El nervio yuma

[Últimas noticias de la experiencia apátrida (o ensayo sobre el Lugar Ruidoso)]

La indefinición nos explica. Preguntémonos, por ejemplo, de dónde sale el sustantivo “yuma”, que es mutable en adjetivo y ambiguo gentilicio. Han dicho que partió de aquel western, que en español se conoció como Último tren a Yuma. O que deriva de pronunciar “United”. 

Hay seis pueblos, dos condados, un fuerte y un desierto en Estados Unidos que se llaman Yuma. Ninguno tiene que ver en propiedad con lo que nos interesa aquí, La Yuma con artículo femenino, que es país, sociedad y forma de etiquetar al turista o al viajero, estos últimos según su género, claro está. El origen en realidad es impreciso, por eso no importa tanto. 

Comenzando a escribir estas líneas, me siento tentado a explorar una definición de “yuma”. Lo más característico de este tipo de palabreja es que ya el nacimiento nos vale madre (perdón mi mexicanismo, vivo en La Yuma). Por los años en los que aprendí a decirle Yuma a La Yuma, a La Habana se le decía Poma —ahora escucho a algunos llamarle así a Nueva York—, y esto último no sé si se mantiene, lo primero parece que sí, pues de lo contrario no estaría escribiendo para este dossier

Hay cosas en las que uno piensa todos los días. Por ejemplo, si eso que me sucedió saliendo de casa podría convertirse en literatura y de qué manera. También pienso todos los días, como al vuelo a veces, con mayor detenimiento otras, en aquello que quedó atrás, el viejo pueblo al que jamás volví, la ciudad donde pasé mis años jóvenes, las disputas, las omisiones, lo que me perdí y no pude recuperar. Yo no pienso en “lo yuma” todos los días por la misma razón por la que uno no piensa la casa en que vive, ni en el sentido de dotarla de una lógica ni en ningún otro. 

“Hay seis pueblos, dos condados, un fuerte y un desierto en Estados Unidos que se llaman Yuma. Ninguno tiene que ver en propiedad con lo que nos interesa aquí, La Yuma con artículo femenino, que es país, sociedad y forma de etiquetar al turista o al viajero”.

Por razones poderosas, el lenguaje de lo social hoy convoca más a asociar “lo yuma” con el consumo. Venir a La Yuma, dicen, es comprar, consumir y aprender a desechar. 

Conceptos como el de la libertad se han vuelto incómodos para explicarnos. Por eso habría que reiterar que se es libre para leer y construir la biblioteca privada. 

Supongo que para esto estudié Periodismo, lo dejé y me decanté hacia la literatura, para sentarme a escribir lo que me viene en ganas en el momento que deseo y no seguir las pautas que traza otro desde un buró o una asamblea. Si entendí siempre que hacer periodismo era en primer término escribir, sabía que ello estaba reñido con prácticas totalitarias ajenas a la libertad. Y esa imagen y esa posibilidad la he conseguido solo en La Yuma. No quiere decir esto que no lo haya intentado en Cuba. Allí tuve una biblioteca, la primera, desde allí comencé a escribir para diversas revistas. Pero nunca me abandonó la idea de la estantería cautiva, del lector prisionero que en concreto no es dueño de nada de lo que le rodea, que no puede acceder a los circuitos comerciales del libro, en otras palabras, no puede leer en libertad. 

Pero de nuevo, qué es La Yuma, paisaje con tantos anversos y reversos. Para hablar de La Yuma, claro, desde una perspectiva cubana, hay que pensar Miami. A Miami se va, pero de Miami nunca se sale. Es otra condición patria, una que millones de cubanos terminaron adquiriendo, imponiéndose. Si La Yuma fuera exclusivamente Miami, podríamos definirla de dos maneras muy complementarias, además de todas las conocidas: el extraño caso de las toallas fake, y la aplicación telefónica para reproducir el sonido de un ventilador. 

