Ernesto Fernández: “La Habana en inglés”

Hace unos años, mientras trabajaba en unas filmaciones sobre historia y fotógrafos cubanos, tuve la oportunidad de entrevistar al maestro Ernesto Fernández. No era la primera ocasión: muchas conversaciones (de hecho, quien lo conoce sabe que Ernesto es un gran conversador) y varias experiencias de intercambio nos precedían. Pero esta vez la diferencia estaba en que las preguntas abordaban solo la década de 1950, los contrastados y poco examinados años 50, etapa de formación y conjura de la mejor (o más popular) fotografía cubana que vendría después. 

Un simple recorrido por las agencias publicitarias, las revistas ilustradas y sus dinámicas editoriales, la vida competitiva del fotorreportero de entonces, a saltos entre la obra empírica y las exigencias del publicador, deja ver cuánto le debemos a aquella producción fotográfica, y a los creadores más arriesgados de aquellos años. 

Ernesto Fernández es conocido principalmente por el reportaje gráfico de los “épicos” años 60: la fotografía de guerra, género en el que resulta todo un ícono; no solo por su participación en todas las acciones bélicas relacionadas con Cuba después de 1959 (Girón, Crisis de los Misiles, Limpia del Escambray, Angola, Nicaragua…), sino por su imagen lograda, por el arrojo de quien sabe que registra una memoria entre los zumbidos de las balas. Se conocen también sus imágenes de los años 70: su ávida retratística de personajes encumbrados y gente común, su trabajo en la revista Cuba (1960-1981) y su libro sobre las microbrigadas (Unos que otros, 1979). 

Sin embargo, queda rezagada la primera etapa de su creación, su etapa inaugural, junto a nombres mayores como Funcasta, Agraz o Estapé: la revista Carteles y la fotografía resuelta, directa, que bebía de las calles y los protagonistas de una Habana desvelada. 

Ernesto, hoy quiero conversar sobre tus inicios, sobre los años 50, cuando eras un jovencísimo asistente trabajando en Carteles junto a los grandes oficiantes de la fotografía del momento. 

Comencé a trabajar en Carteles a los 12 años, gracias a Josefina Mosquera. Me inicié en el emplanaje, que no me gustaba, pero tuve la suerte de que vendieran la revista y de pronto entró Miguel Quevedo con Bohemia. La cambiaron por completo. Y tuve mucha más suerte todavía porque entró Carlos Fernández, que era pintor, excelente diseñador, muy buen dibujante, y me vio con esa edad y me dijo: ven, que te voy a enseñar fotografía. 

Carlos me llevó al laboratorio, me dio instrucciones, y en una semana me mandó a ver a Buznego (quien tenía estudio en 23 y O) para aprender. Luego fuimos a comprar una cámara de formato 4×5 y empezamos a tirar fotografías. Diez días después yo estaba haciendo una colección de tarjetas de la cervecería Hatuey de Manacas, recién inaugurada, con películas a color de 10 ASA, y por suerte salieron que fue una maravilla. 

Lo más importante no es que me pasara esto, sino la calidad de los fotógrafos. Con la venta de Carteles, entró en primer lugar lo mejor de la juventud cubana de aquel momento. El mundo intelectual más joven entró allí. Yo era un muchacho que tenía solo sexto grado y todos de pronto me querían, porque era un niño. No había nadie más como yo, yo sí era un niño. 

Y de pronto me veo rodeado de figuras increíbles de la fotografía, como José Agraz, Newton Estapé, Generoso Funcasta, Enrique Llanos, Raúl Vales, hijo del viejo Vales. 

Funcasta era muy conocido ya, había trabajado con Enrique Figarola en los Estudios América, había pasado por Social en los años 20, tenía el Premio Juan Gualberto Gómez (1945). Se había hecho muy famoso con la foto del soldado que están alzando cuando la caída de Machado, imagen que se convirtió en un símbolo. Aunque para mí, la foto más impresionante de él, y que demuestra que era una persona muy valiente, es la del Morrillo, cuando matan a Guiteras y a Aponte; él es el único que entra allí, y retrata.

