La sociedad del terror

Decía Guy Debord que la “razón de que el espectador no se encuentre en casa en ninguna parte es que el espectáculo está en todas partes”. Algo así podría decirse del terror, de su sociedad, con solo cambiar algunas palabras.

Y no lo digo porque el terror —a diferencia de lo que muchos creen— sea solo el golpe, la tonfa, la cárcel. El terror que muchas veces sobresale en las películas o los sueños.

No.

Hay otras maneras de terror: menos estereotipadas, digamos; menos regidas por el espectáculo.

De hecho, podría decirse que las formas de este terror son siempre antidemostrativas, ya que sobreviven en un umbral de simulacro, en un pliegue donde observar hacia afuera muchas veces se confunde con observar hacia dentro. No el adentro de uno mismo (que también, como haría, por ejemplo, un pedófilo arrepentido), sino el observar en sí, ya que la sociedad alrededor de este terror se ha vuelto tan opaca, tan viscosa, tan morbosa, que es imposible mirar sin que algo de ese mix gelatinoso no termine por destruirte el ojo.

Este terror, que es social y es civil y es político y es ontológico, es también lo que muchos en el mundo cubano conocemos como terror-todo.

Y este terror-todo, que a veces es antropológico y siempre es totalitario, ha sido bien diseñado por la maquinita ideológica cubana, por sus instituciones, por sus funcionarios, por sus tropas especiales y por sus centros pedagógicos.

Por la ausencia de sociedad civil (una bien articulada y con una hoja de discusión ya puesta a prueba) y por el despotismo del gobierno, que persigue los pequeños atisbos de territorialidad civil en nombre de dos abstracciones: el Estado y el pueblo.

Estado que en este caso funciona como una gran sucursal de la policía política, de la misma manera que nos han contado en sus libros Garton Ash o Herta Müller, por ejemplo, o ese clásico de Czeslaw Milosz que continúa siendo El pensamiento cautivo, donde narra muy bien algunos de los tipos (el moralista, el trovador, el esclavo de la Historia…) que engendra ese horizonte donde el terror-todo impone su presencia.

Una buena muestra de este Todo es el que hemos tenido en los últimos días contra el Movimiento San Isidro (MSI), última víctima de ese terror que el gobierno cubano representa —junto a su nomenclatura represiva—, y que los ha puesto en punto de muerte.

No uno negativo (yo soy de los que piensa que la muerte es una interioridad más y que hay que quitarle rococó cristiano a su idea), sino uno que puede convertirse en “muta de resistencia” y desde allí operar.

Escribía Elías Canetti en Masa y poder que “la densidad en el interior de la muta siempre tiene algo de simulado: quizá se aprieten estrechamente y actúen con tradicionales movimientos rítmicos pretendiendo ser muchos. Pero no lo son, son pocos, lo que les falta en densidad real lo reemplazan con intensidad”.

Y esta intensidad es precisamente la que coloca en jaque mate al terror-todo del Estado cubano.

De ahí que necesiten envenenarle su depósito de agua con ácido, enviar a un vecino a que les rompa la puerta y tire botellas, hacerlos pasar como caníbales de un ejército enemigo (para el totalitarismo el mismo todo es ya un enemigo), rodearlos con miles de policías y abortar cualquier posibilidad de que les lleguen alimentos, tender sobre ellos la sospecha de la COVID-19…

El propio hecho de que se sienten en círculos y lean poesía constituye un delito para esta tipología del terror, ya que es precisamente esa catarsis la que se le prohíbe a cualquier muta.

Ese imaginario que siempre se interpreta como una amenaza.

¿No han sido represaliados y marginados y expulsados millones de personas en nombre de esa prohibición, no se crearon las UMAP en nombre de ella, y los actos de repudio (que ilustran tan bien el conflicto entre Masa y Muta), y la sala Carbó Serviá y Castellanos en Mazorra, como señalan estudiosos del tema como Marqués de Armas, Ladrón de Guevara, Sandra Caponi, Charles J. Brown, Jennifer L. Lambe y Abel Sierra Madero, quien, por cierto, tiene una reveladora entrevista con el periodista Juan Manuel Cao, donde este cuenta su experiencia bajo la tortura psiquiátrica en la Isla?

El terror-todo ladra, pero es silencioso.