“Venir a La Yuma, dicen, es comprar, consumir y aprender a desechar”. 

He visto muchos baños con toallas fake. Algunas tienen vuelos y encajes. De un extremo a otro del toallero donde descansan se deja ver una cuerda dorada rematada en unos flecos cuidadosamente cortados, también dorados. Son fake porque no secan, su función es otra muy distinta de la inmediata. El día que entró una toalla fake a un baño de Miami comenzó una nueva forma de estar y mostrarse, un nuevo entendimiento del mundo para aquellos que, siendo nuevos ricos o apenas clase media baja, pueden acceder a dejar atrás el Lugar Silencioso, a anularlo metiendo ruido en el retrete peterhandkiano. 

El visitante extrañado en esos baños se siente como uno de esos turistas que menciona Handke en su ensayo: los excusados de madera que una tribu de indios en Panamá u otro lugar ha construido metidos en el mar y que los turistas al nadar no reconocen como cloacas. Una foto, tomada a través del agujero de los excrementos, muestra la mano de un nadador. 

Si en cierto momento de la historia cubana la ampliación de la foto de quince sustituyó al cuadro del Sagrado Corazón, la toalla fake es la necesaria vuelta de tuerca a todo eso. Tenía que llegar, tenía que imponerse como lo que realmente es: la chancleta de palo de varias generaciones que conviven lo mismo en mansión que en efficiency, todo un desvío de la cultura del estar que ya quiere ser centro. 

El caso del ruido del ventilador opera en el mismo sentido, pero más en el orden de lo privado. Cuba es la intromisión de todos los ruidos en el entorno de la habitación. Cuba es ruido. Es fama que en una escena porno rodada en La Habana se escucha de fondo al vendedor de escobas. En otras, la Mesa Redonda o los ecos de una fiesta familiar. Miami es más ruido y también está habitada por seres que parlotean, que están en cháchara permanente. 

“En Cuba (…) nunca me abandonó la idea de la estantería cautiva, del lector prisionero que en concreto no es dueño de nada de lo que le rodea, que no puede acceder a los circuitos comerciales del libro, en otras palabras, no puede leer en libertad”.

Así, en el Miami de hoy un patio colinda con otro donde se habla a gritos y suenan música y petardos por año nuevo. De entre las múltiples voces se escucha una voz femenina que confiesa que buscó y encontró una aplicación en su teléfono que reproduce varios sonidos, por ejemplo, el de un ventilador, y que solo entonces puede dormir mejor. Noto que hay ahí una percepción corporal, física, de un hecho poético. Lo próximo será colocar pedazos de zinc al lado de las ventanas para escuchar el sonido de la lluvia, si no está catalogado en la aplicación del teléfono. 

A esa “alucinación colectiva” —diría Joan Didion— llamada Miami le hacemos todo el tiempo reproches de índole cultural, acaso más que a ninguna otra ciudad en el mundo. Didion describía la sensación de ligereza, de pérdida de peso, que sentía una vez que se aproximaba al sur de la Florida. Es el tipo de recriminación que escucho desde siempre y todavía se le suele considerar, ya con mala leche y bastante desinformación, un páramo. 

Quizás lo mejor sea olvidarse de ello de una vez, dejarla ser con todos sus mimbres, sus torres de cristalería y sus Bentleys, y permitirle estar, díscola y feroz a la velocidad del descapotable que me rebasa por la izquierda en la Bird Road, la temible Arteria 40, donde pocos se detienen en una librería que, a juzgar por su nombre, no vende libros, pero sí lo hace y está muy bien surtida entre viejas y nuevas ediciones y que siempre visito cuando viajo a Miami. Se llama Revistas y Periódicos. 