Estaba Agraz, que venía de la fotografía deportiva y había inventado una cámara fotográfica para hacer secuencias. Era una cámara de cine convertida en cámara fotográfica; capturaba muy bien el movimiento. Es con esa cámara que toma el accidente en la famosa carrera de Fangio, foto que le valió un premio y se publicó en la revista Life a página completa (Instante fatal, 1958).

Después estaba Newton, que era una persona increíble, el mejor still de cine que había aquí. Se habla mucho de que no había cine cubano, y yo recuerdo la cantidad de películas y la cantidad de fotografías que tomó Newton Estapé. 

Con Enrique hacía la crónica roja. Enrique era la persona más humana que podías ver en tu vida. Con esa gente me formé.

Imagino que, entre esos colosos, no te pusieron el camino fácil.

Tuve mucha suerte, siempre lo digo. En la década de 1950 la fotografía da un vuelco muy grande. Conocí muy joven los pomos de emulsiones Kodak para cristales, teníamos la química para prepararla también nosotros, cosa que hacíamos cuando había alguna actividad o fiesta: emulsionábamos, tirábamos con magnesio y hacíamos fotografía como en los años 20. 

Creo fue una oportunidad probar todo eso. Conocí lo que era el electrónico con batería, que sustituyó el bombillo, pues cuando empecé había que cargar maletas con 40 o 50 bombillos. Recuerdo un fashion show en el Sans Souci que hice con 15 o 16 años, con muy poco asaje y bombillos número 50, al que le puse una mallita delante por si explotaban.

Aparte de eso, Corrales, que venía de publicitaria Siboney, comienza a trabajar con todo ese grupo; y Korda, que trabajaba con Luis en su estudio, se incorpora también con nosotros en Carteles, creándose así un grupo heterogéneo y muy, muy bueno, donde se le daba la oportunidad de colaborar a todo el mundo. Ahí es donde yo puedo hacer de todo. 

El director aceptaba que le llevaran reportajes, siempre que fueran ideas nuevas, que no sustituyeran o copiaran a los reporteros que ya pagaba. Santiago Cardosa, que era emplanador, y yo, empezamos a inventar. Salíamos a hacer fotografías y mientras las hacíamos se nos ocurrían las ideas del reportaje. De ahí salen mis fotos de Anselmo, de La Habana, el Martí…

Claro, el 26 de Julio tenía su cédula allí. Estaba Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante… Allí se emplanaba y distribuía parte de la prensa de la Revolución. Cuando esta triunfa, todos nos sumamos a ella, nadie nos lo dijo, fuimos directo y nos incorporamos. Entonces me vi ya como fotógrafo y el año 1959 era todo el tiempo en un avión de Santiago a La Habana, tirando fotos, no se paraba… Un mundo que duró hasta 1962. 

Luego empezaron a “organizarse” las cosas, y todo se puso difícil para los fotógrafos. Yo escogí meterme en el reportaje, traté de separarme de todo lo que era la noticia, cubría la noticia cuando no me quedaba otro remedio. Empecé a trabajar en la revista Cuba, donde pasé muchos años. Era lo que me gustaba: el reportaje, lidiar con las personas, retratarlas.

Cuéntame un poco más de las imágenes que hacías, por tu cuenta o como parte de los encargos de la revista, en La Habana de los años 50. También allí lograste extraordinarios retratos de personajes cotidianos, como el que mencionaste de Anselmo, Chapotín, luego el del Chori…

Nosotros teníamos una vida muy bohemia. Salíamos a la calle y pasábamos la noche, la madrugada, y también nos levantábamos tempranito y empezábamos a ver gente. Recuerdo un día que entramos a una cafetería en Prado y Virtudes, que era toda de cristal, y de pronto veo que tenían puesto el menú en la entrada, en inglés y en español; me quedé mirándolo y se me ocurrió hacer el reportaje “La Habana en inglés”. Nunca nadie lo publicó. 

