorizan por última vez la fisionomía de un padre, una madre, una casa y un amor.
No puedo dejar de hablar de los autores que he editado en ediciones sinsentido: en ese canal de Telegram hay un manifiesto sobre la lectura que se explica en cada cuaderno y con muchas voces. Leer a voces me parece un gesto sencillo, que da calorcito.
Leo mucho en digital, aunque a veces me agota. Consumo muchos artículos, entrevistas, posts de Facebook. Pero nada sustituye mi amor por el objeto libro, nada.
Debería hablar de muchos otros libros, pero no quiero pecar de entusiasta, que hoy es jueves, y ya una tiene una edad. En mis Pucheros he hablado sobre esas lecturas, tú sabes cuáles son.
Lo próximo que leeré es Clausewitz y yo,de Carlos A. Aguilera. Yo sé que ese libro es una joyita. Nada más hay que ver la portada para saberlo.
Martica Minipunto.
4.
¿La nueva situación global?
No sé si sea algo nuevo que el mundo esté cada vez más polarizado, que la amoralidad sea un filtro de Instagram, que todo se incline a deshumanizar antes que a escuchar o dialogar. La empatía parece una herejía. Las redes sociales son las redes cloacales.
He escuchado a feministas transexcluyentes y he estado al borde del vómito. He leído artículos difamatorios que incitan al odio y he pensado que mi realidad no es kafkiana: es trágica y bajitica.
La “nueva” situación no me inspira otra cosa que no sea pavor.
Ojo: las luchas no existen para agradar; el abuso es el origen de toda lucha, y no se puede acotar la libertad, del mismo modo que no se puede acotar la desobediencia, y sabemos que la comodidad es un plato bien servido para los explotadores, así que lo opuesto al pavor no es el agrado.
Lo que me funde es que la mayor movilización viene del odio y de los fundamentalismos. Todo muy de mitología griega, venganzas: envidias, asesinatos, violaciones, guerras.
Neoliberalismo, ultraderecha, Sandro Castro en Mercedes Benz. Eso me da tremendo pavor.
¿Escribir? ¡He escrito! ¡He escrito mucho! ¡He escrito nada!
Escribí el poemario Perdida en Sebastopol, 1991, porque encontré unas diapositivas soviéticas en una caja metálica. Con esas diapositivas he creado los libros en cuarentena que retratan la liviandad diaria, la insignificancia con la que pasan los días de encierro, y todo lo que sueño.
Debo reescribir una obra que titulé Larry (#herbolario), protagonizada por estos personajes: Larry, Larry, Larry, Larry, Rudolph y Rosita, Anna Atkins. Debo retomarla y rearmarla de principio a fin, porque todavía no entiendo la complejidad del personaje llamado Larry, ni conseguí cultivar algas en un tanque de agua oxidado.
Escribo hace meses un guion para un artista que hará una película extraña. Sobre este proyecto solo diré que me ha abatido tener tanta la libertad para crear los personajes, para seguir una pauta en la que un hombre de cabeza muy pequeñita se encuentra con otro hombre de cabeza gigantesca. He tenido que convertirme en otra escritora.
Me sacan de la tristeza las experiencias escriturales compartidas con Darién Sánchez y Gretel Medina en un proyecto de aguajíes, casuarinas, cornúas y caguamas. Darién saca la tinta, hace dibujos, y yo escribo sobre naufragios, expedicionarios y piratas.
Lo que más me ha liberado es Escribir con la lengua: un proceso que va del lengüeteo y el saliveo, de la libertad para redefinir los límites de un mapa lingual.
Mi mejor compañía ha sido el proceso La conmovida, ¿dónde empezó lo que está ocurriendo ahora?: un taller de imaginación y escritura colectiva en torno a la creación de un libro sobre el Laboratorio Escénico de Experimentación Social, LEES. Estamos en ello Yohayna Hernández, Maité Hernández-Lorenzo, Mercedes Ruiz y Dianelis Diéguez, junto a amigxs muy íntimos del LEES.
5.
Antes de responder este cuestionario, yo estaba pensando en la intimidad. Después de enviar un mensaje de voz triste, pensé en todo ese simbolismo, hasta un poco cliché, de la intimidad. Quizás porque quiero saberlo todo de una persona, y eso no tiene que ver con adivinar qué comió, adónde va, si hace ejercicios o gesticula de un modo particular. La intimidad no es la cara que esa persona pone para hacerse una selfie, ni la consecución de fotos en sus estados e historias.
Lo íntimo se ha barbarizado en el mundo online (no me refiero a OnlyFans, sino a los objetos, la cama, los libreros, las voces de aquellos con quienes se convive). Confieso que encontré destellos de intimidad en una pantallita, formas de deseo y proximidad que antes no existían para mí. Yo soy una boba de los bots y la virtualidad, pero tampoco son dos palomitas azules en WhatsApp lo que me hace pensar en lo íntimo con esta pregunta.
Describir un día de mi “vida de escritora” no es intimidad, no creo que ninguna pregunta de “Escritorxs en pandemia” sea íntima; lo íntimo se parece más a mi copa menstrual y a las colas bajo el sol para conseguir comida.
Algo íntimo: leo a Anna Ajmátova en la calle Reina; la leo donde antes estaba El Mundo y ahora lo único que hay es orine. Tomo una foto con un filtro de 1998, y en ese momento sucede el día de una escritora (casi siempre en Sebastopol y en la arquitectura de la calle Reina).
El día de una escritora sucede cuando encarcelan sin razón a otra escritora. Cuando montan en una patrulla a la poeta Katherine Bisquet. En ese momento injusto tiene lugar un íntimo desgarramiento y pasan doce días de la vida de una escritora, que es la vida de las no escritoras, y que es más importante que cualquier oficio relacionado con las letras y los mitos y la literatura y esto de “Escritorxs en pandemia”.
Doce días en la vida de una escritora pueden ser doce duelos, doce naufragios, doce desamores, alguna que otra ridiculez inventada para seducir a través de una pantalla. Qué desafuero todo intento de seducción.
Miñuca Villaverde me dijo: “Los amores se inventan para enriquecer el lado masoquista que una tiene”.
Compartir esto ya es demasiado íntimo.
Mi escritura siempre ha estado condicionada por el terror
A veces pienso en cómo la pandemia ha cambiado el juego, en la futilidad de toda escritura si los chinos o los rusos deciden envenenarnos. Medito en cómo este virus ha sido una advertencia, un anónimo metido por debajo de la puerta. Entonces siento terror.