II 

Hablando de José KozerGustavo Pérez Firmat ha dicho que, a diferencia de otros escritores que escriben “desde” Cuba “hacia” Estados Unidos, nuestro man en Hallandale traza un camino inverso y escribe “desde” Estados Unidos “hacia” la Isla. Kozer es un poeta enorme, un poeta en singular al que le otorgarán en un futuro muy cercano, no tengo la menor duda, el Premio Nacional de Literatura que concede el gobierno cubano, aunque en verdad merece Nobel y Cervantes juntos. 

“Si La Yuma fuera exclusivamente Miami, podríamos definirla de dos maneras muy complementarias, además de todas las conocidas: el extraño caso de las toallas fake, y la aplicación telefónica para reproducir el sonido de un ventilador”.

Me sorprendo entrecomillando esas palabras ahí arriba, pues en realidad se escribe hacia ningún lugar. No considero que un verdadero exiliado escriba para nadie más que para uno mismo, de ahí el estruendoso silencio que rodea a todos nuestros libros. Merecido silencio, además. 

Nos desprendimos de una cultura para insertarnos en otra, somos la periferia de los periféricos, y, aunque nos comuniquemos en inglés, resistimos escribiendo en español solo para no ser leídos. Mi esperanza es que la contigüidad de los dos idiomas termine enriqueciendo solo uno y yo deseo que sea el español. 

Llegado un momento de la vida, no se escribe sino para construir un hábitat propio y créanme que no importa tanto con qué retazos se teje la manta. El último libro que leí antes de volver a Miami el pasado diciembre fue el Cuaderno alemán, de María Negroni. Allí la autora recupera la memoria de una escalera en Stuttgart que tenía nombre como si fuera una calle: Richard Wagner. Allí vio los rizos y calcetines de Schiller, unas radiografías de tórax de Hermann Hesse, la biblioteca de Paul Celan. Nada de eso, dice, desmiente que la escritura sea la intemperie. Y la intemperie, su ligereza y su sopor, es lo que extraño de ese pantanoso sur de las pláticas y lo que no deja de aniquilarme a las dos semanas de estar allí. 

Los árboles nervudos que voy dejando atrás mientras manejo por Coral Gables, esos parajes apretados donde en algún momento de sus vidas residieron Juan Ramón Jiménez y Lydia Cabrera, son pura visualidad, lenguaje impuro: mi idioma, mi forma de leer. Es así como una ciudad va rearmándose frente a mí, así va filtrando una luz que tiene olor a brisa marina, todo lo que no puedo reconocer en dos largos años de abstinencia de playa y costa. 

“Nos desprendimos de una cultura para insertarnos en otra, somos la periferia de los periféricos, y, aunque nos comuniquemos en inglés, resistimos escribiendo en español solo para no ser leídos”.

Otro escenario de pugna es el que tiene que ver con escritura y tecnología. Tres cuadernos repletos de notas tengo muy cerca de mi sillón de lectura. Dos los traje de Cuba y un tercero lo compré en Houston en el 2008. Son mis últimos ejercicios de escritura manual en una vida pre iPhone. Están ahí mis bocetos de poemas y cuentos, mis apuntes críticos, citas. Todos son piezas de mi mudez. Pero ya no vuelvo a ellos si no para leerlos. No escribo en ellos porque ya no escribo a mano. Mis cuadernos de notas están ahora en mi teléfono, donde tomé los primeros apuntes para este ensayo. 

Un joven escritor no se detendría en estas precisiones de soportes electrónicos versus manuales. Yo sí, porque de esa dicotomía vengo, ella define lo que he sido y en lo que me estoy convirtiendo, La Yuma es eso para mí. 


III 

He leído que en Noruega hay gente que se gasta sus ahorros en comprar cabañas sin electricidad en lugares remotos e inhóspitos, donde se aíslan y se ponen a comer bacalao seco y a disfrutar del silencio alrededor del fuego. Lo que me seduce de algo así es la idea del silencio, tan próxima a la mudez del exiliado, que estaría relacionada tanto con la incapacidad para comunicarse como con la movilidad propia de quien ya no tiene un locus propio. Y el silencio es el Midwest, que solo pude asirlo y entenderlo una vez que me mudé aquí, a una casa que nada en libros, trastos de cocina, discos de vinilo y botellas de vino y destilados, a la que no viene nadie nunca y donde no hace falta aguzar mucho el oído para escuchar como roncan los vecinos. 