¿Por qué? 

No sé. Supongo que pensaron que estábamos haciendo una denuncia sobre cómo se estaba yanquizando Cuba. Pero no lo hicimos con esa idea. Al contrario; nos metimos con un grupo de turistas, les hice fotos bonitas, como esa de la señora que está jugando con el gato. Retraté el Paseo del Louvre completo, el Hotel Inglaterra, ese lugar por donde Maceo se paseaba…

Eso fue en 1957-1958. Hicimos fotografías de todos los letreros en inglés, incluso de las tarjeticas que se vendían con el nombre Havana. Y nos dijeron que no, que eso no lo podían publicar. Lo mandamos incluso a la revista Cruseiro; nos dijeron que ya ellos tenían corresponsal en La Habana. 

Luego publicamos Juguetes de guerra para los niños del mundo, que también hice junto a José Hernández. Fue la primera crítica que me hicieron en mi vida, y el berreo más grande que he cogido. Fue el día que conocí a Titón. Había embullado a Cabrera Infante, que tenía un carrito, para ir a Pinar del Río a hacer un reportaje. Él invita a Titón, y ahí nos conocemos y durante el viaje me dice: “Qué buen reportaje el de Juguetes… Lo que no me gustó es que no pusiste ningún ser humano”. 

Aquello me cayó terrible. A mí no me interesaba poner a ningún muchacho ahí, porque se iba a ver como un juguete más. Yo quería dar la impresión de que eran armas: todas las fotos eran de las vidrieras donde estaban puestas las ametralladoras, los cañones, los tanques… Así se publicó.

Hay imágenes de esa época que te dieron mucho éxito, como la que hiciste durante la construcción de la Plaza Cívica en 1957, esa foto mítica del Martí con los ojos cubiertos y las maderas apuntadas contra ellos. 

Aquí todo el mundo encasilla, y nadie se preocupaba por las exposiciones. La única persona que se preocupó por exposiciones y demás, fue María Eugenia Haya (Marucha). Quien universalizó la fotografía cubana fue Marucha. Ella hizo un libro, y la criticaron porque no estaban todos. Me da mucha pena cuando me dicen: “Tú eres de los cinco que están en el libro”. En realidad, la gente no entregaba fotografía. Marucha ya estaba enferma, pero seguía trabajando y para que la gente le entregara fotos era un problema de madre. Hasta yo mismo. Un día llegó con una lista y me dijo: “Mira, tú has expuesto en todos estos lugares”, y me trajo el libro de la fotografía de los años 60. 

Eso se le debe agradecer a ella. Quien dio a conocer a los fotógrafos cubanos fuera de Cuba fue ella. Porque aquí todo el mundo se robaba las fotos, se las llevaban, todos eran muy amigos de la Revolución y demás, pero se quedaban con las fotos para venderlas. Me consta. La única que las sacó para exhibirlas, para promoverlas, fue ella. Salvo por la excepción de aquella primera gran exposición que se hizo aquí, la más increíble, Diez años de Revolución. Esa se la llevaron Benítez y el viejo Salas a recorrer el mundo. Abarcaba desde 1953 hasta 1963. 

Entonces, como yo había hecho la guerra, todos venían buscando mis fotos de guerra. Y viene Marucha, con la idea del libro, buscando Playa Girón, la lucha contra bandidos… Pero yo no estaba, y mi hijo le dijo: “Está bueno ya con la guerra, aquí hay otras fotos de mi padre”. Y le entregó la del Martí, la columna juvenil del Centenario… Ahí es cuando ven por primera vez esta foto. La sacan en primera plana y comienza a popularizarse.

Así que ese éxito se lo debo a mi hijo.

La imagen de los campesinos cubanos en los años 50… 

Realmente no tiré tantos campesinos. En primer lugar, había que ganar dinero. Yo ganaba 13 pesos semanales, quería aprender fotografía, tenía que tirar mucho, publicar mucho, por una parte para poder comprar los rollos, y por la otra, para hacer fotografía. Hice campesinos al triunfo de la Revolución. Tenía que ver más con lo que quería: tratar de hacer un testimonio. 