Mata, pero entierra los cuerpos bajo miles de parábolas nacionalistas y autojustificatorias (el hundimiento del remolcador 13 de marzo, por ejemplo).

Censura, pero nunca lo reconoce.

Su lógica del diálogo está atravesada por el loop: si repites lo que yo digo, entonces nos escuchamos, parece decir.

Su idea de sociedad —que más que jurídica es Gestalt— es la del miedo a tiempo completo. Sus ciudadanos deben sentir tanto, tanto miedo, que este funcionará dentro de ellos con una increíble ligereza, como si ya no existiera la gravedad o el concepto peso.

Sobre todo ese peso feo, bizco, deforme, que no te deja avanzar y muchas veces te hace acusar al Todo y a todos, como si la culpa en verdad estuviera siempre en otra parte, en ese enemigo que “no nos ha dejado tranquilos nunca ni por un minuto”.

Y sin embargo —y a pesar de tener poco peso— no deja de tener una forma precisa, ya que el terror-todo, como en el cuento de Borges, tiene el mismo tamaño de todo el mapa. Incluso, en muchos momentos, es más grande que él.

Por esta razón funciona como una transferencia, no psicoanalítica, sino de sangre. Una transferencia que persigue la autocensura, el automiedo, la autoenfermedad, la autoausencia, la automuerte.

A mayor volumen de transferencia, mayor impunidad y mayor goce para el terror-todo, que sabe que su guerra se basa en pinchazos orgánicos, en lavativas sociales.

A mayor volumen de transferencia, mayor repetición (cotorreo) y menor horizontalidad, estado al que el terror-todo teme por encima de cualquier otra cosa, ya que la ausencia de jerarquías pone en duda su producción de despotismo, su kapital esquizo y contrainmune, su imposición de los hechos.

Hechos que nunca son fake por el solo motivo que han sido producidos desde su propio mundo, por sus laboratorios político-ideológicos, por sus microscopios y paramilitares.

Tóxicamente planeados, podría decirse.

Para esto organizan arengas y mítines patrióticos de manera “espontánea”, con días y a veces meses de antelación, o inventan una Constitución, un código-ley o un país que no cumple las expectativas de nadie, ya que el fin último del terror-todo es que el otro acepte el temor propio como parte del miedo general, de esa corrosión gigante que es la forma en que siempre se lee y entiende ante los otros.

De ahí que cuando aparece una muta de resistencia como San Isidro, donde lo mismo se entrecruzan artistas plásticos, poetas, científicos, que gente negada a entrar al servicio militar, el terror-todo se muestra más todo que nunca.

Más visible.

Más agresivo.

Más mentiroso.

Ya que, aunque el terror-todo mata (y paraliza y gangrena), se entiende a sí mismo como un benefactor, el Gran Único Benefactor; la única ontoidentidad dotada para curar desvíos y ofrecer curas.

Esas curas que muchas veces asumen el mismo tamaño de una larga pena de cárcel o de sufrimiento cotidiano, con hambre y frustración incluida.

Frustración que la mayoría intenta drenar inmediatamente —con ayuda del terror-todo— para no quedar paralizados y en terreno de nadie, esa inopia que el sistema y el Estado y sus reformatorios y hospitales intentan garantizar para que nadie se sienta desprotegido dentro de esa gran lista de sospechosos que integran todos los que sobreviven bajo él.

Sospechosos que están obligados a dejarlo todo intacto, como escribía Maurice Blanchot de la destrucción.

Todo intacto y todo aséptico, menos su propio miedo —claro—, que está ahí para recordar que el terror está en todas partes, dentro de ellos mismos en esencia, como un riñón, como un esófago, como dos dientes…

Y de dos dientes —al final esto resume toda su filosofía— nadie se salva.

Sobre todo cuando han decidido que te pueden masticar aquí mismo.

Aquí mismo y bajo el aplauso de todos, como un ratón.


© Imagen de portada: Gorki Águila.




Gorki Águila

Los nietos de Guillermo Tell

Magaly Espinosa

He sido profesora de artistas como Tania Bruguera y Luis Manuel Otero Alcántara. Quizás he aprendido de ellos más de lo que ellos han aprendido de mí, porque su forma de acercar el arte a la vida no ha quedado en el campo artístico, sino que se ha extendido hacia el servicio social.