Todas las mañanas del mundo corro las cortinas y miro hacia afuera, hacia el bosque que ha quedado detrás de la casa, después que ya casi todo es pasto de nuevas construcciones. Pienso que un día veré un venado ahí, pero en realidad lo que trato de ver es algo más: trato de llegar al subsuelo, como en una novela de Makanin, e interrogar lo que sea que me encuentre allí: restos de animales y gente, petróleo, o simplemente tierra y agua y diminutas burbujas de aire que me contesten qué va a pasar conmigo, si estaré aquí otro año más, si tendré tranquilidad, si el mundo va a detenerse. No es una idea descabellada ni estúpida, sino apenas una idea de novela: se trata de un deslizamiento hacia lo ajeno/ignoto, ya que lo propio/conocido no contiene ninguna de estas respuestas. 

“Desde Cuba, yo no comprendía el significado de la palabra apátrida. Es más: le temía, no la quería para mí. Deseaba ser libre, mas no apátrida. Ahora la entiendo a la perfección porque la asumo”. 

No miro el bosque para entender a Dios, eso se lo dejamos a Thoreau. Lo hago porque las frases que necesito vendrán de ahí, de un coto que ha sobrevivido, de un mínimo pulmón que rodea esta casa y donde yo sé que hay una fauna que todavía me resulta extraña y donde hay serpientes, ardillas famélicas, sapos inflados, insectos y pájaros que no reconozco. 

Una lectura del subsuelo como única experiencia apátrida. Eso sería cerrar la novela del apátrida. Todo lo que busca el exiliado es eso, cerrar su novela, darle fin a la travesía sin que a esta altura importe demasiado el derrotero. Novela que en el fondo es expresión de su relación tan conflictiva con todo lo que implica permanecer y pertenecer. 

Desde Cuba, yo no comprendía el significado de la palabra apátrida. Es más: le temía, no la quería para mí. Deseaba ser libre, mas no apátrida. Ahora la entiendo a la perfección porque la asumo. Nunca antes había corroborado que eso que llaman “sustrato físico” no tenía otra expresión que mi cuerpo y mi mirada sobre él. Quizás por eso me veo a mí mismo como si soñara que soy apenas un nervio que va a terminar ahí, un manojo de nervios yumas vibrando en ese pedazo de bosque, que reproduce a su vez al bosque aquel de un pueblo de Oriente o aquel otro futuro donde voy a perderme. 

Todo lo que perdura adquiere la forma de una fantasmagoría. Por eso nos gusta tanto La Yuma, patria de lo volátil, por eso la relación de amor/odio que tantos establecen con ella. La condición volátil del que emigra o se exilia no puede hallar acomodo en otro sitio lejos de una sociedad que se rehace prácticamente a diario. En un final, la ventana. Si no miro por ella, el día no arranca. No hay poema. Y Dios, que es una esfera, obligando. 

La Yuma es el aforismo, no el ensayo. Pero no hay que definir nada. Hay que observar lateral. Lo que yo quiero que ella me diga no es lo que yo sé, que soy incapaz de llegar al hueso de las cosas y que por eso debo repensar cada día toda mi relación con la literatura. Lo que yo de veras quiero es buscar mi Lugar Silencioso y que esa búsqueda me defina. 




Conversación en La Catedral - Magela Garcés

Conversación en La Catedral

Magela Garcés

¿De qué otra manera pueden sobrevivir los artistas cubanos si no es por el yuma? Aquí nadie compra arte, no hay un mercado nacionalLos yumas son los que permiten que exista arte en Cuba”.