¿Te concentraste entonces en los reportajes de la vida cotidiana en la ciudad?

Sí, mi reportaje en los 50 era más sobre la vida cotidiana. Era lo único que podíamos hacer. No teníamos recursos para movernos, irnos a otra provincia; entonces salíamos a recorrer La Habana. Retrataba a los vendedores, a los trabajadores, a los personajes… Como las fotos de La abuela del billar, una anciana que parecía salida de una película. 

A Anselmo lo retraté en el mismo lugar que lo veía Hemingway. A Hemingway no lo retraté, porque le cogí miedo. Un día me lo encontré allí, estaba medio discutidor, y el hombre le tiraba un puñetazo a cualquiera. Guardé la cámara y me dije: hoy no le saco una foto.

En la fotografía, nunca he tenido problemas con nadie. Creo que el elogio más grande que he recibido en mi vida me lo dio Fernando Birri en la Fundación de Cine. Cuando yo cubría allí los encuentros y las reuniones, hablaba poco, tiraba mucho y tenía los oídos tapados. Birri y yo siempre nos saludábamos, pero no nos deteníamos a hablar. Un día, después de cuatro o cincos años, se para a mi lado y me dice: “Tú me impresionas. Mira que te gusta hablar, tomar cerveza, divertirte, pero cuando empiezas a tomar fotografías te mueves como un majá silencioso entre la gente, no te detienes y no molestas a nadie”. 

A partir de ahí, me di cuenta de que en verdad me gustaba mi trabajo. 

Eres un fotógrafo realizado y reconocido. ¿Qué te preocupa? 

En 1958, mi gran preocupación era cómo podía hacer una cámara con la que pudiera meterme en los tiroteos y a la vez me protegiera, para poder hacer todas las fotos que quería. Era un sueño. 

En 1959, cuando triunfa la Revolución, el primero de enero me tiro a la calle y me meto en todos los disturbios: el de la Manzana de Gómez, el de la perseguidora 80… Yo lo que quería era hacer testimonio. 

Vuelvo otra vez con la suerte, y con Dios. Una cosa se concatena con otra. Para ser profeta en tu tierra, tiene que suceder algo. Aquí se dio uno de los hechos más trascendentales de la segunda mitad del siglo XX. Algo que se vio en el mundo entero, donde todos los días ocurría algo, y uno se metía en esa vorágine. 

Quería un testimonio de todo eso, pero nunca pensé que lo haría ni, durante mucho tiempo, creí haberlo hecho. Luego, viendo como la gente se interesaba más por mi trabajo (porque hasta los 2000 y pico se vendían fotos por ahí, mientras yo las regalaba) me empecé a dar cuenta de que sí tenía algo en la mano. 

Aunque tampoco pude hacer todo lo que quise: muchas de mis imágenes las tiene el Consejo de Estado o los archivos del periódico Revolución, adonde fui un día (lo que ahora es Granma) y no aparecieron los negativos. La mayoría de mis negativos están por ahí. Lo que muestro es solo el 10 % de todo lo que he hecho.

Después de tanta imagen, ¿qué sueño le queda a Ernesto Fernández? 

Buscar y mostrar más de lo que tengo. Tratar de que la gente vea que aquí pasaron muchas cosas, aparte del triunfo de la Revolución. De que la gente vea que aquí se estuvo en las costas, que se luchó, que se cortó mucha caña… y que todo eso se ha quedado como en nada. 

Aquí ha sucedido mucho, con errores o sin errores, yendo hacia adelante o hacia atrás, no lo sé. Lo que sí creo es que este pueblo se merece un lugar en la historia. El pueblo. El pueblo es quien se ha sacrificado completo, y eso es lo que yo quisiera que se viera. 


Galería


Ernesto Fernández: “La Habana en inglés” – Grethel Morell.




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